Lado B
El arduo trabajo del amor (2): sociedad y especie
La educación en el amor y para el amor requiere por tanto del impulso de la inteligencia consciente
Por Juan Martín López Calva @m_lopezcalva
20 de febrero, 2017
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Martín López Calva

@M_Lopezcalva

«La fraternidad amante y la inteligencia consciente son las fuerzas vivas de la humanidad»
Edgar Morin. Método II. La vida de la vida, p. 515.

[dropcap]L[/dropcap]a semana pasada dediqué este espacio de Educación personalizante a reflexionar acerca del amor como un trabajo arduo que tiene como puntos de llegada –y no como condiciones a priori- la compatibilidad y la identificación. El tema de la educación en y para el amor se centró en el amor de pareja dado que se publicó un día después de la celebración cada vez más arraigada en México del llamado Día del amor y la amistad. 

Sin embargo la educación en el amor y para el amor no es exclusivamente un asunto de formar personas capaces de construir relaciones amorosas o de amistad inteligentes y responsables, sustentadas en esta perspectiva -que ilustré a partir de la entrevista y el artículo del filósofo inglés Alain de Botton– que trasciende y alerta sobre el riesgo de la idea romántica del amor que nos fue heredada del siglo XIX y que seguimos alimentando a partir de nuestro consumo de libros, películas hollywoodenses y telenovelas. 

Educar en el amor y para el amor implica también la dimensión social y planetaria puesto que como afirma Edgar Morin somos simultáneamente individuo, sociedad y especie. El amor es un trabajo arduo que nace de este ser “homo complexus” y se dirige hacia la construcción de una pareja, una familia, un grupo cercano de amigos pero también hacia la edificación de una sociedad fraterna y de una comunidad humana capaz de convivir de manera pacífica y solidaria en el planeta. Todas estas dimensiones del amor tienen que ser educadas si queremos contribuir desde el ámbito de la familia, la escuela y la universidad o desde los medios de comunicación masiva a la construcción de un mundo en el que valga la pena vivir, de un mundo al que podamos llamar humano.

La visión utópica del amor romántico que como afirma Botton es una “filosofía dura” que no ha sido de ayuda para nosotros, ha sesgado y de alguna manera dañado no solamente nuestra concepción del amor de pareja o de la amistad sino también nuestra perspectiva sobre el amor en el nivel social y planetario.

Porque de la misma forma en que las novelas rosa o las películas románticas nos han ido llevando a concebir la relación amorosa de pareja como un asunto casi mágico en el que uno se encuentra con la persona ideal, con la “media naranja” que está predestinada para ser nuestro complemento y a partir de ahí todo fluye hasta llegar al momento perfecto de expresión amorosa que congela para siempre la relación en una especie de paraíso terrenal, de la misma manera las novelas y el cine nos han llevado a idealizar la construcción de la convivencia social y planetaria como un asunto de lucha entre el bien –encarnado por el pueblo- y el mal –personificado por un pequeño grupo de villanos o mafiosos- en el que el bien siempre vence al mal.

En el caso de la dimensión social y global existe también la contraparte distópica en la que se nos presentan historias que llevan a la desmoralización total porque muestran que el pueblo es imperfecto, ingrato y violento y la mayoría de las veces no sabe lo que quiere y termina destruyendo a quienes luchan por él o bien que los líderes sociales llegan siempre a corromperse al acceder al poder y acaban oprimiendo a la gente que se supone que lucharon por liberar.

Las dos caras de esta moneda del romanticismo social y planetario nos han hecho también mucho daño porque han impedido que lleguemos a construir una comprensión sana de la vida social que está sumida siempre en la tensión entre el principio egoísta y el principio altruista que se mueve en todas las personas, grupos y organizaciones.

De este modo nos encontramos hoy en el país en la decepción total respecto de la clase política y buscando encontrar líderes perfectos, generosos y desinteresados que no estén contaminados por intereses ni aspiraciones personales o de grupo y que busquen el bien del pueblo bueno, también visto como un ente homogéneo y puro, carente de defectos y egoísmos.

[pull_quote_right]La educación en el amor y para el amor requiere por tanto del impulso de la inteligencia consciente para la construcción de una visión compleja y realista del compromiso social y de la solidaridad con la especie humana más allá de romanticismos simplificadores que llevan regularmente a visiones moralistas y maniqueas que dividen a la población entre buenos y malos, héroes y villanos, clase política mafiosa y ciudadanía virtuosa.[/pull_quote_right]

Esta visión romántica ingenua del amor social conduce a muchas decepciones porque alienta y empodera a personajes –políticos, periodistas, analistas, líderes sociales o empresariales- que se ostentan como estos mesías sin mancha que van a salvar al pueblo bueno de ese grupo de villanos que lo tienen sometido. Estos personajes pueden estar incluso convencidos de su amor incondicional a ese ente ideal llamado pueblo al que quieren salvar porque han crecido en la cultura del romanticismo social o bien pueden ser personas con una ambición de poder y una inteligencia política capaz de construir deliberadamente este personaje para ganar el apoyo de las mayorías.

Dice Edgar Morin: “La subjetividad comporta de este modo, la afectividad. Por ello el sujeto humano está consagrado potencialmente al amor, a la dedicación, a la amistad, a la envidia, a los celos, a la ambición, al odio. Se cierra sobre sí mismo o se abre según la fuerza de la exclusión o la de la inclusión”. (Edgar Morin. Método V. La humanidad de la humanidad, p. 84)

Para trascender la visión romántica y la ingenuidad respecto al amor a la sociedad y a la humanidad es necesario que comprendamos al ser humano desde el tejido de afectividad que constituye su subjetividad y media todas las relaciones intersubjetivas, partiendo de la perspectiva compleja que afirma al ser humano como potencialmente capaz de amor, dedicación y amistad pero también de envidia, celos, ambición y odio. Porque toda persona o grupo humano es al mismo tiempo capaz de cerrarse en sí mismo o de abrirse a los demás según la fuerza de inclusión o de exclusión que predomine en la estructura social.

De manera que no existe ese ente idealizado románticamente llamado el “pueblo bueno”, sino el colectivo de los seres humanos comunes que se mueven entre el egoísmo y el altruismo, entre la solidaridad y la discriminación, entre la capacidad de amar a sus semejantes y la de odiarlos hasta su exclusión o eliminación.

Es por ello que el asunto del amor a la sociedad y del amor a la humanidad es también un arduo trabajo que no parte de la compatibilidad y la empatía perfectas sino de la convicción de que es necesario para vivir humanamente establecer relaciones de diálogo horizontal y fraterno mediante las cuales puedan irse procesando los desacuerdos y articulando las ideas y aspiraciones diversas para construir unidad en la pluralidad, para llegar a ser “lo menos incorrectos” unos para otros y construir los espacios, las estructuras y la cultura necesarias para que todos puedan, desde una base de justicia común, acceder a la construcción de sus proyectos de felicidad y realización.

En sus diez preceptos sobre el complejo social, Morin (Método V. La humanidad de la humanidad, pp. 220-222) habla de que la autoridad coercitiva no basta para mantener a la sociedad unida sino que es necesario construir comunidad. La comunidad comporta para las personas, dice el pensador francés, sentimientos vividos de solidaridad y amor, de ese amor que se va construyendo en el trabajo arduo y no del amor romántico que parte de la idealización de los demás y de una falsa compatibilidad.

Es así que las fuerzas de antagonismo, disociación y ruptura de la organización social y la comunidad humana se ven continuamente compensadas “…por fuerzas de amor en el seno de la sociedad civil”, fuerzas que contribuyen a mantener la religación entre todos los miembros de la sociedad humana.

La educación en el amor y para el amor requiere por tanto del impulso de la inteligencia consciente para la construcción de una visión compleja y realista del compromiso social y de la solidaridad con la especie humana más allá de romanticismos simplificadores que llevan regularmente a visiones moralistas y maniqueas que dividen a la población entre buenos y malos, héroes y villanos, clase política mafiosa y ciudadanía virtuosa.

Inteligencia consciente que impulse la fraternidad amante desde una visión del amor social y planetario como una cuestión de trabajo arduo, permanente y nada fácil de vivir. Fraternidad amante que dirija el esfuerzo de la inteligencia consciente hacia la construcción de una verdadera comunidad humana local, nacional y global. Estas son las dos grandes dimensiones de la tarea que implica educar en el amor y para el amor en sus dimensiones social y planetaria. Una tarea urgente en este México aún atrapado en el círculo vicioso de la decepción y el romanticismo respecto a lo político.

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Autor Lado B
Juan Martín López Calva
Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Realizó dos estancias postdoctorales en el Lonergan Institute de Boston College. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, del Consejo Mexicano de Investigación Educativa, de la Red Nacional de Investigadores en Educación y Valores y de la Asociación Latinoamericana de Filosofía de la Educación. Trabaja en las líneas de Educación humanista, Educación y valores y Ética profesional. Actualmente es Decano de Artes y Humanidades de la UPAEP, donde coordina el Cuerpo Académico de Ética y Procesos Educativos y participa en el de Profesionalización docente..
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