Lado B
La cocina cristiana de occidente, de Álvaro Cunqueiro
 
Por Lado B @ladobemx
18 de agosto, 2011
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Alejandro Badillo

Casi desconocida en México la amplia obra del escritor gallego Álvaro Cunqueiro (1911-1981) abarca el periodismo, teatro, poesía, novela y ensayo. Militante de las filas franquistas durante algunos años, escribió en gallego y castellano abordando temáticas como la mitología griega que lo alejaron de sus contemporáneos demasiado ocupados en ajustar cuentas con la Guerra Civil Española.

1era edición 2011, Fábula Tusquets, Biblioteca de Autor.

La cocina cristiana de occidente, obra publicada en España en 1969 y editada por primera vez en México, es un compendio de la cocina europea además de un sentido homenaje al vino y a sus placeres. En la línea de obras de ensayo gastronómico como Viaje a Francia del español Néstor Luján y Nueva Guía para descarriados del historiador mexicano José Fuentes Mares, Cunqueiro mezcla con destreza el ensayo, la biografía y, sobre todo, una erudición asombrosa que trasciende la aridez de los nombres y cifras para internarse en la poesía y en el humor. Dividido en breves capítulos escritos a lo largo de muchos años, casi a la manera de un diario adornado por viñetas, el autor pasa lista a personajes extravagantes, inmensas comilonas, bacanales extraídas de la literatura y un sinfín de anécdotas hiladas con una prosa admirable que apela a los sentidos mediante la metáfora y otros recursos retóricos. Además, La cocina cristiana de occidente nos recuerda que la gastronomía es historia y su recuperación nos muestra una faceta de la humanidad muchas veces olvidada por la academia y los estudios culturales. Los ritos, supersticiones y tradiciones que rodean la comida son una nítida ventana al pasado. Los ingredientes de platillos degustados en las antiguas cortes hoy son casi imposibles de conseguir y, en muchos casos, extravagantes. Un ejemplo que evidencia la transformación de la gastronomía a través de los siglos es el programa de televisión del chef británico Heston Blumenthal, quien indaga en las viejas recetas y busca ingredientes insospechados para resucitar el sabor y el toque de los platillos de antaño.

Otro punto interesante que plantea La cocina cristiana en occidente es la colectividad al momento de compartir los alimentos en fiestas y vendimias. A pesar de las abismales diferencias entre las clases sociales de la Europa antigua hay un elemento de cohesión que se ha perdido en la época actual, en la que la comida rápida es el común denominador de una sociedad urbana que ha perdido el contacto con la naturaleza y permanece ignorante sobre el origen de los alimentos que consume. Para el curioso lector recomiendo los documentales Food Inc o The world according to Monsanto donde se trata más a fondo este problema.

“El hombre civilizado ha puesto mucha más imaginación en la cocina que, por ejemplo, en el amor o en la guerra”, dice Cunqueiro en el prólogo de su libro y esto se ve reflejado en la amplia variedad de recetas y degustaciones que llenan sus páginas. Podemos toparnos al gigante Gargantúa comiendo en una ensalada a seis peregrinos, un fragmento de La vida del Dr. Johnson de Boswell, incluso una recomendación culinaria para el Tribunal Supremo de Nueva Delhi consistente en la clara de huevos de cuervo batida con semillas de loto.

Una de las virtudes de obras como La cocina cristiana de occidente es ir a contracorriente del conocimiento aplicable que promueve la modernidad: todo debe tener un propósito claro y útil en el corto plazo. ¿De qué sirve saber que en el segundo sitio de Viena en el siglo XVII el visir Kara Mustapha dejó abandonados en el campo cerca de 500 sacos de café?, ¿y de qué sirve saber que un tal Kolczycki, espía polaco, consiguió parte del botín y abrió una posada con el nombre de La botella azul en donde servía café con crema de leche para atenuar el sabor amargo de la bebida inventando el café vienés? Respondo a estas preguntas con un sabio fragmento del libro: “Bertrand Russell ha escrito hace años un breve ensayo sobre las cosas inútiles. Y el filósofo aseguraba que desde que sabía que los melocotones procedían de China, que unos huesos habían llegado a la India en el zurrón de unos chinos prisioneros del gran rey Janiska, que de allí pasaron a Persia y que su estancia en Irán había provocado divertidas confusiones etimológicas; desde que sabía todo esto, digo, los melocotones le gustaban mucho más”.

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