Lado B
Historias de violencia de género en un poblado de Sonora
 
Por Lado B @ladobemx
08 de mayo, 2012
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Muchas de las mujeres del poblado Miguel Alemán, Sonora, viven el mismo infierno que se vuelve perpetuo por el miedo, la falta de confianza en las autoridades y la impunidad que prevalece cuando el trámite impide que se haga justicia a un crimen: la violencia que han ejercido los hombres sobre ellas.

I

La Negra se le fue encima a Aureliano. Esa perra siempre había sido bien mansita, pero desde aquella madrugada se volvió brava. La noche del 3 de octubre no había luz en el poblado, solamente alumbraba una luna parda. Bajo esa abstracta inmensidad, Aureliano tuvo otra de sus visiones y le empezó a gritar a Dolores. La agarró del cuello, arrastró su cuerpo lánguido y la restregó contra el tronco de un mezquite. Adentro, en la casa, los niños dormían. A Aureliano el vino le provocaba visiones, luego venían los golpes. Quizás hubiera matado a Dolores a puro puñetazo de no haber sido por la Negra que se le echaba encima apenas escuchaba sus gritos y maldiciones. A ella, a la Negra, Aureliano aprendió a guardarle respeto. Después, él solo dijo que había que respetar a los animales, que ellos entendían bien.

Aureliano, un tipo medio gordo, de estatura media, bigote rubio y ojos tornasol, siempre tuvo ese carácter con el que Dolores lo conoció en el campo, cuando ambos trabajaban como jornaleros sembrando calabaza. Decía que trataba de controlar su maldito genio y no podía: estallaba en celos absurdos en las madrugadas, cuando llegaba de la calle de vender los elotes, el agua fresca o los dulces. Luego venían los gritos, los empujones, las ofensas. Los golpes.

Dolores -una jornalera de 38 años, de manos flacas y arrugadas, piel morena y menuda- le ayudaba a Aureliano a vender elotes, agua fresca, golosinas, lo que fuera. Su historia es parecida a la de muchas otras mujeres que habitan en el poblado. Cuando tenía seis años por poco la viola un hombre debajo de un tejaban, de no ser por su hermana que apareció en medio del polvo y la defendió con un machete. Lo que nunca olvidó Dolores es cómo le rozaron las pantaletas las manos de ese hombre. Eso se le quedó bien grabado. Tal vez fue ese recuerdo lo que la animó a poner la denuncia en el Ministerio Público.

El día que tuvo la fortaleza para ir a pararse frente a las autoridades para acusar a su esposo, le pidieron testigos. Como no podía llevar a la Negra, a su guardiana, le dijo a su vecina, Gertrudis, una señora que tenía un solar cuatro casas delante de la suya, pero ésta se negó. Dolores no pudo hacerla entrar en razón, la mujer creía que ir al Ministerio Público significaba denunciar a su esposo por los golpes que le propinaba a diario. La denuncia se truncó.

Tiempo después, Aureliano quiso tocar a su hijastra de seis años. Luego siguió Blanca, su hija biológica de nueve. A ella la golpeó con el cinto para que dejara pasarle las manos por la ropa. La hija mayor no creía todo lo que su madre decía de su papá, pensaba que se había vuelto loca, hasta que un día regresó de la tienda de comprar las frituras que nunca conseguían saciarle el hambre, entonces  vio a su padre encima de su hermana, retorciéndose sobre ella. Desde ese momento, la niña clavó su odio sobre ese hombre, al que no le quedó más remedio que seguir llamando padre. Dolores acudió entonces a poner una denuncia, nuevamente.

Tomada de: esmas.com

Aureliano nunca pisó la cárcel, y a ella, el Ministerio Público le llamó la atención por estar con un hombre que había estado casado, “por no haberse hecho a un lado”. Aunque sabe que la ley muchas veces no sirve de nada, aunque le prometieron ir por su esposo, sacarlo de su casa y nunca lo hicieron, Dolores cree en la justicia. Aunque nunca la rescataron de los golpes con que Aureliano desquitaba esos celos que parecía haber sacado de alguna novela que jamás leyó, ella sigue creyendo en la justicia.

Ahora, Dolores frunce las cejas pobladas y se agarra el molote que le aprieta la liga. Por un momento batalla para recordar esa palabra exacta que caracteriza a la justicia mexicana y que ahora tiene que manejar como parte de su vocabulario: impune. Sí, esa es la palabra. Dolores sabe que los documentos están en un archivo, que su expediente existe y que debe andar por ahí en alguna oficina, pero todo quedo impune, como dice la gente.

Al final, Aureliano se fue. Un día por fin Dolores consiguió que la policía lo sacara de su vivienda. Ella continúa habitando la misma casa, con sus hijas, que son lo único que le queda. Ahora en lo único que piensa es en sacarlas adelante, aunque en el campo no hay mucho trabajo por estos días y ella se está haciendo vieja -lo revelan sus manos cada vez más arrugadas-.

De Aureliano, no ha vuelto a saber nada. De su denuncia, tampoco. Tal vez siga donde mismo: archivada en un cajón.

II

Bárbara es de esas mujeres que los hombres creen que anda encabronada, viste blusas de tirantes y jeans ajustados. Tiene la ceja delgada y los ojos grandes. Es bastante pulcra cuando imita las groserías que pronuncia Ramiro antes de golpearla, cuando le pregunta si lo quiere y ella le contesta que no.

A Ramiro lo conoció en el poblado, en un baile, cuando tocaba el grupo La Brisa una de esas canciones pegajosas que los dos bailaron. Ramiro tenía apenas quince años y ella veinte. Era serio, aparentaba ser un chico tranquilo; pero ahora, de aquel adolecente no queda nada. La última vez que Ramiro forzó a Bárbara a tener relaciones íntimas, ella no soportó sentir su cuerpo encima, abultado, sofocante, y le mordió el cachete, después vomitó.

Siempre que le cambia el humor y la golpea, ella se queda callada, con el rostro entero, imperturbable, no le dice nada, nomás lo mira impasible y espera a que él empiece a lloriquear. Después de querer matarla, de volverse loco, se arrepiente y parece un hombre incapaz de algo.

Bárbara lo describe como una dulzura, sobre todo cuando le susurra que tiene con qué quererla y saca la navaja de uno de los bolsillos del pantalón holgado. Una vez le cortó la frente con el arma, también los brazos. Cuando la amenaza, acostumbra decirle que nunca la va a matar, pero que sí le va a rajar la cara para que se acuerde de él.

Muchas veces Bárbara ha querido alcanzar el cuchillo de la cocina o cualquier otra cosa que encuentre delante de ella, porque siempre hay algo con lo que se puede matar a alguien, pero esa delgada línea que uno cruza cuando decide terminar con la vida de otro, Bárbara no se ha animado a atravesar. No quiere terminar tras las rejas.

Ya una vez lo denunció en el Ministerio Público, presentó a los testigos y todo eso, pero un abogado le advirtió que de cualquier manera Ramiro iba a quedar libre porque sólo tenía que pagar 3 mil pesos. Le aconsejó mejor tomar ese dinero para ella, aceptarlo de la familia de Ramiro. Bárbara siguió el consejo de quien creyó su defensor, fue por el dinero y entonces  se enteró que no eran 3 mil sino 10 mil pesos los que la familia de Ramiro debía costear para conseguir su libertad, lo supo cuando ya le habían entregado los tres mil pesos y ella había otorgado, sin saberlo, el perdón a Ramiro, que instantáneamente quedó en libertad.

Desde el día en que Bárbara conoció a Ramiro, hasta ahora, han pasado doce años, tiempo en el que él  no ha dejado de buscarla. Algunos amigos de la colonia le han acercado “morritas” a Ramiro, pero a todas ha despreciado, dice que él nomás tiene ojos para Bárbara y eso a ella es lo que más le espanta. Se da cuenta de su obsesión y no encuentra el remedio.

Bárbara ya no es la misma chica que Ramiro conoció en el baile del grupo la Brisa, tiene treinta y dos años y cinco hijos: cuatro de él. El más grande, el de ocho años, a veces se le lanza al cuello y hace como que la ahorca, luego le pide perdón por su juego. El más chiquito, el de tres, nomás mira empotrado a la tierra cómo su padre cambia de humor: grita, le jala el pelo y le pega patadas a su mamá, luego sigue jugando con el carrito empolvado. El polvo en el poblado es una especie de maldición con la que cargan todos sus habitantes.“Me voy a portar muy bien contigo para que me vuelvas a querer” es la frase trillada que Ramiro usa después de los golpes y los insultos, los mismos que Bárbara no se anima a responder porque conoce su arrebato. De inmediato se le viene a la mente esa tarde cuando lo vio asfixiando a su propia madre, sobre todo los gritos que con trabajo le salían de la garganta a la pobre mujer.

Ese día, de un momento a otro Ramiro se había transformado como en otras tantas ocasiones: tenía la cara desencajada, su respiración agitada se confundía con un sollozo que no antecedió a un llanto largo y doloroso porque corrió antes; estaba desconcertado, como si de golpe lo hubiera despertado el roce del cuerpo frío de su madre muerta; por eso todas las tardes cuando Ramiro va por ella, Bárbara accede, camina despacio con él por la calle, se fija en las piedras, en el cielo, piensa en todo menos en la cama que los espera a ella y a Ramiro diariamente. Esa es su arma, dormir con él todas las noches para mantenerlo calmado, así él tiene la certeza de que ella no duerme con nadie más y por lo menos, no la golpea tanto.

¿Otra demanda? ¿Para qué? Le dice al reflejo suyo que mira compacto en el espejo del maquillaje. Es más fácil que me mate primero o que me raje el rostro como dice, antes que haga todo ese trámite de la demanda.

Bárbara se sigue viendo en el espejo. Se acuerda del poema que leyó un día, tal vez el único que ha leído en toda su vida. Mientras, Ramiro se halla a siete metros de altura, encima del techo de una casa limpiando un tinaco de la ciudad, piensa en la crisis de su relación amorosa.

Bárbara busca el poema en medio de la ropa sucia apilada en el cuarto, lo encuentra y lo relee:

Recibí flores hoy, no es mi cumpleaños o ningún otro día especial: tuvimos nuestro primer disgusto anoche, y él dijo muchas cosas crueles que en verdad me ofendieron. Pero sé que él está arrepentido y no las dijo en serio, porque él me mandó flores hoy.

Recibí flores hoy, no  es nuestro aniversario o ningún otro día especial; anoche me aventó contra la pared y comenzó a ahorcarme. Parecía una pesadilla, pero una de esas cuando estás despierta y sabes que no es real; me levanté esta mañana adolorida y con golpes en todos lados, pero yo sé que está arrepentido porque él me mandó flores hoy.

Bárbara tiene los ojos llorosos, se salta al último párrafo del poema:

Recibí flores hoy, hoy es un día muy especial: es el día de mi funeral. Anoche por fin logró matarme. Me golpeó hasta morir. Si por lo menos hubiera tenido el valor y la fortaleza de dejarlo; si hubiera aceptado la ayuda profesional… hoy no hubiera recibido flores.

Bárbara se arregla el pelo, se pone la blusa de tirantes y los jeans ajustados. Las lágrimas le han salido como la sangre que sale de las heridas pequeñas, a borbotones. El reloj no entiende de golpes, avanza igual. Bárbara lo contempla, mira las manecillas con los ojos llorosos todavía, unos minutos más y aparecerá Ramiro, vendrá por ella para pasar juntos la noche.

Lea el texto completo de Nuestra Aparente Rendición aquí.

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Autor Lado B
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