Lado B
Sala de espera
Por Lado B @ladobemx
25 de octubre, 2011
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Pepe Flores *

@padaguan

Domingo, 16:40. Suena mi celular. “¿Me acompañas al ISSSTEP llegando a Puebla?”, leo en la pantalla. Era mi madre. Había ido de viaje a Chignahuapan, y por culpa de la grava en el camino, cayó sobre su rodilla izquierda. “Tengo una rajada como de dos centímentros”, describió, “ya me curé en una farmacia (…) pero necesito que la reviste un doctor”. Quedamos de vernos alrededor de las ocho de la noche, hora en la que debería estar de vuelta.

Hace un par de años, mi madre sufrío una fractura de rodilla. Caminaba rumbo a casa de mi tía; en un mal paso, cayó y se lastimó. Aunque tomó un poco de tiempo –y una operación– se recuperó de la lesión. Ella siempre ha sido una mujer fuerte y activa, así que volvió a sus ires y venires, los recorridos por la ciudad, las labores cotidianas y los cafés con las amigas. Por desgracia, los huesos rotos no respetan a los espíritus indomables (menos cuando se alcanza una edad, por decirlo, venerable), así que un vistazo del médico era una parada obligada.

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19:06. “Estamos en San Martín Texmelucan, calcúlale”, decía otro mensaje. Llegué unos 15 minutos tarde a nuestro punto de encuentro, culpa de un vecino irresponsable que dejó su coche en mi entrada (en serio, ¡háganle caso a los letreros de los pórticos ajenos!). Manejé rumbo a la unidad de San Baltasar. Recordé la vez que, hace tres (¿o cuatro?) años, me caí en un partido de fútbol en la universidad y casi me parto la crisma. Esa vez terminé con un bonito collarín azul y sin poder manejar por dos semanas. Dejamos el auto en la calle Emiliano Zapata, sucursal de la boca del lobo, y entramos, despacito, al área de Urgencias.

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20:25. Después de perdernos por los elevadores, llegamos al Sótano 1. En la ventanilla, una secretaria nos atendió cortesmente. Tras contarle un brevario de antecedentes médicos, la dependiente colocó a mi madre en la fila del Consultorio 2. “Voy a ponerla en el que tenga menos gente en espera”, nos dijo. Le dio el turno 40. Una mujer malencarada escuchó a medias la frase y se acercó a nosotros. “¿Por qué no puso a mi familiar en ese consultorio? Ella también se cayó”, nos reclamó –a la secretaria, a mi madre, a mí y a la vida– creyendo que nos daban trato preferencial. “Es el mismo”, le indiqué. La señora, refunfuñando, se alejó del mostrador. “Hay gente que entiende lo quiere entender”, dijo mi madre.

La sala de espera está llena de susurros. Es un zumbido constante, initeligible. Si se aguza el oído, se alcanzan a escuchar palabras al aire, pero no más. La señora enfadada –vestida con una playera del Cruz Azul que le viene demasiado grande– se postra junto a la puerta del consultorio. Cuando se abre, la gente se arremolina. “La 35”, gritan desde dentro; pasan dos personas y el umbral se cierra. De nuevo, el susurro se eleva. Los más solitarios miran la TV absortos, entregándose a la película que emiten en Canal 5 (“El Transportador”, con Jason Statham). Yo me entretengo haciendo apuntes en el iPod, a pesar de la mirada furtiva de mi vecino de asiento. “Apuntes para una crónica”, le explico a mi madre, mientras charlamos para pasar el tiempo.

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21:10. El horrendo color ocre del ISSSTEP es inconfundible. Los chalecos de las enfermeras, los suéteres, las bases de las mesas de exploración. Ese color a mostaza rancia es parte de su identidad desde que tengo memoria. Una doctora consulta a mi madre. Le pregunta qué le ha pasado, y sin decirlo de manera directa, la reprende un poco por no asistir a la unidad satélite en Chignahuapan. Mira la herida y determina que debemos ir al área de curación. También le da una orden para rayos X. “Vamos a coserla”, dice el médico, y se me escapa una sonrisa leve. “No se ría, joven”, me reprende, mientras yo imagino a mi madre como una muñeca a la que hay que zurcir para que no se le escape el algodón.

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21:25. En las paredes del cuarto de curación hay un diagrama de flujo para atender casos de deshidratación. Una enfermera se ha llevado a mi madre al fondo del cuarto para ponerle un par de puntos en su herida. Mientras tanto, yo me concentro en mi derredor. El cuadro indica que hay tres estadíos. En el más leve, basta con administrar muchos líquidos. En el medio, se emplea una solución para hidratar al paciente; si mejora, regresamos a la fase uno; si empeora, hay que darle más y más cosas. “Evaluar falla orgánica”, dice la última indicación, antes que la flecha regrese a donde, entre necedad y esperanza, hay que repetir todo el ciclo.

Una enfermera se percata de mi presencia y me pide que salga. “Ya somos muchos”, me dice. Antes de irme, miro a las camas. En la más próxima a la salida, hay un hombre diagnosticado con lumbalgia. Un líquido amarillento (parecido al Maestro Limpio) desciende por una sonda hasta su muñeca. Me siento en las escaleras. Afuera, un policía auxiliar saluda a un colega. No deben tener mucho crimen que vigilar, sólo un montón de familiares que preguntan una y otra vez sobre sus pacientes. Una labor poco peligrosa, pero desgastante. Antes de retirarse, el oficial arrea a un par de enfermeras. “Vámonos que aquí espantan”, bromea. Me quedo otros diez minutos en la escalera, esperando.

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21:55. Un camillero lleva a mi madre por el recinto. Le han dado una silla de ruedas para que no fuerce su rodilla. Nos deja en un pasillo desolado. Lo único que escuchamos es Alice in Chains, proveniente de un cuarto contiguo. “Ya no había material de sutura”, me explica mi madre, “tuvieron que pedirlo al quirófano”. Para ganar tiempo, nos han mandado a Rayos X. Un hombre de overol negro aparece; su cara denota hartazgo. No debe ser grato ser el único técnico en domingo por la noche, por más que tu rock esté a todo volumen en el área de descanso. Toma las placas en un par de minutos y nos vamos. “Salen allá en la computadora”, nos explica el camillero, ante nuestra expresión atónita por la falta de las tradicionales radiografías.

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22:10 Sala de espera. Los ocupantes son distintos, el zumbido es el mismo. La voz que emerge del consultorio clama por la ficha número 53. Veo a tres o cuatro personas ensimismadas en su celular. En el mío no hay señal –¿quién pone un área de Urgencias en un sótano?–. En la TV, la película ha cambiado. Es sobre un hombre que busca rescatar a su hijo de una red de tratantes de personas. Recuerdo haberla visto en un Estrella Roja, pero no consigo acordarme del nombre; lo más que reconozco es que sale Famke Janssen en un papel olvidable. Le presto atención unos minutos –los que pasa la actriz en pantalla– y luego regreso a los murmuros del cuarto.

Los de la hilera frente a mí hablan sobre un choque. Una pareja llega para preguntar sobre el suceso. Él se acomoda el cabello relamido; ella, con el gesto de piedra, sólo mantiene las manos dentro de la chamarra roja. Junto al bote de basura, una señora hurga entre los desperdicios. Nadie repara en ella. Bajo el brazo, carga un vaso de café y una bolsa de frituras, ambos vacíos. Mete la mano al bota, saca un popote, lo agita y lo tira de regreso. El vaso y la bolsa sufren el mismo destino. La mujer de gesto adusto amaga un ademán, pero se arrepiente y sólo cruza los brazos. Él la abraza sobre los hombros y se marchan en silencio.

“Estoy en el Seguro porque mi papá se puso mal”, dice la mujer a mi lado. Trato de cerrar mis oídos y giro hacia el televisor. Le ordeno a mi cerebro que se distraiga, que mire al policía aburrido que, de reojo, sigue con atención la trama de la película. “Está muy grave”, continúa la señora. Entonces reparo que estoy en el ISSSTEP, en el área de Urgencias, el domingo por la noche. Que la tragedia no se toma días libres y la aflicción no respeta fines de semana. Que el murmullo, esa estática sórdida en el ambiente, es un enjambre de conversaciones como ésa. Miro mi reloj y me doy cuenta que mi madre lleva más de 30 minutos sin aparecer. “A ver cómo amanece”, dice con la voz menguada. Cuelga el teléfono.

Camino por la sala de espera. Voy del consultorio a los elevadores, una y otra vez. Me asomo una ventana y miro un pasillo oscuro, abandonado. Hace tiempo que le perdí el miedo a los hospitales por la noche. Pienso en la necedad periodística de usar la palabra “nosocomio” y río para mis adentros. El policía cabecea pero lo disimula. El héroe de la película mala está por asaltar un barco donde esconden a su hija. El camillero que nos llevó a los rayos X para por enésima vez. Y el tiempo, con su paso inexorable, nos consume en susurros y asientos incómodos, en esperanzas y esperas resignadas.

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23:10. “¿No tenías trabajo que hacer?”, pregunta mi madre. “No, no hay cuidado”, le respondo, mientras buscamos cómo escapar del laberinto. El frío de la noche nos golpea al emerger por la puerta. Al final, la visita ha salido barata: le han puesto un par de puntos porque la herida fue profunda, pero la rótula en orden. Fuera de eso, nada que un arsenal de antinflamatorios y un bastón de apoyo no resuelvan. Se demoró más de lo previsto por culpa del escurridizo material de sutura. “Lo trajeron del quirófano”, me recuerda. Nos despedimos. Camino a mi casa, pienso en ella como una muñeca zurcida con un hilo de ocre –como de suéter de enfermera– y se me escapa otra sonrisa. Una risa disimulada, eso sí, porque no quiero que el médico me reprenda otra vez.

*Modelo 1986, seminuevo. Ha trabajado como editor de revistas, locutor de radio, comentarista deportivo y blogger profesional. Ganó un premio Juan Rulfo en su adolescencia, pero enmendó el rumbo y se hizo comunicólogo. Fue director editorial de Grupo Sexenio Comunicaciones, editor en jefe de Hipertextual, y es autor de «La nueva cara de Puebla», un libro sobre casos de éxito empresarial de Endeavor. Actualmente es supervisor de abeja en varios proyectos independientes. A veces ejerce la crónica, a veces no.

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