Lado B
La evolución del narco
Por Lado B @ladobemx
11 de junio, 2012
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Quitzé Fernández

@QuitzeFernandez

Al termino de la adolescencia llegué a escuchar la palabra Narcotraficante, entendido en los años noventa -y me contaron que en los ochenta-, como aquel hombre que se había hecho millonario traficando drogas, comprando autoridades y creando leyenda a través de sus batallas, muertes, amores y excesos.

Viajaban en avión: tenían pistas clandestinas; manejaban Grand Marquis y Cherokee.

No mataban mujeres y niños. No extorsionaban.

Narcotraficante era una persona que daba miedo: y respeto, algo así como un empresario de la delincuencia que forjaba mitos en despoblado.

Habrá que recordar el  corrido Pacas de a Kilo (1993), de los Tigres del Norte, que dice: “…Allá aprendí a hacer las cuentas, nomás contando costales…Me gusta burlar las redes que tienden los federales…”.

Queda claro que en el imaginario de quienes podrían estar cerca de ellos, un Narcotraficante era un maleante inteligente y escurridizo, que se hacía acompañar de un lugarteniente, o sicario astuto y bandolero que le cuidaba las espaldas.

Alguien que mataba y traficaba en soledad. Enamorado, fiel a los amigos y violento.

Como Caro Quintero o Ernesto Fonseca.

Desde hace años no escucho esa palabra, se ha transmutado a Sicario: Él es Sicario, ellos son unos Sicarios. Y en los medios de comunicación: Sicarios irrumpen… Sicarios asesinan.

No es que la palabra haya cambiado, si no que los métodos de violencia y descomposición del tejido social se han quebrantado a puntos de espanto, donde la competencia no es quién es más sádico, o más loco: si no quién es más joven.

Si hubiese un diccionario del hampa, Sicario es aquel pistolero, joven y sanguinario que a veces puede llegar a liderar una organización criminal, pero seguirá siendo un sicario, porque hace años (aparentemente) un sicario era quien estaba al servicio de un narcotraficante, como la escolta élite de Osiel Cárdenas Guillén, después ellos mismos evolucionaron hasta ser jefes de ciudades o regiones. Hoy plazas.

También es cierto que el factor juventud es determinante. En las ciudades donde anida la violencia pareciera que los ahora sicarios, que abundan como hormigas enloquecidas, llegan a ser considerados héroes, especie de Robin Hood’s siniestros,  que reparten loquera en esquinas y reuniones.

Ahora son más niños; menos humanos. Matan mujeres; arrasan con familias.

Un sicario a la antigua es como El Pote Gálvez, aquel que cita Pérez Reverte en La Reina del Sur, que le cuidaba la espalda a Teresa Mendoza: gordo, fiel y pistolero. Los que abundan en nuestra tierra son una copia de Alexis, el violento juvenil de Fernando Vallejo en La Virgen de los Sicarios: loco, arrebatado y sin esperanza, como lo fue Colombia hace años, en época de Pablo Escobar.

Se han roto todo tipo de reglas. Ya ni el Narcotraficante como tal existe, así como México cambia, es posible que los malosos cambien, desde sus tácticas y entrenamiento, hasta vocabulario y jerga.

Ojalá un día desaparezcan y quedé en el recuerdo como una pesadilla, un mal sueño, algo que se quiere olvidar. También de cierta manera desapareceríamos los que escribimos de ellos, pero no hay problema. También los redactores cambiamos. Desde hace tiempo la maldad no está en Sinaloa, ni el norte. Está en todos lados.

Es la evolución del narco la que nos tiene en este estado de miedo y abandono. Pero un día todo pasará. En algún encuentro de seguridad, el director de una cadena de medios de información colombianos, comentó que México vivía una etapa similar a la de Colombia, pero mientras más oscuro era el panorama para una nación, la luz del día ya estaba cerca. Hay esperanza.

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