Lado B
Lo no perdido después del tiempo
Antes de que viniera la gran inundación, antes de que las ciudades fueran burbujas inmensas flotando en los océanos, existió un lugar llamado México. Estaba en el continente Americano y era vecino de uno de los países que originaron la gran catástrofe. Los antropólogos dicen que en ese lugar, en un territorio llamado Puebla, se juntaron diez profetas del arte, quienes trazaron una Ruta Mística que los llevaría al origen del ser humano.
Por Samantha Paéz @samantras
26 de febrero, 2015
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Una crónica-sueño, una crónica experimento narrativo sobre «Ruta Mística», una revaloración de la noción del misticismo dentro el contexto latinoamericano actual a través de la reflexión de diez artistas que se presentó en marzo de 2014 en el museo Amparo.

Samantha Páez

@samantras

Antes de que viniera la gran inundación, antes de que las ciudades fueran burbujas inmensas flotando en los océanos, existió un lugar llamado México. Estaba en el continente Americano y era vecino de uno de los países que originaron la gran catástrofe. Los antropólogos dicen que en ese lugar, en un territorio llamado Puebla, se juntaron diez profetas del arte, quienes trazaron una Ruta Mística que los llevaría al origen del ser humano.

Se tuvo el precedente de que predicaron en otro lugar, en un lugar más al norte, cuyo nombre se registró como Monterrey. Allí comenzaron con su camino hacia el sur, al lugar donde los Ángeles dominaron a las serpientes que cambian de piel. En un templo, en un sitio de culto al arte, conocido como Museo Amparo, predicaron por 58 días, del 8 de marzo al 5 de mayo.

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Se dice que uno de los profetas creó al «Hombre de Maíz», su figura que era adorada siete noches antes del primer martes de la primera luna creciente de octubre.

Todo comenzó en 2008, los comerciantes de las once naves de un lugar llamado «Mercado de la Merced», donde se dice estuvo la antigua Tenochtitlán, estaban en guerra. Entonces llegó un profeta llamado Alfair Luna y les llevó al «Hombre del Maíz», las tribus de comerciantes por fin hablaron y acordaron separar las diez partes de la deidad para sólo reunirlas durante una procesión en la fecha indicada.

Según lo que se pudo recuperar del video de la primera procesión y de algunos documentos, cada una de las piezas del «Hombre del Maíz» se quedaba con las organizaciones del «Mercado la Merced», quienes envolvían las divinas partes en paños rojos o pedazos de tela conocidos como «paliacates» también rojos.

La procesión estaba conformada no sólo por los comerciantes, sino también por bailarines denominados «Huehues», que se cree provienen desde la época colonial del país antes conocido como México y representan la historia de la colonización de ese territorio por una tribu nombrada «españoles» o «gachupines». También participaban bufones o, de acuerdo a diferentes textos del siglo XXI, payasos.

Las primeras partes que eran recuperadas y bendecidas con incienso por una bruja o chamana eran los pies, luego las pantorrillas, posteriormente las piernas pegadas a la cintura, luego el tronco, los antebrazos y al final la manos.

Los que participaban en este ritual místico tenían que llevar estandartes con frases que promovieran la unión de los comerciantes o alabanzas al «Señor del Maíz». El evento era organizado por el «Mercado Mayordomo», que cada año cambiaba, para abarcar a los nueve mercados. El «Mercado Mayordomo» tenía el honor de atender al «Señor del Maíz» 365 días del calendario solar.

Los antiguos pobladores le atribuían al «Señor del Maíz» la capacidad de mantener en armonía a las tribus que conformaban el «Mercado de la Merced.

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En la gran catástrofe del 2568, se perdió el registro del códice «Tonalamatl» del escribano David Gremard Romero, quien nació en lo que antes era Estados Unidos. El códice, también llamado «Libro del Destino» o «Libro de los Días», era una interpretación de un códice aún más antiguo de origen Mexica o Azteca.

El «Tonalamatl», que tenía 60 metros de largo según un registro de 2014, tenía el poder de predecir el futuro, así como influenciar vidas o eventos. Le tomó tres años a David Gremard Romero terminarlo.

El códice llamaba a los días como hace milenios se hacía: mono, lagartija, pedernal, serpiente, movimiento, zacate, perro, lluvia, casa, muerte, zopilote, caña, agua, flor, viento, águila, venado, jaguar, conejo y caimán, con número que se cree se repetían hasta el infinito.

De algunas imágenes de tecnología digital muestran Dioses o personajes divinos con cabezas de loro (ave de plumaje verde), mapache, jaguar (felino de gran tamaño con piel dorada con motas negras), águila (ave grande que se cree devoraba serpientes, aunque en algunas otras interpretaciones tiene cabeza de serpiente), buitre (ave de carroña), lobo (canino similar al perro pero de mayor tamaño y salvaje), venado (animal parecido al caballo pero más pequeño, que lucía una cornamenta como ramas de árboles), murciélago (roedor volador) y conejo.

Las deidades tienen piel blanca, otras roja, negra, gris, azul o canela, se desconoce si representan las razas de hombre que había en el antiguo México o si son una mera interpretación del artista. Lo que sí es un hecho es que el dibujante tomó técnicas del graffitti y del cómic para hacer las representaciones.

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Se lograron rescatar varios huesos y tras un análisis científico riguroso se determinó que no eran orgánicos, aunque sí eran de proporciones comunes en ese entonces no estaban formadas por calcio sino por cerámica y un material arenoso llamado yeso.

Los primeros eran una impresión de cráneos de tamaño natural que se atribuyen a Gabriel de la Mora. El artista buscó hacer un retrato familiar que integrara a dos miembros muertos, su hermana que falleció casi recién nacida hacia el año de 1971 y su padre, que murió en 1993. Además de otros 15 integrantes vivos para el año 2007.

Para ello se tuvieron que hacer tomografías de los restos, en el caso de la hermana y el padre, así como de los parientes vivos, para imprimir los cráneos en tercera dimensión a escala real y peso real.

Los 17 cráneos fueron colocados de forma que se vieran como un retrato de familia, la tradición marcaba que los personajes principales deberían ir al centro, en la parte posterior los miembros de la familia más altos y adelante los más pequeños.

Existen otras versiones atribuidas al curador Gonzalo Ortega, éstas mencionan que la disposición de los cráneos asemeja a las ofrendas que hacían los antiguos mexicanos al pie de la pirámide.

La otra predicadora de los huesos era María García Ibáñez, española llegada al territorio antes conocido como México en busca de su verdadero origen, aunque no lo encontró en la urbe desbordada que era Tenochtitlán o Distrito Federal, sino en tierras más rústicas llamadas Oaxaca.

Fue allí donde trabajó la cerámica para crear huesos, piedras y flores artificiales que para ella representaban el origen, la memoria y el tiempo. Se tiene registro de que con las vértebras, falanges y caderas estampadas, además de las costillas de colores, todas ellas a tamaño real, buscaba remitir a un enterramiento como se hacía milenios atrás, en la época denominada precolombina.

Los dibujos de cráneos o caderas que también son paisajes coloreados representaban el tránsito entre la vida y la muerte, una cuestión que preocupo a los aztecas antes de su colonización por los gachupines.

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Se halló después de varias exploraciones acuáticas una estructura que enlazaba dos enormes atrapa sueños, que según leyendas Navajo servían para ahuyentar a los malos espíritus y por tanto los malos sueños. Se supo que su creador, un artista llamado Santiago Borja, fundió un atrapasueños o «dream catcher» con el diagrama de la Personalidad del famoso sicólogo de los siglo XIX y XX, Carl Jung.

Borja buscaba fundir la artesanía o el objeto ritual de la tribu Navajo, la cual se cree que era mexicana, pero por extrañas razones de intercambio el territorio donde habitaban pasó a manos de Estados Unidos, con el símbolo de la modernidad que representaba en el siglo XX el diagrama de Jung. A esta pieza le llamó SELF/Jungcatcher.

Sobre otra tribu de las denominadas amerindias, se cuenta que el aprendiz de chamán Gabriel Rossell Santillán intentó revivir a varios entes que vivían en mil 400 objetos rituales de la tribu Huichol, cultura que vivió en la costa del Pacífico mexicana, de las primeras en desaparecer con la gran inundación.

Los objetos fueron secuestrados por el etnólogo alemán Konrad T. Preuss en el siglo XX, para ser llevados al Ethnologisches Museum de Dahlem, en la ciudad de Berlín. Cuando el imperio Nazi avanzó, los trabajadores del lugar ocultaron los objetos enterrándolos en los alrededores.

Después de múltiples bombardeos por parte de los aliados, grupo formado por muchos de los responsables de la gran inundación de 2568, las piezas quedaron contaminadas y cuando las desenterraron fueron confinadas para que nadie las tocara.

Unos 50 años después Gabriel Rossell pidió a dos de sus maestros chamanes que examinaran esas piezas rituales, para ver si en un ritual podían entablar un diálogo con los seres que las habitaban. El ritual se hizo, pero no podía ser visto por las personas que no participaron en él, a menos que se viera reflejado en obsidiana o el espejo donde sólo se refleja lo divino.

El resultado fue, según las historias de quienes llegaron a ver el video reflejado en obsidiana y que luego se encargaron de hacer correr la leyenda, que los objetos estaban vacío, los seres se habían muerto o se fueron a habitar otros sitios.

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Como hoy se adoran los árboles, los habitantes de la tierra antes de la gran catástrofe adoraban a la planta llamada Ceiba. No se les ponían ofrendas de agua, como ahora, pero se les cuidaba buscando alguna clase de protección por parte del árbol ahora extinto.

En Colombia, un artista llamado Mier Lagos, hizo su propio altar dedicado a la Ceiba al cual bautizó como «Cuarto menguante». En el centro de museos y galerías instaló varios retoños del árbol, invitando a los visitantes a que se llevaran uno. También les advirtió que las ceibas eran gigantescas y que necesitaban un gran espacio, sino se las cuidaba bien dejarían de protegerlos.

También instaló unas pantallas donde se proyectaban videos de cómo la ceiba convivía con el entorno dominado por automóviles de combustión interna y depredadores como Carrefur, una gran cadena de tiendas de autoservicio.

Mientras en la ciudad de Cali las autoridades no se atrevieron a tirar una ceiba que estaba en medio de una avenida, lugar donde circulaban los vehículos de combustión interna, en Valle de Cauca se cometió un ecocidio al derribar un enorme árbol para construir un centro de comercio, la única consecuencia que tuvo el parásito fue el linchamiento de mediático, donde las palabras fungen como proyectiles.

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El profeta Marcos Castro habló de un animal mitológico que ayudó a fundar la Tenochtitlán, el águila-serpiente mística. La antigua leyenda azteca dice que la tribu fundaría su ciudad en el sitio donde hallaran a un águila devorando una serpiente. Pero Castro asegura que no hubo tal, que fueron varias águilas y varias serpientes, las que estuvieron en la fundación de la gran ciudad. Ellas decidieron dejar de pelear y unirse para crear el símbolo que acompañaría a los mexicas y mexicanos: el águila-serpiente .

Antonio Pucar, proveniente de más al sur, de otro lugar igual de místico que la Tenochtitlán, el Perú, hizo de sus propias manos un altar para adorar a sus ancestros, quienes manipulaban la miel y la cera de animales diminutos llamados abejas. Pucar predicó en tierras lejanas a las suyas, mucho más al norte y al occidente, en Alemania. Allí les llevó los fuegos con que se enaltecía a los Dioses, los fuegos que se decía eran artificiales pero sí llegaban a quemar su piel morena cuando se los ponía de armadura.

Uno de los elegidos, Pedro Reyes, creó una figura en piedra tallada, parecida a un atlante, a la cual colocó pequeños ojos, cabellos, narices y bocas que tuviera la función, como decía el artista del renacimiento Pico della Mirandola, «meditar, admirar y amar la grandeza de la creación de Dios», pero que a su vez tenga la capacidad de transformarse como sí mismo lo desee.

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Autor Lado B
Samantha Paéz
Soy periodista y activista. Tengo especial interés en los temas de género y libertad de expresión. Dirigí por 3 años el Observatorio de Violencia de Género en Medios de Comunicación (OVIGEM). Formo parte de la Red Puebla de Periodistas. También escribo cuentos de ciencia ficción.
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