Lado B
Trabajo, cosa de niños (1er lugar Reportaje)
De Hugo de la Cruz. 1er lugar en la categoría Reportaje, del Premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo en Puebla
Por Lado B @ladobemx
09 de octubre, 2014
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Este trabajo obtuvo el 1er lugar en la categoría Reportaje, del Premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo en Puebla 2014. Fue originalmente publicado en El Mundo de Tehuacán

Hugo de la Cruz Sánchez

@reportero19

No es África pero parece. Junto a César e Isaías sólo hay cubetas y una polea de madera rústica de la cual tiran para sacar lodo de un pozo inoperante en Tehuacán, agresivo por ratos.

Para estos dos niños el trabajo no es alternativa, es una obligación que debe cumplirse si quieren estar bien en casa.

¿Y no vas a la escuela? -No, pa’ qué-, dice César en tanto frunce el ceño y hace como que sigue trabajando. Y es que la educación para estos pequeños es un tema prohibido, de esos que no se hablan en sus casas porque hasta da coraje.

Sabedores de las necesidades en sus hogares, César e Isaías apoyan desde hace un mes en las labores de construcción del colector pluvial en su primera etapa.

César y su pata bendita

Tiene 16 pero parece de 12 años, a su corta edad ya sabe lo que es tomar mezcal y quedarse, según él, “bien pedo”. Nunca tuvo la oportunidad de ir a la escuela, de hecho nada más puede escribir su nombre; leer ni se diga.

Muy de madrugada, a eso de las 04:00 horas, su madre, una mujer de cabello negro y muy largo deja la cama para encender la leña con que cocinará el itacate de César y su padre.

Sagrario es madre de seis hijos, cuatro de ellos ya ‘juntados’ con sus respectivas mujeres. Esa es la cotidianidad de Chilac, un pueblo en donde los hombres trabajan para sus matrimonios, ofrecen el sustento, aunque sea poco, y los fines de semana regresan a casa alcoholizados casi por obligación; la mujer es un caso aparte.

Los otros dos hijos de Sagrario son César y Flor, y como es costumbre en esa comunidad de más de 12 mil habitantes, el varón sabrá, desde niño, lo que es el trabajo duro. Sus manos, llenas de callos, así lo delatan.

Lejos de la civilización, Doña Sagrario busca todavía que sus dos hijos menores no tengan tantas carencias. Al pie de una loma tiene su casa, una vivienda en donde el aire se cuela por las rendijas y la comida tiene un menú muy singular, una pata de res llena de sal que cuelga del brasero. Todos los días Sagrario hierve un caldo con esa pata que desde hace 13 días provee alimento a su familia.

Aquí en Chilac los índices de educación son mínimos, cuatro de cada 10 personas asisten a la escuela y casi un 60% no logra concluir el nivel de secundaria. El INEGI estima que el número de universitarios es de apenas 7 por cada 500 habitantes. Del índice económico la información es nula.

Ya de camino al trabajo, generalmente de obra civil, César y su padre, Don Leo, apresuran al conductor de una camioneta con palabras altisonantes: “órale cabrón, no estás en tu pueblo”, grita Don Leo desde la batea mientras los demás se ríen. “Es que tenemos que llegar a las 8”, explica.

Chilac es de las pocas poblaciones en todo el país que aún preserva el “horario de Dios”, en la comunidad los relojes ni se atrasan ni se adelantan.

Desde que tiene memoria, Leodegario es albañil, su padre lo era y él se siente orgulloso de heredarle a César ese oficio. En su concepción no importan las carencias, la pobreza, el desánimo; eso es algo común, algo que inerte desde hace mucho tiempo vive bajo su techo.

La de César es una vida dura, trágica por momentos. Su rostro moreno y con rasgos étnicos muy notorios hacen de este chico un ciudadano vulnerable en la ‘vida cotidiana’, igual que la de muchos otros, agentes de un oficio callejero que nadie o pocos valoran.

Los trabajos en Tehuacán han servido para que César gane 80 pesos al día. Excavar en la tierra y hacer la revoltura de mezcla son, a veces, sus labores como albañil. Ora acomoda bloques de cemento, ora amarra varilla, y cuando no hay nada qué hacer, de plano va por las ‘cocas’.

Aunque es invierno, el calor de mediodía en esta zona semiárida del estado es por ratos insoportable. De ahí que César prefiera trabajar descalzo y sin playera, haciendo su quehacer todavía más ímprobo.

La rutina entre cemento y arena se vuelve tolerable cuando las risas y los insultos son lo mejor del día.

El colector pluvial de Tehuacán tendrá más de 20 kilómetros de tubería, la apertura de calles necesitó más de cuatro metros de ancho y más de ocho de profundo.

Desde adentro de una zanja, otros jóvenes le gritan a César algo que sólo él entiende.

«De por sí son reculeros», dice el joven apenado y sin dar más explicaciones.

Desde su nacimiento, César padece un estrabismo en el ojo derecho, de ahí las burlas de sus compañeros y una infinidad de apodos que impactan en su autoestima, aunque él diga que no es cierto. Hasta ahora ni DIF ni Sedesol tienen conocimiento del tema, lo que sí hay en él, es la esperanza de tener un ojito ‘bien’.

Apenas en noviembre del año pasado el gobierno del estado inició el proyecto de drenado pluvial en Tehuacán como parte del rezago de alcantarillado e inundaciones en al menos 15 colonias durante la temporada de lluvias.

Las galerías subterráneas que coexisten aún entre los rústicos suelos de San Nicolás Tetitzintla, hacen difíciles las tareas.

En dicha obra existe un pozo de cerca de 15 metros de profundidad en el que César sigue trabajando, sólo en short. Junto a él, unas sandalias de hule y un pantalón escolar que no sabe dónde lo consiguió su madre.

Aunque en su comunidad el catolicismo es el credo absoluto, César dice que nunca le gustó ir al catecismo. Sabe persignarse pero no reza ni el “Ángel de la guardia”. Sabe que Dios existe pero le tiene poco miedo.

Para este chico de 16 años su fe está la calle, en el dinero que puede conseguir semana a semana.

Las dos de la tarde de cada sábado se han convertido en su hora favorita. Formado en una fila entre más de 60 hombres adultos y jóvenes, espera ansioso recibir sus 440 pesos de salario. La mitad será para su madre, y con el resto, al menos ahora, pretende comprar un celular que vio en una tienda departamental con “pagos chiquitos”.

Para César esta es la vida, la vida en que quiere seguir, la que ven sus ojos y la que, dice él, “está chida”.

Foto: Hugo de la Cruz

Foto: Hugo de la Cruz

El ‘Chay’

Pero esa no es la única historia, igual que la de César está la de Isaías, otro pequeño de apenas nueve años que se reserva casi todo. Es distraído y muy continuamente regañado por los demás ‘chalanes’.

A diferencia de su amigo César, «Chay» como le llaman en la obra, tuvo que trabajar durante sus vacaciones porque no hay mayor opción que ir con su padre a buscar el sustento que mamá y hermanos esperan. Para él no hay entretenimiento, no hay televisor, no hay videojuegos ni mucho menos dulces qué comer.

El padre de este niño de casquete corto, robusto y con los dientes sumamente chuecos, es también alarife.

«Mi papá es el que les dice a los chalanes que hagan esto y que hagan lo otro. Ya sabe un chingo», cuenta el menor mientras de abajo del pozo –ahí donde esta César– le gritan que tire de la cuerda para sacar la cubeta. Él ni se aflige ni se indigna.

Isaías es el ejemplo de los niños trabajadores. Como él existen más de 15 mil pequeños, mujeres y hombres en esta ciudad sureña del estado de Puebla que tienen que laborar para ayudar en los ingresos del hogar.

Dice Chay que a él no lo regañan de venir a trabajar, «nos venimos tempranito y en la tarde nos regresamos pa’ la casa. Lo bueno es que nomás vivimos ahí en el centro».

Un yogurt para Natalia

Originarios del municipio de Alpetexi, Isaías y su padre, Don Francisco, viajan muy de mañana al centro de su comunidad en bicicleta para de ahí trasladarse en una camioneta a Tehuacán. El trayecto es el mismo de todos los días, un viento helado cuartea las mejillas del niño que solo se abriga con una chamarra que le regaló su padrino un Día de Reyes.

Chay es tímido, habla muy poco y se ríe de vez en cuando. Le gusta el futbol pero no puede ir a los partidos de su escuela, el deporte solo se practica los domingos por la mañana en las calles de tierra de su colonia.

Aunque no tiene una función en específico, este menor de nueve años de edad acude a la construcción del colector pluvial para ganarse algunas monedas. A veces 100 pesos son suficientes para compensar su trabajo.

“Cuando bien le va, 180 le damos”, dice su papá, un hombre que cree que la educación se termina con la primaria y que el trabajo debe ser lo más valioso en la vida.

Con los 100 pesos que Chay recibirá el fin de semana comprará queso y jamón para que su madre les prepare unas sincronizadas en un comal tiznado. Él recuerda cómo sus tías paternas –ahora inmigrantes en Estados Unidos– le preparaban quesadillas antes de salir a trabajar; desde entonces le gustan como a nada.

Pero además de su antojo, Chay tiene una misión especial, llevarle a Natalia, su pequeña hermana de cuatro años, un yogurt de fresa. Ese es el anhelo más grande para este par de hermanos que en su casa sólo tienen una televisión y un mini componente ya sin casetera en donde escuchan exclusivamente música banda y grupera. Al lado, una pila de discos del mismo género complementa la estampa.

La casa de estos niños es típica de Altepexi, uno de los municipios que ha mostrado mayor desarrollo en la región durante la última década. Su crecimiento poblacional es similar al de Chilac y una de sus principales actividades es la industria avícola y porcícola, además que de que la mayoría de los hombres han sido taxistas en sus inicios como trabajadores.

Cuando de trabajar se trata, parece que Chay está aún renuente, y es que a su corta edad ir a la escuela y ayudar a su padre durante las vacaciones no es lo que como niño espera.

“Llevo puro nueve en la escuela, la maestra le dijo a mi mamá que a lo mejor me daban un diploma”, dice Isaías muy orgulloso. Eso mismo le ha llevado a pensar que algún día quiere ser maestro, aunque su realidad parece contrastar.

Y llegadas las seis de la tarde, Chay recoge su mochila y la de su papá, polveado de la cara y con una resequedad en los brazos toma rumbo a su casa, ese lugar que huele a tierra mojada, a café de olla, a tortillas de mano.

César e Isaías. Isaías y César… Ambos menores de edad, ambos con los pies cuarteados de tanta humedad y una espalda quemada por el Sol incesante en pleno invierno.

Como otros muchachos ellos vienen desde municipios vecinos para los quehaceres de obra pública dispuestos en esta zona. Los trabajadores, en su mayoría albañiles de localidades cercanas, llegan en grupos de 10, 15 o 20, según sea el caso.

Es enero pero en las tardes el Sol quema como si fuera mayo, su espalda ya morena y hasta rojiza hacen notar la dureza de su actividad.

Para estos dos niños claro está que trabajar no se trata de un castigo, se trata de un condición natural que hacen los hombres desde pequeños en sus pueblos; más cuando se es pobres.

“El trabajo es duro, pero la necesidad todavía más”, se oye entre las calles de estas comunidades.

En tanto, la cubeta de estos dos hombrecillos seguirá bajando vacía y subiendo llena de lodo con piedras. Seguirán haciendo rutina como cualquier otro jornalero. Seguirán mirando la vida como casi siempre: faltos de expectativas y llenos de ignorancia, felices por un rato y tristes la mayor parte de su tiempo. Invisibles eternos de una miseria que se ve, se huele, se siente.

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