Tengo un amigo que se llama Phil. Si le preguntas sobre su origen se complica todo y dice que Francia, pero Bélgica, pero Francia. Por eso, además del francés, habla flamenco, aunque ya se le anda olvidando, de tanto hablar español e inglés y alemán.
Si su mamá les hablaba en flamenco cuando eran chiquitos él y su hermana —hace úuuu— era el acabose: ya se estaban portando demasiado mal, nos cuenta, cuando andamos ahí parrandeando. Es que si va allá por Montpellier a ver a su famille, a veces nos trae chocolates, galettes… pomos. Ese es otro acabose. Uno de esos pomos se llama(ba) “Pera prisionera”: de cuento de hadas.
Gracias a él aprendí el alegre verbo que da título a esta entrada: picoler. Se pronuncia “picolé”.
“Á picoler!”, dice, mientras te mira directamente a los ojos como un regañito con la copa en alto: “Se tiene que mirar a los ojos cuando se brinda, si no, no vale”.
En estos momentos en que Francia es noticia, tanto por el atentado desdeñable de hace unos días como por sus elecciones, recuerdo además mi primera vez en ese país, y cuánto regocijo me dieron los jardines de la Fondation de Coubertin, los quesos de Saint Rèmy, las cervezas de Bonnelles, el aprender el significado de “l’apéro” (otro bello concepto relacionado con el chupe) allá por Picardy, donde en una fiesta familiar abrieron en honor a “la mexicana” una botella de un tequila raro con una pequeña serpiente dentro. ¿Los franceses son “mamones”, dice? Repase sus falacias.
“Á picoler”, dice el amigo Phil, sólo se usa de modo informal: es algo así como “chupar” o “pistear”, justo lo que hacemos cuando le da por hacerle de DJ y poner estas rolas clásicas francesas: blues, rocanrol, bossa, reggae, más blues. De todo hay en la viña del señor, y si es francés, un poco más. A la salud de la France y del Phil. Á picoler!
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