Lado B
La calidad del desaparecido: México y Centroamérica
La historiadora Elena Salamanca se pregunta: si ‪#‎AyotzinapaSomosTodos‬, ¿cuándo en México dirán ‪#‎CentroaméricaSomosTodos‬?
Por Lado B @ladobemx
19 de octubre, 2015
Comparte
Foto: Tomada de El Mundo

Foto: Tomada de El Mundo

Cada vez que una fosa clandestina aparece, un abismo se abre bajo nuestros pies. Aquí, en México o Centroamérica, la fosa está llena de cadáveres que serán reconocidos por la memoria o suprimidos de la historia oficial

Elena Salamanca │ El Faro

@Landsmoder │@_ElFaro_

Fred ramos para el faro

Esta es la ropa que una mujer salvadoreña llevaba el día que fue desaparecida. Fue encontrada en el interior de un cañaveral. La imagen fue registrada por el fotógrafo Fred Ramos y pertenece a la serie «El último atuendo de los desaparecidos», que ganó el World Press Photo en 2014. Puede ver la serie completa aquí.

Mirar hacia la movilización social por la desaparición de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, México, permite mirar y ojalá emular mecanismos de solidaridad y de exigencia de justicia. Pero también permite encontrar la paja de ese ojo ajeno: los centroamericanos que desaparecen en México son indolentemente olvidados. ¿Ser el otro es el problema? Si ‪#‎AyotzinapaSomosTodos‬, ¿cuándo en México dirán ‪#‎CentroaméricaSomosTodos‬?

Escribo este texto para abordar dos cuestiones, dos preocupaciones: la calidad que el Estado asigna al desaparecido en Centroamérica y México y la calidad que el Estado y el imaginario mexicano otorgan al migrante centroamericano desaparecido en México. Aunque México y su ciudadanía nos den un ejemplo honorable de solidaridad y exigencia de la justicia, el asunto cambia cuando se trata de extranjeros, de foráneos, de extraños.

Por supuesto, hay excepciones, como los casos emblemáticos de solidaridad del Padre Alejandro Solalinde, el movimiento de las Patronas y el movimiento de Nuestra Aparente Rendición. Pero el asunto sigue concerniendo a la calidad, ese término colonial que está presente en nuestras prácticas cotidianas.

La calidad del desaparecido

Los latinoamericanos se han unido al reclamo desgarrado por Ayotzinapa. Los 43 jóvenes normalistas se han convertido en el desafortunado paradigma de las desapariciones de ciudadanos. Pero la comunidad internacional no se unió antes -con el mismo impacto e insistencia- al reclamo por la búsqueda de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez ni a los migrantes asesinados -en su mayoría centroamericanos- en San Fernando, Tamaulipas.

Hay en estos casos una cuestión de calidad -origen, raza, color- del desaparecido. Origen, raza y color no son ya categorías válidas en nuestro tiempo, de hecho, nos ofenden, derivan en la discriminación. Pero en el imaginario colectivo centroamericano y mexicano, la cuestión de la casta y la calidad siguen presentes; son perennes.

México y Centroamérica viven en varios estratos del tiempo que se compactan en el presente. En este sentido y a pesar de Modernidad y Posmodernidad, la región se encuentra instalada en el Antiguo Régimen.

Siempre he creído -y lo he sostenido en mis clases- que en El Salvador, y quizá en México y toda Centroamérica, se vive entre el siglo XXI y el siglo XVIII, en una especie de estrato compacto en el que pasado y presente conviven indistintamente en prácticas cotidianas que nos trasladan a la mentalidad colonial.

La calidad, en estos casos, no consiste en ser, sino en lo que los otros -Estado, instituciones- quieren que seamos. La calidad califica en tanto es descalificante, excluye, construye un monstruo o un enemigo.

En México, la calidad de los estudiantes de Ayotzinapa -jóvenes, de origen indígena, de escasos recursos- ha servido para dar una vuelta de tuerca al imaginario mexicano, esa calidad tan precaria es la que ha humanizado, empatizado y ha causado indignación y movilizaciones masivas. En Centroamérica, la calidad asignada a los desaparecidos -jóvenes en su mayoría, estudiantes, de escasos recursos- ha cumplido a cabalidad la construcción del enemigo, no ha logrado empatizar, sino, al contrario, ha estigmatizado.

Y precisamente ahí, en esa bisagra anclada entre el periodo colonial y sus sociedad estamental, nos encontramos cuando miramos hacia la calidad del desaparecido.

Hace dos meses, asistimos a la tardía respuesta del Estado mexicano frente a la desaparición de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero. Ese estado pertenece a la perfieria de México, su capital, Chilpancingo, no aparece en afiches turísticos y tampoco destaca en la historia regional -a diferencia de Acapulco, claro-. Ahora sabemos que en ese estado, el gobernador hizo capturar a 43 muchachos de entre 16 y 19 años y para luego asesinarlos y desaparecer sus cuerpos. Fácilmente. La versión oficial, y poco concluyente, de la Procuraduría General de la República es que los estudiantes fueron entregados a sicarios, quienes los asesinaron y posteriormente les prendieron fuego. La conferencia, dictada bajo la gélida voz del procurador Jesús Murillo Karam, presentó imágenes de huesos calcinados. Asistimos al horror. Murillo Karam, narrador de una película de terror del cine de oro mexicano, solicitaba: «Por favor, no dejen de ver las imágenes».

El Estado se colocó al nivel de periódicos mexicanos como «El gráfico» (especialista en mostrar cadáveres junto a mujeres en bikini, en su portada) pero eso no fue lo alarmante. La alarma se encendió cuando el funcionario declaró que «Iguala no es el Estado mexicano». Lo que zanja la discusión más pertinenete quizá para estos días: ¿Qué es México, qué es el Estado mexicano, quiénes son los mexicanos, o cuáles son los mexicanos legítimos? La perspectiva de Murillo Karam coloca al mexicano en una cuestión de calidad, casi a la usanza del concepto colonial.

[quote_box_right]El Limbo es el espacio en el que podemos situar a los desaparecidos: Son ciudadanos, pero han perdido sus garantías; no son muertos aún y, aunque estuvieran muertos, si no han sido reconocidos como tales por la ley y por su familia no estarán muertos nunca; no habrá entierro. No hay duelo[/quote_box_right]

El problema de la calidad no es exclusivo de México. Las declaraciones descalificatorias de Murillo Karam me recordaron de inmediato la respuesta de Manuel Melgar, cuando en 2010 era ministro de Seguridad de El Salvador. Entonces, declaró sobre las desapariciones y asesinatos de los estudiantes de institutos públicos. Su respuesta fue: «Si [las madres] no quieren que les maten a los hijos, que les paguen colegios privados».

Devastador. Cínico. Pero lo que la declaración –que vi en el Noticiero Hechos de canal 12– dejaba claro era la calidad de los jóvenes asesinados y desaparecidos: no eran ciudadanos aún por su edad –no tenían DUI– pero tampoco eran valiosos o previstos como ciudadanos por su condición de pobreza y su educación pública.

En Honduras, el periodista Daniel Valencia encontró la misma indolencia. De hecho, se encontró con un eufemismo: «Los desaparecidos son individuos que para el Estado están extintos y por lo tanto no importan», escribió en su crónica. Leyó usted bien: extintos

Las tres declaraciones en estos tres países son políticas: no todos somos importantes para el Estado, nuestra vida no vale lo mismo.

Las desapariciones -ya sean por grupos criminales o por el mismo Estado- representan para estos gobiernos una especie de limpieza social. Los modelos juveniles que presenta la oficialidad son trabajadores y clasemedieros, estudiantes y emprendedores. Nunca empobrecidos. Nunca en el límite. La movilidad social no es ya una cuestión del Estado; de hecho, ese estancamiento social justifica la desaparición y la indolencia pública.

Centroamérica en México
Honduras burla la bestia
Honduras burla la bestia Imagen compartida por el secretario privado del Presidente de México, en la que se burla de los migrantes hondureños que cruzan el país en el tren conocido como «la bestia».

#AyotzinapaTodosSomos dice el hashtag más usado de los últimos meses. Lo somos por diferentes razones, entre ellas porque no somos «el Estado mexicano» de Murillo Karam, porque somos otros, esos otros de la Ayotzinapa simbólica.

En México, desaparecen centroamericanos –sobre todo hondureños– a diario, y no he oído aún decir #CentroaméricaTodosSomos. Y aunque la solidaridad mexicana sea loable y mire hacia Ayoztinapa, no mira hacia afuera, ni al afuera más próximo, el de la tragedia centroamericana. ¿Quién va a querer ser centroamericano en México? Ni siquiera en hashtag.

En agosto de 2010, 72 migrantes aparecieron asesinados en San Fernando Tamaulipas.Eran desaparecidos hasta la confirmación de su muerte. Habían salido de Ecuador y Centroamérica, cruzaban México para llegar a Estados Unidos. Fueron asesinados por los Zetas.

No hubo disculpa del Estado mexicano ni de los Estados de origen. En una entrevista en canal 33 de El Salvador, el entonces ministro de Relaciones Exteriores, Hugo Martínez, se resumía el caso así: «Hermano salvadoreño, no migres, aquí puedes ser feliz». Qué horrible. La declaración, que según el funcionario llamaba a la solidaridad, en realidad desenmascaraba el cinismo. Un país que producía 15 personas asesinadas al día era un lugar para ser feliz. Un Estado que no garantizaba los derechos más básicos hablaba de bienestar; el discurso llamaba «hermanos» a quienes el Estado había expulsado, escupido.

Ninguno de los gobiernos de México o de los países de Centroamérica se responsabilizó por las muertes. El primero, por criminalizar la migración, el segundo por enviar a la muerte a sus ciudadanos. En México, los centroamericanos mueren o son desaparecidos a diario. Fosas clandestinas en Chiapas o Veracruz son sus últimas moradas.

El año pasado, el presidente de México Enrique Peña Nieto visitó Honduras, el país con mayor número de migrantes indocumentados que cruza México rumbo a Estados Unidos. En la cobertura  mediática no se mencionó el tema de la migración; en junio de este año, el secretario particular del Peña Nieto se burló de la selección hondureña que participaba en el mundial de fútbol: en su cuenta de Twitter colgó la imagen de unos hondureños sentados sobre un avión: mojados, ilegales. La imagen fue bajada después de recibir críticas y el funcionario dijo no se disculpó: «Mi cuenta fue hackeada», publicó. 

En el siglo XX, México se caracterizó por recibir a exiliados que huían de crisis y dictaduras políticas: recibió a los republicanos víctimas de la guerra civil española, en la década de 1930; refugió a suramericanos y centroamericanos que huían de las dictaduras militares y del terrorismo de Estado entre 1970 y 1980. Los recibió, los insertó socialmente, les dio calidad de asilados o refugiados, los respetó y dignificó. Pero ahora México es país refugio y país fosa común.

Esta semana, la caravana de madres centroamericanas llegó a Juchitán, Oaxaca, en búsqueda de sus hijos en la fosa común de la localidad. Cuando llegaron a la fosa, encontraron un basurero y una escritura «NN», cuerpos no identificados. 

No es lo mismo que un mexicano desaparezca en México a que un centroamericano desaparezca en México. La calidad que el sistema mexicano otorga a los migrantes centroamericanos no alcanza las garantías de los derechos humanos. Ni siquiera desparecer en el país de origen da la dignidad de la desaparición, es decir, activa un dispositivo de búsqueda.

De México a Centroamérica, el desaparecido deja simplemente de existir y esa desaparición, del sistema social y jurídico, implica dos caminos: la búsqueda o el olvido; casi siempre el camino más fácil es el del olvido.

El Limbo

Altar de muertos cnn
Altar de muertos para los estudiantes asesinados en Ayotzinapa y otros casos que aún gozan de impunidad. Imagen extraída del reportaje de CNN que puede ver aquí.

El Limbo -como estancia de los no bautizados, sin posibilidad de redención a pesar de sólo tener un pecado, el original- fue suprimido por la Iglesia católica en 2007. Queda, sin embargo la figura y el lugar simbólico que aparece en la literatura. Y el Limbo es precisamente el espacio en el que podemos situar a los desaparecidos: Son ciudadanos, pero han perdido sus garantías; no son muertos aún y, aunque estuvieran muertos, si no han sido reconocidos como tales por la ley y por su familia no estarán muertos nunca; no habrá entierro. No hay duelo.

El Limbo de los desaparecidos es la alegoría de un sistema ineficiente, que no puede siquiera garantizar la vida de quienes están -por un pacto social- bajo su amparo.

La desaparición, dentro o fuera de los países de origen, es un abismo del sistema de justicia. En Medicina legal de El Salvador, por ejemplo, muchas personas colocan fotocopias con información y fotografías de sus familiares desaparecidos. Los familiares esperan reconocerlos al menos en la morgue, pero no todos los cadáveres llegan hasta las morgues. Las fosas clandestinas afloran -en una terrible metáfora de la muerte- en El Salvador, México y el resto de Centroamérica.

En muchas universidades mexicanas se pasa a diario la lista de los 43 normalistas desaparecidos. Son 43 muchachos que representan a los más de 20 mil desaparecidos -42 mil indican otras cifras- de los últimos dos sexenios.

Me pregunto dos cosas: Si en Centroamérica pasáramos la lista de los desaparecidos durante las guerras y las posguerras, ¿cuántos días tendríamos que repetir «Ausente»?; si los mexicanos pasaran la lista de los migrantes desaparecidos en su territorio, ¿cuántas voces se unirían a una lista que va en aumento?

Si sólo lo que se nombra, lo que se enuncia, existe, ¿cuándo los Estados nombrarán a sus desaparecidos? Nombrar es una forma -simbólica- de hacer volver.

*

Esa fosa clandestina es un abismo tan grande que ya no se abre bajo nuestros pies, simplemente vivimos en ella.

[quote_box_left]Publicado originalmente en Los Blogs de El Faro. Se reproduce con la autorización de la autora.[/quote_box_left]

Comparte
Autor Lado B
Lado B
Información, noticias, investigación y profundidad, acá no somos columnistas, somos periodistas. Contamos la otra parte de la historia. Contáctanos : info@ladobe.com.mx
Suscripcion