Lado B
Viven en la incertidumbre víctimas de masacre
Una trampa mortal los esperaba a la altura de San Fernando, Tamaulipas. Un retén de criminales que secuestró a todos los pasajeros
Por Lado B @ladobemx
13 de septiembre, 2015
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Eva Nohemí Hernández Cerrato se cansó de malabarear para encontrar empleo fijo en Honduras, se despidió de sus tres hijos y se fue a buscar ingresos a los Estados Unidos. En el camino coincidió con Wilmer Antonio Núñez Posada, un paisano suyo recién deportado que deseaba volver a California para acompañar a su esposa en el parto de su segundo hijo. En el mismo camión de redilas que se acercaba a la frontera de Tamaulipas con Texas iba Glenda Yaneira Medrano Solórzano, quien quería capitalizarse para estudiar para ser maestra.

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Marcela Turati | En el Camino

@periodistasapie

Una trampa mortal los esperaba a la altura de San Fernando, Tamaulipas. Un retén de criminales que secuestró a todos los pasajeros.

Lo que siguió es información conocida: El 24 de agosto de 2010 un grupo de marinos –guiados por un joven ecuatoriano malherido— llegó a un abandonado bodegón en medio de campos de sorgo. A la redonda, al pie de las paredes, encontró los cuerpos de 72 personas (58 hombres y 14 mujeres), con los ojos vendados, maniatados, tiro en la cabeza. Esta barbarie sería conocida como la Masacre de los 72 migrantes. Se responsabilizó del crimen a Los Zetas.

Desde esa fecha, en ataúdes sellados, desde México fueron regresados por tandas a migrantes a sus familias en Ecuador, Honduras, Guatemala, Brasil o el Salvador. Algunos de los masacrados fueron entregados en urnas, ya convertidos en cenizas, uno de ellos hasta India.

En agosto se cumplieron 5 años de la masacre y 11 de las víctimas permanecen en fosa común, sin ser identificadas.

Eva Nohemí fue la última migrante a la que se le devolvió la identidad: Apenas el 24 de julio de 2014 el gobierno mexicano la entregó a su familia, cuando ya operaba una Comisión Forense en la que la Procuraduría General de la República (PGR) acepta trabajar junto al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y organizaciones de víctimas de México y Centroamérica.

A cinco años de esa masacre, desde una provincia de El Salvador, Mirna, la mamá de Glenda Yaneira, sigue pidiendo una exhumación independiente del cuerpo que le fue entregado como su hija, pues desde el año 2010 duda que los restos que le entregaron en un ataúd sellado, que abrió a escondidas, fueran de ella.

En Tegucigalpa, Haidé Posadas, la madre de Wilmer Antonio, sigue esperando noticias de su hijo: su mochila y su cartera fueron hallados en la escena del crimen, junto a los 72 cuerpos; hace 5 años recibió una llamada de México que le anunciaba que él estaba entre las víctimas, pero nunca más volvieron a contactarla y sigue sin recibir el cuerpo.

Cinco años después, continúan las dudas con respecto a los hechos más fundamentales de esos asesinatos, los restos de 11 personas permanecen en la fosa común y un grupo de familias –representadas por la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho (FJEDD)—ha manifestado sus dudas de si recibieron los restos correctos.

No hay información pública sobre quiénes permanecen en la cárcel pagando por el crimen. El Estado nunca investigó al propio Estado por haber desatendido las alertas previas sobre los secuestros masivos de migrantes en ese municipio.

La masacre tampoco ha sido clasificada por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) como violación grave a los derechos humanos por lo que la información es mantenida como reservada. Esto lo señala la abogada Ana Lorena Delgadillo, directora de la FJEDD.

En 2014 y 2015 esta reportera viajó a El Salvador y a Honduras para entrevistar a familias que perdieron uno o varios miembros en esta masacre. Conoció a los niños huérfanos de Mirna y de Glenda que necesitan ayuda para continuar sus estudios. Estas son las historias que dan cuenta de que la tortura de los migrantes continuó después de la masacre.

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Haidé Esperanza Posada, espera infinita por su hijo Wilmer. Foto: Ginnette Riquelme.

El que nunca llegó

“Yo estoy en una incógnita todavía. El no apareció en los muertos ni he tenido noticias de él de ninguna forma”, dijo en agosto del año pasado doña Haidé Posadas. Su hijo Wilmer Antonio iba guiando a su sobrino Joan Adolfo y a dos amigos con los que este se había criado en la conflictiva colonia Planeta de Tegucigalpa, un barrio cercano al aeropuerto y controlado por Maras. Los cinco se iban reportando a casa desde el camino.

A sus 28 años Wilmer era el más experimentado de todos. Conocía la ruta y tenía prisa por regresar porque su mujer acababa de dar a luz en California y estaba sola con su hija de dos años. Lo habían deportado por no pagar una multa de tránsito.

Duró cuatro días en la casa materna. Tenía la vida cimentada en Estados Unidos a donde había migrado una década antes. Por eso, con su sobrino y los amigos de éste emprendió el viaje de regreso. Ese que pasó por San Fernando.

La primera información que Haidé tuvo es que su hijo, su nieto y los amigos estaban entre las víctimas. Recibió una llamada de cancillería para decirle que esperara a su Wilmer en el aeropuerto. Pero éste, a diferencia de los otros, nunca llegó.

Cuando pidió una explicación el cónsul de México, Marco García, le dio un número de teléfono para pedir información. Nadie le contestó.

“Yo regresé a lo del cónsul, me dijo que él no tiene nada que ver, que no es asunto suyo. Me dijo que mi hijo no está muerto porque no aparece entre los cadáveres que trajeron. Eso es lo peor, no sé nada. Yo le dije a ese cónsul que quería una visa aunque sea ir a México a investigar si quedó encerrado y me dijo que no”, dijo en la entrevista realizada en la casa de su hija, la madre de Joan. Acudieron también las mamás de los amigos.

A Haidé nadie le informó que en el bodegón fue hallada la cartera de Wilmer con su licencia de conducir, estampas de las vírgenes de Guadalupe, de San Juan de Los Lagos, y la Reyna de la Paz, y la foto de “una persona con un menor en brazos”. Esto consta en la descripción de la escena del crimen, elaborada por la procuraduría tamaulipeca, que esta reportera pudo consultar.

La mujer dice que “unos licenciados de México” le mandaron pedir papeles de su hijo para investigar su paradero y tramitarles una visa. Se las mandó aunque no supo quiénes eran, ellos tampoco volvieron a comunicarse. Su nuera contrató después un abogado que le pidió dinero para ir a Tamaulipas a indagar sobre su paradero y quien le informó que a su hijo lo tenían encerrado en una cárcel. No supo qué hacer con esa información.

La carcome la duda de si murió con todos y lo enviaron a fosa común, o si está vivo y lo tienen esclavizado.

En el diario La Prensa se publicó que Wilmer era uno de los coyotes. La criminalización de su hijo, le duele, entristece y la ha dejado sin dormir. “Mi hijo nunca fue coyote, no llevó más gente ni porque les pagaran. El se los llevó por la misma amistad”. Poco después fue advertida de que unos hombres rondaban su casa, pensó que eran Los Zetas que venían por ella.

En 2012, cuando cambió el gobierno mexicano, cambió el cónsul. El reemplazante no la atendió. “Me dijo que ya no podían hacer nada porque los casos quedaron en el pasado. El problema es que al día de hoy qué pasó con mi hijo”.

Muestra una foto de su Wilmer, un joven que trabajaba en la construcción. En esa carga a su niña de dos años vestida de tigre. Se llama Chelita, la bebé que no aparece en las fotos se llama Suley.

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Glenda, recuerdos de amor. Foto: Marcela Turati.

“No sé si es ella”

En Libertad, un pueblo a una hora de San Salvador, la señora Mirna del Carmen Solórzano Medrano muestra la foto que ilustra el recorte de un periódico. En esta se ve una hilera de veinteañeras presentadas a la prensa como miembros de Los Zetas. Señala a una de ellas, la que está hasta el fondo, una joven largirucha, delgada, de nariz afilada, a la que apenas se le logra distinguir algo del perfil. Dice posiblemente ella sea su hija Glenda Yaneira Que su hija no está muerta, que podría estar en una cárcel mexicana confundida entre delincuentes, o es víctima de explotación sexual, pues pudo haber salvado su vida por bonita.

Para las autoridades mexicanas y salvadoreñas, el caso de Glenda Yaneira ya está cerrado. Es el cuerpo convertido en momia que recibió Mirna dos semanas después de la masacre en un ataúd sellado. Sin embargo, a cinco años de la tragedia Mirna aún duda si realmente enterró a su hija mayor. Nadie le explicó a la familia cómo se determinó que esa momia que le enviaron. Nadie le facilitó el expediente donde se describe el cadáver.

Confiesa que su familia incumplió la orden del gobierno mexicano de no abrir el ataúd, y al alzar la tapa se toparon con un bulto dentro de una bolsa blanca con un zíper. Al bajar el cierre encontraron el estropeado cuerpo.

“Me quedé viendo y pienso: ‘Qué raro, no es’. Lo que estaba ahí era como una masa, sin cabello, y mi Glenda tenía su cabello largo, no como ese. Se le miraban los dientes. Como que le echaron cal a todo, como una momia blanca, sin pelo”. En ese momento Mirna dio por cerrada la discusión: “Mi sentir de madre me dice que no es”. A pesar de eso enterró el cuerpo.

Una corazonada de madre –reforzada por los sueños que ha tenido una vidente de su iglesia—le dicen que su hija no es la que le entregaron.

Como única documentación recibió una hoja en la que se leía: Glenda Yaneira Medrano Solórzano muerta a balazos en la brecha de San Fernando.

Glenda Yaneira salió de El Salvador cuando tenía 23 años. Iba a alcanzar a su papá que la esperaba en Estados Unidos. Odiaba que Mirna se subiera por las tardes a los camiones a vender comida para pagarle los pasajes para que pudiera continuar sus estudios de maestra. No quería ser una carga. Por eso decidió partir.

En su ranchito, cerca de una granja industrial procesadora de pollos, Mirna muestra las fotografías ampliadas de su única hija mujer y que aún considera desaparecida. Enseña también un papel donde se leen algunas de las irregularidades que notó en el proceso de identificación del cadáver y que refuerzan sus dudas. Entre estos destaca que a las cinco horas de haberse hecho el examen de ADN en la cancillería de El Salvador, la funcionaria Paula Figueroa le mintió diciéndole que la prueba resultó positiva. Es imposible tener resultado en menos de un par de semanas.

En su último viaje a México el año pasado Mirna insistió tanto con su caso que logró que le permitieran el acceso a Servicios Periciales de la PGR donde le mostraron un cuarto lleno de cajas de cartón donde se conservan las prensas de los 72 migrantes. La caja 46 contenía el DUI (identificación oficial salvadoreña) de Glenda que supuestamente fue hallada en la escena del crimen. No le aclararon si estaba tirada en el piso o entre la ropa de alguno de los muertos.

“Siempre he dicho que tengo mis dudas porque a la fecha nunca me entregaron algo que fuera de ella, ni ropa ni fotos del cuerpo. Ya fui 3 veces a México, en PGR abrieron una caja de cartón donde tenía el DUI de ella. ¿Si no hubiera ido a México cuándo me lo hubieran entregado? ¿Por qué se lo guardaron? Dicen que tienen unas molares del cuerpo que me entregaron, pero ¿cómo sabré de que cadáver son esos morales sueltos?”, se pregunta con razón.

Proceso ha documentado en varias ediciones y en un reporte especial de la semana pasada, las irregularidades en la identificación de los cuerpos de l masacre de los 72 migrantes en San Fernando y las fosas del año siguiente.

Espera su turno para que la Comisión Forense, en la que participa el Equipo de Argentino de antropología Forense (EAAF) junto con PGR y una red de organizaciones de familiares de víctimas de México y Centroamérica, para que haga la exhumación y de su veredicto.

“Sabemos que en la PGR tuvieron muchos errores, entregaron cuerpos que no eran, sabemos que en Honduras los ataúdes traían objetos, no eran cuerpos y no nos dejaron ver los cuerpos que nos entregaron. Llevo dos años pidiendo la exhumación. Si me hubieran entregado fotos yo hubiera aceptado la realidad, pero ¿cómo voy a confiar si no tengo evidencias de que es mi hija? Por eso estoy pidiendo que la exhumación la haga el Equipo Argentino porque en ellos hay confianza. Tengo derecho a saber la verdad y a no vivir con la duda. Hasta que sepa si ella es la que está enterrada la daré gracias a Dios y aceptaré”.

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Elida y José, padres de Eva Nohemí. Foto: Ginnette Riquelme.

La última identificada

Eva Nohemí salió de Honduras el 4 de febrero de 2010. Tenía 26 años y tres hijos que hoy tienen 12, 10 y 6 años. Se había cansado de hacer talachas para mantener a su familia ya sea cortando el pelo o vendiendo comida, lociones, manualidades o billetes de lotería. Había emigrado dos veces, pero nunca había corrido con suerte para cruzar a los Estados Unidos.

Regresó a casa adentro de un ataúd cuatro años después. Y llegó por casualidad.

“El último día que habló fue ese sábado 21 de agosto de 2010 a las 8 de la noche. Después de eso nos dimos cuenta de la masacre. Mi hija mayor le hablaba y ella no contestaba. Teníamos sospecha de que podía estar muerta porque siempre preguntaba por nosotros, si estábamos bien, si cómo estaban los cipotes (los niños)”, relata José Genaro Hernández, el padre de Glenda, sembrador de yuca, hombre de 77 años y 32 hijos y 45 nietos. Sentada a su lado se encuentra Élida Yolanda Cerrato, su esposa, mujer con la que parió sus seis últimos hijos.

La pareja habla con una misma entonación de predicador de iglesia. Son cristianos, lo hacen notar en todo momento. Esa misma fe los llevó a esperar en silencio el regreso de su hija.

En agosto de 2010 se enteraron de la masacre a través del programa Rojo Vivo. En cuanto vieron las fotografías que se divulgaron en la prensa reconocieron a su hija: “por el cuerpo, el pelo, el jean y la camisa negra sin manguita que se llevó allá”.

La madre muestra el recorte de un periódico que mostraba la fotografía de tres de las jóvenes masacradas. Una de ellas, de camisa negra y con el rostro mirando al piso, está adentro de un círculo que los padres trazaron en cuanto la reconocieron.

En las fotos de la masacre es notorio que las mujeres –a diferencia de los varones– fueron amarradas de manos por debajo de la entrepierna. Como si las hubieran hincado.

Con la imagen en la mano, el papá sigue explicando: “Como que Dios la puso de frente. Esta es. Tenía un tiro, tiene como sangre aquí, estaban maniadas así –y muestra las manos amarradas–. Fue una barbaridad lo que le hicieron, una maldad. Ellos no tenían pisto (dinero) por eso los mataron esos Zetas”.

“Ella era bien fotogénica, bien psicodélica”, añade la madre.

No dijeron a nadie del hallazgo. Sólo esperaron su traslado a casa. Su lógica fue sentarse a esperar: ¿Si ellos la habían reconocido a poco el gobierno hondureño no iba a reconocerla?

“Desde ese tiempo empezamos a esperar. Traían los cuerpos de allá y estuvimos esperando que iba a venir su cuerpo porque era ella. Pero su nombre nunca salía y venían otros cuerpos”. El último hondureño llegó en febrero de 2011.

En 2012 la familia recibió una llamada: una persona las citó en Tegucigalpa para hacerles la prueba de ADN. Fue gracias a que una de sus vecinas avisó a algún funcionario de gobierno que en su colonia vivía la familia de una de las víctimas.

“Esos dos años en espera de noticias yo decía ¿estará viva? Tenía esa posibilidad, pero no. Pasó tiempo y pasó”, dice la madre, y el padre agrega: “Yo tuve una revelación: Se cruzó un arcoíris de 3 colores. Señal de que iba a parecer esa cipota viva o muerta. Sentí que era una señal, me sentí comprometido a aumentar mi confianza, y así con el telefonazo de allá apareció ella”.

El 24 de julio de 2014 la familia recibió un ataúd con un cuerpo “disecado” y la explicación de que había recibido dos balazos.

[quote_box_left]Este trabajo forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations. Conoce más del proyecto aquí: enelcamino.periodistasdeapie.org.mx[/quote_box_left]

 

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