Lado B
Sustentar y organizar la esperanza: el reto del educador hoy
La educación es un acto de coraje que no admite a personas cobardes y recelosas
Por Juan Martín López Calva @m_lopezcalva
30 de agosto, 2017
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Foto: Marco Polo Guzmán / Cuartoscuro. Tomada de educacionyculturaaz.com/

Martín López Calva

1. La realidad y el optimismo

“Como educadores sólo podemos ser optimistas. Con pesimismo se puede escribir contra la educación, pero el optimismo es necesario para ejercerla. Los pesimistas pueden ser buenos domadores, pero no buenos maestros…La educación es un acto de coraje; cobardes y recelosos, abstenerse” (Fernando Savater. El valor de Educar).

Vivimos en un mundo en el que no hay razones para el optimismo. Nos encontramos en un escenario marcado por la destrucción del medio ambiente, el cambio climático, la amenaza latente de la guerra, el renacimiento del discurso de odio, la violencia generalizada –terrorista, criminal, intrafamiliar, de género, etcétera-, la desigualdad y la pobreza, la exclusión de millones de personas de la posibilidad de vivir una vida humana y muchos otros elementos que generan sentimientos colectivos de temor y desmoralización frente al futuro.

Nos ha tocado vivir en un país en el que tampoco hay motivos para ser optimistas, un país que se encuentra en una de las más profundas crisis de su historia por la corrupción y la impunidad que agravan, regeneran y profundizan los problemas ancestrales de pobreza e injusticia, violencia y fragmentación social, polarización ideológica y debilidad institucional que impiden que la transición a la democracia pueda avanzar y consolidarse.

Si miramos al interior del sistema educativo, la persistencia de los malos resultados en el aprendizaje es evidencia de que la educación no sólo sigue siendo incapaz de generar movilidad social sino que aún es parte de los mecanismos que perpetúan y ahondan las desigualdades. A pesar de los planteamientos discursivos de la reforma educativa, siguen prevaleciendo las viejas prácticas y los vicios históricos que caracterizan estructural y culturalmente la organización y la vivencia cotidiana de nuestras escuelas, además de producir frustración y desmoralización entre los educadores genuinos y comprometidos.

¿Cómo ser entonces optimistas para cumplir con lo que plantea Savater? ¿Es realmente el optimismo lo que debe caracterizar a los educadores?

“El optimismo como actitud general se alimenta a sí mismo. Si resulta difícil argumentar en su contra es porque se trata de una postura primordial frente al mundo…que ilumina los hechos desde su propio prisma y por tanto se resiste a ser refutado por ellos. De ahí la trillada metáfora de ver la vida a través de un cristal de color rosa…En una suerte de astigmatismo moral se deforma la verdad para conformarla a nuestras tendencias naturales…”  (Terry Eagleton. Esperanza sin optimismo).

En este mismo mundo y en este mismo país en los que no encontramos razones objetivas para el optimismo, estamos sin embargo sumergidos en una oleada de mensajes, propuestas y prescripciones optimistas que nos hablan de que basta con cambiar nuestra mirada para que el mundo sea bello, que un cambio de actitud ante la vida es suficiente para erradicar de ella el sufrimiento, el dolor, la injusticia y el absurdo.

Como una puerta –falsa- de escape de esta realidad amenazante y llena de contradicciones y problemas que parecen irresolubles, el movimiento de los optimistas nos invita a “decretar” cosas positivas, a convencernos de que el cambio “está en nosotros” y a unirnos a la evasión de la realidad como postura fundamental ante lo que nos rodea: si no puedes transformar la realidad, construye una realidad paralela en la que no existan los problemas ni los conflictos con sólo cambiar nuestra forma de (no) ver las cosas.

Muchos educadores están uniéndose a esta ola de optimismo y educando a los niños y jóvenes en este supuesto cambio de actitud para mirar todo positivamente aunque el precio para lograr ser felices –superficialmente felices al menos- sea no hacerse cargo de la realidad, no encargarse del mundo que les ha tocado vivir ni comprometerse a enfrentar sus desafíos y contradicciones y a trabajar para transformarlo.

Pero al asumir esta manera de entender y vivir su labor formativa estos educadores están en realidad renunciando a su tarea fundamental. Porque educar es esencialmente un proceso de mediación para capacitar a las nuevas generaciones para adaptarse al mundo en el que viven –con todos sus problemas y retos- y a adaptar ese mundo, a transformarlo en un lugar en el que sea posible la realización humana individual y colectiva.

[pull_quote_right]Los educadores necesitamos hoy asumirnos plenamente como profesionales de la esperanza, de la esperanza sin optimismo porque no hay motivos para ser optimistas pero sí hay razones para seguir queriendo un mundo y un país mejor y pensando que su construcción es posible[/pull_quote_right]

En este sentido tiene toda la razón el filósofo vasco al afirmar que la educación es un acto de coraje que no admite a personas cobardes y recelosas. La educación hoy más que nunca requiere de valor, de coraje, de pasión y de convicción y esto no puede identificarse con el optimismo, al menos no puede ni debe identificarse con el optimismo que se nos vende hoy en el mercado de los gurús de la superación personal, los medios de comunicación y las redes sociales.

Porque como afirma Eagleton el optimismo es una suerte de astigmatismo moral que deforma la realidad para adecuarla a nuestras tendencias o expectativas naturales y por ello no resiste la crítica objetiva, se niega a ser refutado por los hechos puesto que se alimenta a sí mismo.

No, diríamos refutando a Savater, los educadores no pueden, no deben ser optimistas. Los educadores deben ser profundamente realistas, cargar con la realidad en la que viven, encargarse de ella y formar personas realistas, capacitadas para hacerse cargo del mundo que les toca vivir, adaptándose a él de manera crítica y creativa, transformando sus estructuras y sus culturas para hacer probable la humanización.

2. La educación y la esperanza.

A diferencia del optimismo, dice Eagleton, “…la esperanza auténtica debe estar sustentada en razones…debe ser capaz de seleccionar las características de una situación que la hacen creíble…” Si no es así, se convierte en un mero presentimiento. La esperanza es una creencia sustentada en razones, una convicción o conjunto de convicciones que afirma que la realidad puede y debe cambiar para volverse más humana: más pacífica, más justa, más incluyente, más fraterna, más solidaria, porque existen razones de peso para sostener que esto es posible puesto que nace del deseo profundo de todos los seres humanos que buscan su realización y desean la de los demás.

La esperanza es la creencia sustentada de que otro mundo puede ser posible a partir del esfuerzo y el trabajo organizado y cooperativo de personas, grupos y sociedades que van concretando  de manera progresiva a través de prácticas particulares, estructuras institucionales y desarrollos culturales, las condiciones de posibilidad en la justicia para que todos vivan con dignidad y puedan realizar sus proyectos de felicidad.

La esperanza es falible, dice también Eagleton, mientras que el optimismo no lo es porque es una forma de alegría temperamental que incluso cuando los hechos resultan contrarios a sus aspiraciones puede mantener el entusiasmo intacto. Por esta característica, quien tiene esperanza necesita ser tolerante a la frustración, persistente en los esfuerzos a pesar de los fracasos o las etapas de retroceso o estancamiento de las cosas y muy creativo para ir modificando sus estrategias conforme la realidad le va enfrentando a nuevos problemas.

El mundo actual, el país que hoy vivimos no son escenarios propicios para el optimismo ni espacios para dejarnos llevar por este astigmatismo moral. El mundo actual y el país que hoy vivimos requieren de esperanza y más específicamente, conforme al título del libro de Eagleton, de esperanza sin optimismo.

He citado varias veces en esta Educación personalizante la definición de Xabier Gorostiaga del educador como el profesional de la esperanza. El mundo de hoy y el México de estos tiempos corruptos y violentos requiere más que nunca de los educadores entendidos desde esta perspectiva.

Los educadores necesitamos hoy asumirnos plenamente como profesionales de la esperanza, de la esperanza sin optimismo porque no hay motivos para ser optimistas pero sí hay razones para seguir queriendo un mundo y un país mejor y pensando que su construcción es posible.

Para lograrlo, resulta indispensable enfrentar el reto de sustentar la esperanza –encontrar las razones que la fundamentan y seleccionar las características que en esta situación la hacen creíble- y de organizar la esperanza –construir las líneas estratégicas que pongan en movimiento la esperanza y construyan trabajo cooperativo a partir de ella-.

Cobardes y recelosos, abstenerse.

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Autor Lado B
Juan Martín López Calva
Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Realizó dos estancias postdoctorales en el Lonergan Institute de Boston College. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, del Consejo Mexicano de Investigación Educativa, de la Red Nacional de Investigadores en Educación y Valores y de la Asociación Latinoamericana de Filosofía de la Educación. Trabaja en las líneas de Educación humanista, Educación y valores y Ética profesional. Actualmente es Decano de Artes y Humanidades de la UPAEP, donde coordina el Cuerpo Académico de Ética y Procesos Educativos y participa en el de Profesionalización docente..
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