Lado B
Casa encefálica
Un intenso y prolongado dolor de cabeza puede trascender mucho más allá de las sienes: puede destruir la paciencia, resquebrajar los afectos, transformar una familia. Este periodista argentino relata los devastadores efectos de la migraña sufrida durante años por su esposa
Por Lado B @ladobemx
10 de octubre, 2014
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Imagen tomada de este sitio.

Claudio Weissfeld | El Malpensante

@malpensante

Llego de trabajar a las siete de la tarde. Es enero y todavía hay sol. Dejo el portafolios y saludo a Francina que me cuenta algo que le pasó a Michu, a Pepe o a no sé cuál otro muñeco.

[quote_left]Se quita el pañuelo. Los ojos cerrados. “Entorná la puerta –me ordena, sin saludar–. Me molesta la luz”.[/quote_left]

Le digo que ahora vamos a salir a pasear y enfilo hacia la habitación. Abro la puerta. El mundo volvió a derrumbarse. Ahí está R, tirada en la cama, con las luces apagadas y las persianas bajas. Tiene un paño frío sobre los ojos y una mueca de tristeza que le deforma la cara. Un Droopy sin ironía. Se quita el pañuelo. Los ojos cerrados. “Entorná la puerta –me ordena, sin saludar–. Me molesta la luz”.

Sé lo que viene después: el lamento, las lágrimas y el llamado a Osde para que mande un móvil. Vendrá un enfermero con un maletín parecido a una caja de herramientas. Mientras prepare la jeringa le va a preguntar desde cuándo tiene las cefaleas (desde octubre de 2011), si ya tomó algo (sí… ibuprofeno, Migral, acetazolamida, diariamente, en forma alternada). Y entonces le van a pedir que se acueste boca abajo y le inyectarán calmantes endovenosos. Por lo general, un coctel de clonazepam y Klosidol, aunque también pueden sumar al mix otros ansiolíticos. R dormirá hasta la mañana siguiente, cuando el infierno vuelva a amanecer.

Su caso no es excepcional. Se calcula que un 5% de la población general sufre de cefalea diaria y, en este grupo, casi el 80% son migrañas crónicas (la migraña es el tipo de cefalea más común). Pero hay más de 40 tipologías y son muy complicadas de diagnosticar. De hecho, muchos de los que la sufren mueren sin saber exactamente qué fue lo que les partió el cráneo durante toda su vida. “Es una búsqueda”, me dirá más adelante Nicolás Dawido-wicz, un amigo y médico clínico.

Lo que tampoco es excepcional es mi caso: los que vivimos con quienes sufren estos dolores de cabeza intensos y prolongados sufrimos nuestro propio calvario, en el que se mezcla la impotencia, la bronca y la culpa. Soy un bombero sin agua frente a un fuego eterno.

[quote_right]Se calcula que un 5% de la población general sufre de cefalea diaria y, en este grupo, casi el 80% son migrañas crónicas (la migraña es el tipo de cefalea más común). Pero hay más de 40 tipologías y son muy complicadas de diagnosticar.[/quote_right]

Puedo llegar a la caricia que no cura, a la frase de aliento que no levanta el ánimo. Puedo ir a Farmacity todos los días a comprar remedios, a la farmacia Vasallo a buscar su homeopatía. Puedo bajar a abrirle la puerta al enfermero de Osde, que me da la mano y esgrime un poco creíble “que se mejore pronto”. Pero no más que eso. Dejo la depre en la habitación y me pongo la sonrisa. “Francina: vamos a pasear”.

Nick Nolte versus los dolores

Todo esto empezó hace más de dos años. Esos dolores de cabeza leves y esporádicos se instalaron con fuerza y definitivamente la noche del 23 de octubre de 2011. La fecha no tiene ninguna explicación. Simplemente ocurrió esa noche. Porque sí.

Tal vez no sea casual que en esa época R tuviera un pico de trabajo en la empresa familiar. Se acercaba Navidad, la época más laboriosa para cualquiera que se dedique a la industria del juguete. Ella manejaba desde Saavedra hasta Paternal y en los semáforos respondía mails desde su Blackberry. Llegaba a la fábrica con la bandeja de entrada en cero.

Desde entonces consultamos (si la cuenta no me falla) a cuatro oftálmologos, seis médicos clínicos, tres neurólogos, dos neurooftalmólogos, dos osteópatas, un homeópata, un alergista, un profesor de yoga y un chino en Belgrano que le dio yuyos horribles que funcionaron durante un tiempo hasta que se perdió la magia. Yo la acompañé a muchos de esos médicos. Sus padres la acompañaron a otros. A algunos, fuimos en familia. Muchos de ellos estaban fuera de la cartilla de la obra social y llegaron a cobrar hasta 1.200 pesos la consulta. No nos importaba: no hubiésemos tenido problema en hipotecar la casa con tal de comprar salud.

Las tardes en que había que llamar al móvil de Osde con sus shots endovenosos fueron las peores. Hubo cuatro o cinco veces que debimos recurrir a ese extremo. El resto de los días, las llamas del infierno ardieron con diferentes intensidades.

Al principio me envalentoné: sería el héroe de clase media de las películas norteamericanas. El Nick Nolte que decide ponerse la familia al hombro, unir al grupo y luchar contra el mal.

Para diciembre de 2011, la Navidad pasa a segundo plano: R deja de trabajar y se hace una batería de estudios: análisis de sangre, tests oculares, tomografías y radiografías. Después de analizar los resultados, el doctor Freue llega a una conclusión. Lo bueno es que descarta tumores y problemas cardiovasculares (o sea que la cefalea es benigna). Lo malo es que diagnostica hipertensión endocraneana. ¿Qué es eso? Que tiene demasiado líquido cefalorraquídeo (lcr) en el cerebro y eso genera una presión que termina en migrañas. Anticipa un tiempo de medicamentos fuertes, como la acetazolamida, un diurético que disminuye el nivel de lcr. Y nos dice que debemos postergar el proyecto de un segundo hijo. Además, ordena llevar a cabo una punción lumbar que tiene lugar el 23 de diciembre a las once de la noche y cuesta 4.000 pesos facturados por la doctora Rabadán, que le clava en la columna una jeringa tenebrosa y le extrae lcr para medir la presión.

“Nada de esto nos detendrá”, piensa el héroe, mientras manda mensajes de texto a la familia avisando que la punción salió bien, pero que R sigue sintiéndose mal, y le pide al abuelo que no se olvide de darle laxantes a Francina, que está constipada desde hace seis días. Estamos tratando de que deje los pañales. El héroe se ocupa de todo.

La doctora Rabadán dice que ya va estar mejor y lo que es más: que no hay problema en que dos días más tarde salgamos de vacaciones por una semana a Villa Gesell, tal como lo teníamos planeado. “Pasado mañana va a estar paseando por la playa, ya vas a ver”, asegura, mientras guarda el efectivo en su cartera.

Highway to hell

I’m on the highway to hell”, canta AC/DC en una canción bastante sobrevalorada. Si ese tema está inspirado en un hecho real, está inspirado en aquel viaje en ruta hacia la costa. R no aguanta su vida. Desde el asiento de atrás, Francina pide juguitos y galletitas. No. Esas no. Las de chocolate. Las Sonrisas. Y quiere la peli de Cantando con Adriana. Y no escucho. Y poné más fuerte. R se da vuelta para poner play en el DVD y para calmarle los caprichos pero no puede moverse. La cabeza se le desarma. Pasado Chascomús, dejan de importarme las multas y los choques. Acelero el Peugeot 307 hasta los 140 kilómetros por hora.

Durante esa semana de vacaciones mi mujer pasará la mayor parte del tiempo acostada en la habitación, con las persianas bajas y los ojos cerrados. Es la única posición en la que el dolor cede. A veces bajará al comedor a desayunar o a cenar, pero casi siempre le subiré la comida a la habitación en una bandeja. Una tarde, vendrá un móvil a inyectarla. Casi todos los días llamaré a Freue, que no dará respuestas. A Rabadán, que no atenderá el teléfono. A otros médicos para que me recomienden otros neurólogos.

[quote_left]Durante esa semana de vacaciones mi mujer pasará la mayor parte del tiempo acostada en la habitación, con las persianas bajas y los ojos cerrados. Es la única posición en la que el dolor cede.[/quote_left]

Tiempo después nos enteraremos de que el diagnóstico de Freue estaba equivocado: que la presión de LCR era baja y que su diagnóstico se había basado en un estudio de ojos mal hecho. Que la punción lumbar la había hipotensado: o sea que le habían sacado LCR de más. Freue es orgulloso y testarudo: niega su error y nos dice que hay que seguir con acetazolamida. Y así, durante todo enero el LCR seguirá bajando. La hipotensión se profundizará. Y la crisis.

Los héroes solo existen en las películas.

Fuera de foco

En la cadena de mails entre las madres del jardín de Francina están todas menos una: R. La reemplazo yo, y así me convierto en uno de los pocos hombres de la ciudad que agradece invitaciones a cumpleaños y sugiere cuánta plata poner para el regalo del Día del Maestro.

Hacia adentro, me dice R, la cefalea es una tenaza que te aprieta el entrecejo. Una aguja que se te clava en la retina y no te deja enfocar. Pero hacia fuera, el dolor te convierte en una persona inhabilitada para llevar a cabo una vida normal. R no puede chequear mails, por ejemplo. No puede mirar una computadora, directamente. Tampoco mandar mensajes de texto. Basta que mire la pantalla durante 30 segundos para que se dispare el dolor. Por eso tiró el Blackberry en un cajón y ahora usa un Nokia 1100 que pesa 86 gramos y con el que solo hace llamados. Curiosamente, puede leer libros (si la letra es grande) y también mirar la tele e ir al cine. ¿Queremos ir al cine? Tengo que googlear e ir cantándole las opciones por teléfono. No conoce WhatsApp, no tiene cuenta de Twitter y la de Facebook conserva la foto de perfil de cuando Francina cumplió dos años, en 2010.

Trabajar en una empresa familiar tiene sus ventajas, de todas formas: contrataron a una empleada que se encarga de leerle sus mails y a un chofer que tiene como prioridad llevarla a la fábrica y a los locales durante la semana.

El resto del tiempo, el empleado soy yo. Me pide que les mande sms a sus amigas para coordinar sus salidas. Me llama desde la calle en cualquier momento para que googlee alguna dirección o le pase algún teléfono. Que programe mi despertador, así se evita mirar su telefonito. Los sábados y domingos, cuando salimos de noche, yo soy el chofer. Ella cierra los ojos mientras manejo: ya no puede soportar las luces de los autos que la encandilan, los semáforos, los carteles luminosos. Su ciudad es una ciudad sin luz.

“No pido mucho –me dice–. Me conformaría con poder leer las facturas de los proveedores y mirar una tabla de Excel para analizar costos. Quisiera poder usar mis ojos como todo el mundo”. No le respondo y sigo manejando.

La cefalea es depender de los demás. Ser parte de “los demás” requiere de paciencia. Yo a veces la pierdo.

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Autor Lado B
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