Lado B
MACARELAS (FRAGMENTO DE NOVELA)
Iván Farías
Por Lado B @ladobemx
26 de junio, 2015
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Iván Farías

Desde la ventana de su habitación podía ver el parque de Tlaxcala, bello como una pieza que se resguarda desde hace años sin apenas cambios. En el centro había un kiosco amplio donde de vez en cuando sonaba una orquesta ejecutando danzones, a su alrededor varios frondosos árboles moviéndose bajo el leve viento. No había ruido. Las pocas personas que a esa hora de la noche, las diez, deambulaban por el centro, platicaban en sosiego en los cafés que ya se preparaban para cerrar.

Diego recordó a su papá. Lo vio sentado en una banca dando de comer a las palomas mientras le explicaba cómo funcionaba el mundo. Su papá siempre sabía la respuesta a todo lo que le preguntara. Cuando estaban en casa, iba por uno de los tomos de la gran enciclopedia y le mostraba la respuesta ahí. No había cosa que su padre no supiera gracias a ella.

—La gente compra la enciclopedia para adornar las paredes —decía el viejo—, pero yo sí la leo. Cuando muera podrás quedarte con esta, pero no te servirá porque el conocimiento avanza y seguro ya será obsoleta. Tendrás que comprar otra.

Diego nunca lo hizo. La enciclopedia se perdió poco a poco en las mudanzas hasta que solo quedó un maltrecho tomo que guarda en una maleta, como recuerdo de su papá, junto a unas fotos donde aparecen ambos listos para ir a jugar futbol.

Mariana dormía en la enorme cama de sábanas blancas que más parecían una nube. Tomó su cartera y el teléfono y se salió de la habitación. Ya no existía la antigua tienda de abarrotes donde su papá solía ponerse a platicar con el dueño, un viejo español que había emigrado hace años y que poco a poco fue haciéndose de su fortuna. Un Oxxo la había sustituido, pero, ¿qué tipo de plática podía hacerse con un chamaco granoso que trabajaba ocho horas frenteando productos de Bimbo?

Su papá y el viejo hablaban de vinos, de encendedores Zippo y de la calidad de las sardinas en aceite de oliva o de las macarelas. De vez en vez de la liga española y de jamones.

Quería fumar, no lo hacía desde hace mucho. Entró al Oxxo y le pidió al encargado un paquete de Alas verdes.

—No tenemos, le dijo el muchacho.

—Seguro tampoco tienes macarela, ¿verdad?

—No sé qué sea eso.

—Es un pescado que se vende enlatado, como el atún. ¿Tienes?

—No. Sólo atún.

Diego salió de ahí y caminó hacia el parque. Un taxista se le emparejó.

—¿A dónde lo llevo jefe? —gritó desde dentro del auto un tipo de no más de veinte años, delgado y con sonrisa vivaz.

—A ningún lado.

—Conozco todo por acá. —dijo sin amilanarse—. Si quiere fiesta, sé dónde hay.

—No gracias. —Diego siguió avanzando mientras el taxi lo seguía.

—Hay chicas y… chicos. No se apene. Yo seré una tumba.

Diego detuvo su marcha. Volteó a ver al muchacho y se acercó a la ventana.

—¿Entonces eres un empresario que tienes extensión de marca? Ofreces el viaje y el objetivo.

—Algo así, jefe.

—Vamos a ver si eres tan efectivo. ¿Dónde se consiguen Alas verdes? —El taxista soltó una risotada.

—En la tienda de don Simón. Es allá arriba. —El tipo señaló hacia el techo, pero en realidad se refería a la punta de uno de los cerros. —Él fuma de esos. Dice que no tienen químicos.

Diego abrió la puerta de atrás y se subió al auto.

El vehículo dio la vuelta en el parque, tomó por un par de callecitas y luego entró en una empinada callejuela rodeada de frondosas buganvilias. Esa parte de la ciudad parecía haberse detenido en el tiempo. El conductor miró el espejo retrovisor.

—Si necesitas algo en Tlaxcala me lo pides a mí. —Dijo el taxista ofreciéndole una tarjeta con un número celular. Diego la vio. Era un pedazo de papel común y corriente con un número a tinta negra.

—¿Y cómo te llamas?

—Manlio Tlapale, pero todos me dicen “El Sonrisas”. —Diego lo vio por el espejo retrovisor y de inmediato se dio cuenta del porqué del apodo. Su cara parecía tener una mueca permanente de felicidad.

—Así que eres el guía del infierno.

—Algo así, —se ufanó “Sonrisas”. —Comencé a trabajar de noche porque en el día se gana menos. Así comencé a conocer a todos los que viven en la oscuridad, dillers, prostitutas, rateros. Uno va afinando el colmillo. Por ejemplo, usted es fuereño, seguro es policía.

—‘Na, no lo soy. Vine de vacaciones.

—Pero algo así. —Avanzaba lento por una pendiente pedregosa. El sitio era muy bonito, rodeado de árboles y con casas de amplios patios a ambos lados. Algunas ventanas lucían encendidas, otras no. Algún ladrido de perro en la lejanía.

—Fui custodio. Nada más.

—Lo sabía. Si quiere podemos ir al Quinta Avenida, ahí hay chicas y está bien tranquilo.

—No, no busco sexo.

—¿Drogas? Puedo llevarlo a conseguir lo que quiera.

—Ya te dije qué es lo que quiero. Unas Alas verdes.

Se detuvieron en una casita que tenía un pequeño local. Sonrisas bajó del auto, no sin antes poner el freno de mano, pero dejando el motor prendido. Diego observó desde su ventana cómo el muchacho pedía los cigarros, pagaba y salía con ellos. Tráete un six de cervezas, le gritó. Sonrisas regresó, trajo un paquete de Modelos y luego fue al auto.

—No te di para pagar.

—Se cobra al final. ¿A dónde vamos? Conozco a una amiga que es madre soltera. Se ayuda de vez en cuando recibiendo visitantes. Es morena, delgada, de buenas formas, guapa. Yo le llevo a gente que conozco. Es muy exigente, solo personas de fuera, buenos hombres. Cómo usted.

—Y tú recibes un porcentaje.

—Siempre recibo un porcentaje. Uno debe ser un negociante. Nunca ser ambicioso, solo saber negociar y así se sale bien librado.

—Guarda a tu amiga para otra ocasión. Lo que quiero es hablar, vamos a un lugar donde podamos beber esas cervezas.

—Yo solo hago los contactos, no vaya a creer… —E hizo cara de niño juguetón.

—No soy puto. Quiero preguntarte unas cosas y tal vez acabemos siendo socios.

Sonrisas se puso feliz. Quitó el freno de mano y arrancó hacia un mirador. Avanzaron unos diez minutos en silencio, hasta llegar a la punta de otro cerro. Era una especie de estacionamiento con una pequeña capilla a sus espaldas y un barandal delante. Ambos bajaron del vehículo. Sonrisas tomó un par de cervezas, le dio una a Diego y otra la abrió él. La espuma escurrió de la suya.

—¿Qué tanto conoces la ciudad? —Preguntó Diego viendo hacia abajo. Las luces iluminaban por completo la traza de la urbe. Se podían ver las playas de estacionamiento de los centros comerciales, las principales calles con sus farolas amarillentas y de vez en vez un auto cruzando por ellas.

—¿La ciudad?, conozco todo el estado y lugares circunvecinos. Conozco todos los pueblos, ranchos y demás que hay por ahí.

—¿Y qué tal manejas?

—Como el diablo.

Diego lo observó por unos instantes midiéndolo con serenidad.

—Necesito un chofer que me lleve de un centro comercial a la salida a Puebla. De ahí ya sabré que hacer. No tienes que saber nada más, únicamente estar preparado. Te voy a pagar cien mil pesos por veinte minutos de trabajo. ¿Aceptas?

Sonrisas soltó una carcajada estruendosa.

—Muy pendejo si le digo que no.

—Una última cosa para cerrar el trato, ¿sabes que es una macarela?

Sonrisas se le quedó viendo extrañado.

—Es un pescado enlatado en el super, ¿no?

—Ya somos socios.

 

Iván Farías, Ciudad de México 1976: Es narrador y crítico de cine. Cuentos suyos han aparecido en El cuerpo remendado, Lados B, Bella y Brutal Urbe y Si está muerto, sonría, Emergencias, cuentos de jóvenes talentos mexicanos. entre otras antologías. Ha publicado cuentos y artículos en diferentes revistas y periódicos de circulación nacional en México como Reforma, La Jornada, Complot, Replicante, Gótica, Generación, Pez Banana, Letras Explícitas y Playboy. Además de múltiples revistas underground en todo el país. Ha publicado cuentos también en Estados Unidos y Chile.

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