Lado B
Las fiestas que no terminan nunca, o la banda PLUR (2o lugar Crónica)
Hace mucho que los raves dejaron de ser clandestinos pero todavía conservan el estigma de ser orgías de drogas
Por Aranzazú Ayala Martínez @aranhera
10 de octubre, 2014
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Este trabajo obtuvo el 2o lugar en la categoría Crónica, del Premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo en Puebla 2014. Fue originalmente publicado en este portal el 22 de marzo del 2013

El primer rave en Puebla se llevó a cabo en una bodega ubicada cerca del VIPs de la Juárez, eran mediados de los 90s, el verano del amor inglés en donde se gestó toda la cultura rave, drogas de diseño y carita feliz (smiley incluido) se había terminado unos años antes pero la ola expansiva llegaba finalmente hasta la capital poblana. Y junto con esas primeras fiestas llegó también la idea de que son espacios en donde el consumo de drogas va atado irremediablemente a esa música hipnótica y repetitiva generada por máquinas. Casi 20 años después esas fiestas se siguen realizando en la ciudad.

Aranzazú Ayala Martínez

M. no sabía a dónde irían. Esa era la cosa, la aventura. Imprimió el mapa en casa de una amiga. Un croquis mal hecho que no reflejaba ni de cerca las distancias reales, apenas algunos trazos, indicaciones más bien vagas: tomar la autopista, cruzar la caseta de Amozoc, avanzar por espacio de media hora, al llegar una gasolinera con un OXXO a la derecha tomar el camino de terracería. Llegar hasta el casco de la exhacienda de muros color café, piedra ancha y porosa donde tendría lugar la fiesta era prácticamente un acto de fé, un salto al vacío con un papel impreso como única certeza.

Abandonado el asfalto de la autopista, la única luz para romper el silencio y la nada del paisaje –sólo pasto seco y unas cuantas casitas de cartón desperdigadas a lo largo del camino vecinal– era la de la enorme luna llena que acompañaba el recorrido.

Al llegar al sitio del encuentro la cosa no cambió demasiado. Casi no había luces salvo unas cuantas lámparas alargadas de neón entre azules y moradas que rodeaban el escenario y la mesa donde estaban los aparatos de los DJs. Algunas personas bailaban en el pasto y otras se perdían entre las sombras de un montículo que estaba del lado derecho del escenario, donde varias personas trataban de ignorar el frío de mediados de noviembre.

M. todavía no conocía a la banda de los raves. Pero esa noche entraría al mundo de los que no paran de bailar y usan sólo una playera ligera toda la noche. De los que no les importaba ni el frío ni el viento, de los danzantes que generalmente se paran frente a las tornamesas o laptops y le gritan cosas a los Djs como: “¡Súbeleeeee!”, “¡Pero sin miedooo!” o “¡ya reviéntale!”.

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El primer rave en Puebla fue a mediados de los noventas, en una bodega por el restaurant VIPS de la avenida Juárez, una de las arterias principales de la ciudad. Al otro día un periodicazo denunciaba “la terrible venta de drogas y el desenfreno de la juventud”. A la fiesta asistieron poco más de 700 personas, según recuerda Roni, DJ y productor mejor conocido como el Holograma en el mundo rave. Un año después organizó con su hermana y su mamá otra fiesta. Al día siguiente nuevamente hubo periodicazo acusando “la escandalosa venta de drogas” que se había dado en el lugar.

–Mi mamá estaba haciendo los smart drinks, y yo le pregunté, ¿a poco tenían drogas?, ¿no verdad?, pues no –y ríe recordando.

El Holograma, como le dicen desde que empezó a ir a las fiestas, acepta que los raves siempre han tenido una imagen negativa, alimentada por los prejuicios y la prensa sensacionalista.

–Desde los 90 siempre ha habido noticias malas, la escena siempre ha tenido ese estigma. Ahora en el 2000 los raves regresaron como más populares, como menos prohibidos –y la popularización de las fiestas de música electrónica es parte de lo que él considera un proceso normal.

–Es lo que le pasa a cualquier estilo de música que llegó para quedarse. Primero en los noventa era más pequeño, luego se empieza a hacer masivo y se enteran personas que sólo van a chakalear, a drogarse, a hacer feo sin que les importe realmente la música. Pero se ha ido depurando después de ese boom, se calman las aguas y la gente ya sabe bien qué pasa con la escena.

El Holograma tiene más de 30 años y un hijo de 14 , estuvo presente en el primer rave de la ciudad y a pesar de su ausencia de un par de años, tiempo que estuvo viviendo fuera de México, regresó a Puebla a seguir impulsando la escena electrónica. Dice que aunque las fiestas que organiza acaben más temprano quiere hacerlas “por las buenas”, con todos los permiso necesarios, para quitar el estigma que rodea a la escena electrónica.

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A M. le regalaron media pastilla de algo, era una tableta de color rosa pálido con puntos cafés. Dice que no le pegó mucho, que sólo le quito el sueño y le dio energía, pero no sintió la sensación de calor y bienestar y la pérdida de control de la quijada inferior que le dijeron que eran los efectos del éxtasis.

En el terreno donde se realizó la fiesta había mucho espacio para bailar y justo ese sábado hubo luna llena, pero le tocó la mala suerte de que se fuera la luz como por diez o quince minutos.

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Pum, y el apagón se viene encima. En seguida los gritos y los reclamos, los chiflidos, las mentadas de madre. Todos se quedaron paralizados como clavados al pasto. Muchos mirando fijamente el escenario de donde ya no salía música, sin saber qué hacer.

Cuando el sonido regresó también cambiaron los DJs –los que estaban tocando que venían de Bélgica ya no quisieron terminar– y todos siguieron bailando y saltando, M. se fue a sentar. Aunque hacía bastante frío, apenas rebasando los dos grados, el puesto donde se vendían cervezas estaba lleno.

Regresó el audio. Boom. Boom. Boom. Eran más de 200 las personas que en un recuadro de pasto del tamaño de una cancha de básquet que brincaban y zapateaban. Unos se besaban en las casas de campaña. Otros estaban escondidos en los baños platicando y escapando del frío. En la esquina izquierda seguía el valiente sin camisa que no dejaba de zapatear frente a la bocina.

La noche pasó muy rápido. De repente ya estaba saliendo el sol por una de las esquinas de los muros. Entonces descubrió a la banda de la mañana: los que duermen y llegan recién bañados y desayunados. Listos para fiestear hasta que se vuelva a meter el sol. O a los que van sólo de after de algún otro lugar, todos con lentes oscuros y casi sin abrigarse.

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A pesar de que los raves estuvieron prohibidos oficialmente en todo el Estado de Puebla durante la administración del ex Gobernador Melquiades Morales, se siguieron (y siguen) haciendo. Ya no son masivas como a principios de siglo, cuando la ciudad era sede de fiestas gigantescas como el Tierra Mágica, que se realizó cerca de la laguna de Valsequillo, y que conjuntó a más de ocho mil personas de todo el país y colocó a Puebla en el radar nacional de la banda raver.

El 2 de octubre de 2002, luego de varios periodicazos en los que se hablaba de la fiestas raves como orgías de drogas, se publicó un comunicado en varios medios locales, titulado “Se prohíbe en Puebla eventos musicales rave”, que establecía tres cosas:

  • que los organizadores no tenían los permisos ni autorización de las autoridades competentes.
  • que no existían las condiciones suficientes para garantizar la seguridad e integridad física de los asistentes.
  • que estos eventos eran propicios para el consumo de bebidas embriagantes y estupefacientes.

En respuesta, el jueves 3 de octubre apareció en el suplemento semanal Subterráneos que publicaba en el periódico Síntesis, un desplegado de los jóvenes poblanos, que consideraron la prohibición como un acto de intolerancia, criticando principalmente el tercer punto: “Si se prohibiera los eventos que son propicios para el consumo de bebidas embriagantes y estupefacientes, simplemente no habría fútbol, toros, desfiles, bailes populares, en fin, no habría eventos masivos.”

“Son drogadictos”, dice tajante la mamá de M. Y lo dice convencida. La idea es una constante desde que leyó el artículo “Los raves y las drogas”, en el periódico de la iglesia a donde iba, ocho párrafos que hablaban de la perdición de las drogas y de la música electrónica, conceptos que para el autor son inseparables.

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Todo lo que M. había escuchado de los raves era malo. Drogas. Drogas. Más drogas. Jóvenes anestesiados. Menores de edad atrapados por el trance de tambores día y noche en contra de su voluntad. Alguna vez su madre le contó que uno de sus alumnos le dijo que los raves se hacían en bodegas, se cerraban las puertas y nadie podía entrar ni salir. “Cuando llegaban a la fiesta los drogaban, les daban drogas en la entrada y no los dejaban salir hasta el otro día. De tan drogados que estaban se orinaban en sus pantalones y ni cuenta se daban”.

Pero cuando M. fue a su primer rave, la noche fue lo que pasó más rápido y por primera vez estuvo en el amanecer en una fiesta. Como la mayoría se puso a perseguir los rayos del sol conforme se iban acercando al pasto. Con la luz podía ver las caras de todos. Las de ojos hinchados. La de los que se acababan de despertar. La de los que no podían ni hablar. La de los que se acercaban al puesto de memelas para comer. Había muchos más que acababan de llegar con lentes oscuros y menos abrigados, obedeciendo a la costumbre común en los raves de llegar frescos en la mañana y ahorrarse el frío de la noche, siempre alegando que la mejor música la ponen en el line-up –los dijeis programados– al otro día.

En uno de los involuntariamente jocosos segmentos del noticiero más visto de México se difundió en 2012 un video donde entrevistaban a un joven organizador de raves, que hablaba de las drogas sin control y la clandestinidad. La voz sensacionalista de Joaquín López-Dóriga está lejos de ayudar a la tranquilidad de los padres de familia: “Señora, ¿usted sabe a dónde van sus hijos? Los raves, las fiestas sin control.” Y esa, la que describe Televisa, es la imagen más difundida de la música electrónica en México.

Aunque en muchos de los raves sí acaban hasta después del amanecer y sí hay gente drogada, no es obligatorio o un requisito que se consuman drogas. Y aunque la gente sigue creyendo que las fiestas son clandestinas, son pocas las que pueden ser catalogadas de esa manera. Según la RAE, clandestino es algo “secreto, oculto, y especialmente hecho o dicho secretamente por temor a la ley o para eludirla”. Si bien en sus inicios la esencia de los raves era esa clandestinidad, ahora la mayoría pagan los permisos legales, especialmente los más grandes donde vienen a tocar artistas internacionales de otra manera se corre el riesgo de que llegue la policía y cancele el evento.

La mayoría de la gente tampoco está enterada  de que en Puebla, al menos una vez al mes, hay una fiesta relativamente grande, con artistas nacionales e internacionales y toda una producción detrás. Pero que no sepan no significa que en la cuarta ciudad más grande de México no se realicen. En un universo de millón y medio de habitantes, sin contar toda la zona connurbada y municipios aledaños, también hay productoras como Indalo Records, liderada por Holograma, que se dedica a organizar fiestas y a apoyar principalmente a los talentos locales.

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En sus comienzos, los ravers tenían como lema cuatro siglas formando la palabra PLUR (Peace, Love, Unity, Respect). Actualmente muchos se quejan de que se ha perdido esa escencia.

C. ahora vive en España. Fue profesora universitaria en Puebla y asistente frecuente a los primeros raves de la ciudad (a los que dejó de ir incluso antes de que los prohibieran). Cuando organizaba fiestas, dice, lo más importante era que la gente estuviera a gusto, que pasara un rato memorable. “Que la gente fuera amigable, que entre extraños se conocieran, al final terminabas saludando a la banda que siempre circulaba por las fiestas”, y esa es una característica muy peculiar. Ya sea por grupos de amigos, por géneros, por productoras, la banda de la fiesta se conoce. Están los más fresas, los más chakas, los que siempre están “hasta la madre”, los que no se meten nada, los que desde antes de que empiece la fiesta ya están tirados y los que son amigos de la comunidad.

Entre ellos está E., por ejemplo, uno de los más fiesteros. Lo suyo es el trago, y aunque se queda hasta después del final de cada rave entre semana es un papá responsable que cría él solo a su pequeño de cinco años, y se queda jugando con él en casa si no hay nadie que lo cuide cuando hay reven.

La mayoría de las personas que van a un rave lo hacen por invitación de amigos. B, por ejemplo, amiga de M. tenía 14 años cuando fue a su primera fiesta, una de las masivas que se hacen en el Estado de México con más de diez mil personas, y dice que desde ese momento se enamoró de la música. “Desde ahí, cuando escuche el psycho, ya empecé a ir… Si ya llevo como ocho o nueve años yendo a las fiestas”, dice riéndose y abriendo los ojos, sorprendida de que casi un tercio de su vida la ha pasado metida en esas largas fiestas.

Pero no todos se meten algo la primera vez que van a un rave, y hay otros que nunca. Como A., de 27 años, que trabaja como consultor en una empresa y le encanta el psychodelic trance. En promedio consume dos o tres cervezas y no para de bailar, dice que por el frío es mejor no dejar de mover las piernas. Hubo un tiempo en que iba casi cada fin de semana a las fiestas acá en Puebla, pero ahora ya no. Y es porque muchas de las personas que van a fiestear no tienen tanto tiempo libre, pues la mayor parte son estudiantes y otros más –sobre todo los DJs y organizadores– tienen otros trabajos: diseñadores, cocineros, profesores, investigadores, artesanos.

***

Cerca de las de las diez y media de la mañana M. y sus amigos decidieron que era buena hora para irse. Todavía quedaban unas 30 personas aferradas a la música y al baile, pero M. y sus dos amigos ya estaban cansados. Llegaron hasta el otro lado de la ciudad y fueron a comer algo, después se separaron porque al otro día tenían exámenes –se acercaban los finales de semestre–. A M. le contaron que la fiesta terminó como hasta las dos de la tarde del domingo, pero para ella eso ya era demasiado. Al otro día había que reintegrarse a la rutina de despertar temprano.

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Autor Lado B
Aranzazú Ayala Martínez
Periodista en constante formación. Reportera de día, raver de noche. Segundo lugar en categoría Crónica. Premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo Puebla 2014. Tercer lugar en el concurso “Género y Justicia” de SCJN, ONU Mujeres y Periodistas de a Pie. Octubre 2014. Segundo lugar Premio Rostros de la Discriminación categoría multimedia 2017. Premio Gabo 2019 por “México, el país de las 2 mil fosas”, con Quinto Elemento Lab. Becaria ICFJ programa de entrenamiento digital 2019. Colaboradora de “A dónde van los desaparecidos”
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