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Aprender a convivir: el pilar y sus cimientos
El muy conocido informe “La educación encierra un tesoro” elaborado por una comisión internacional de expertos en el tema educativo encabezados por Jaques Delors, propone entre sus elementos más relevantes los llamados “cuatro pilares de la educación del siglo XXI” que son: Aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a ser y aprender a convivir.
Por Lado B @ladobemx
18 de enero, 2012
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Martín López Calva*

“…para que pueda ser he de ser otro,

salir de mí, buscarme entre los otros,

los otros que no son si yo no existo,

los otros que me dan plena existencia,

no soy, no hay yo, siempre somos nosotros…”

Octavio Paz. Piedra de sol.

El muy conocido informe “La educación encierra un tesoro” elaborado por una comisión internacional de expertos en el tema educativo encabezados por Jaques Delors, propone entre sus elementos más relevantes los llamados “cuatro pilares de la educación del siglo XXI” que son: Aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a ser y aprender a convivir.

Resulta muy significativo que en una cultura en la que se concibe a la educación mayoritariamente en términos de transmisión o aprendizaje de conocimientos, dos de los cuatro pilares tengan que ver más que con la formación conceptual o práctica con la formación ética y social o ciudadana.

Aprender a convivir es un saber –no una serie de contenidos sino un aprendizaje existencial- que busca que la escuela forme a las futuras generaciones con una serie de competencias que los capaciten para vivir de manera pacífica, dialógica y constructiva con los demás.

De ahí la necesidad de que la escuela se ocupe de que cada alumno, desde pequeño, vaya aprendiendo a vivir con otros, reconociendo las diferencias entre los distintos seres humanos y formando su propia personalidad a partir de una búsqueda continua de sí mismo entre los otros. Los otros se convierten entonces en el espejo en el que vamos visualizando aquello que queremos ser pero también y de manera natural e inevitable nos reflejan muchas veces lo que no queremos ser.

De manera que el aprendizaje de la convivencia no puede entenderse desde una mirada romántica y asumiendo que la construcción con otros y la construcción de cada uno a partir de los otros, es un proceso simple y lineal del yo intersubjetivo –el “nosotros primario” como lo llama Lonergan[1]–  al “nosotros libremente construido”, es decir, a la vivencia de comunidades o sociedades armónicas e incluyentes.

            Porque si bien el otro puede ser un rostro que me interpela con su sufrimiento y me acoge con su solidaridad y empatía, un sujeto que me mira desde la relación humanizante Yo-Tú, también puede ser el que me excluye, me instrumentaliza y me mira como un Ello –un objeto que sirve para ciertos fines- o simplemente el que me rechaza por sentir mayor afinidad con otros, el que no me incluye en su nosotros más cercano por razones válidas o por prejuicios o incluso por discriminación.

Aprender a convivir resulta entonces un proceso dialéctico en el cual los niños van ensayando, acertando y errando en su búsqueda de relación con esos otros que pueden o no ser afines, que van siendo amigos o no, queriéndonos y eligiéndonos o no, dejándose elegir y querer o no. De este modo vemos que, sobre todo a partir de los primeros años de primaria donde los niños han empezado a salir de su etapa radicalmente egocéntrica, se van dando aproximaciones que se vuelven amistades por unos días o semanas y luego se cambian por otras que van respondiendo mejor a la necesidad de descubrirse que tiene cada uno, en sucesivos intentos que darán como resultado, más adelante, amistades más o menos perdurables.

El aprendizaje de la convivencia como objetivo de la escuela consiste entonces en facilitar los ambientes y los encuentros sucesivos entre los niños y niñas para que en un proceso lo más explícitamente sentido y pensado vayan viviendo experiencias de ensayo-error que los puedan capacitar para distinguir el tipo de otros que les son más significativos y que les aportan mayores elementos para su autoconstrucción.

Esta es una tarea que debe darse en colaboración estrecha entre maestros y padres de familia. Ambos deben ser facilitadores activos de aprendizaje de la convivencia a partir de una actitud de escucha empática y acompañamiento respetuoso que no intervenga violentando estos procesos de crecimiento cuando se producen desencuentros, conflictos o exclusiones naturales entre los niños y adolescentes.

La mejor actitud para educar en la convivencia es la de estar cerca, generar confianza, escuchar con atención, retroalimentar con preguntas o experiencias propias la experiencia del niño o niña, hacer conciente al alumno o hijo de lo que siente frente a determinados acontecimientos relacionados con su convivencia y respetar sus procesos, garantizando únicamente que no existan violencia, acoso o discriminación por causas raciales, económicas, físicas, culturales o religiosas.

Los cimientos del pilar “Aprender a convivir” no están en la “defensa” de los niños o niñas frente a sus pares, sino en el apoyo constante e inteligente para la construcción de un tejido afectivo capaz de comprender las diferentes personalidades y preferencias de los demás y para el desarrollo de una inteligencia emocional que los capacite para entender los encuentros con los otros pero también y sobre todo, los desencuentros que subyacen a toda relación humana.

Porque en el aprendizaje de la convivencia sobreproteger es desproteger.


[1] Lonergan, B. (1988). Método en Teología. Salamanca. Ed. sígueme. P. 61

*Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Tlaxcala y académico numerario en la Universidad Iberoamericana Puebla. Ha hecho dos estancias postdoctorales por invitación del Lonergan Institute de Boston College (1997-1998 y 2006-2007) y publicado diecisiete libros, cuarenta artículos y seis capítulos de libros. Actualmente es coordinador del doctorado interinstitucional en Educación en la UIA Puebla. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (nivel 1), de la Red Nacional de Investigadores en Educación y Valores (REDUVAL), de la Asociación Latinoamericana de Filosofía de la Educación (ALFE) y de la International Network of Philosophers of Education (INPE). Trabaja en las líneas de Filosofía humanista y Educación, Ética profesional y Pensamiento complejo y Educación. Ha trabajado como formador de docentes en diversos programas y universidades desde 1993.

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