Lado B
Cita a ciegas con los espectadores de la muerte
En El Salvador hemos convertido la escena del crimen en un evento social. A la cinta amarilla se acercan hombres, mujeres, niños... la comunidad. Mientras compran y comen pupusas ante un cadáver
Por Lado B @ladobemx
09 de septiembre, 2014
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En El Salvador hemos convertido la escena del crimen en un evento social. A la cinta amarilla se acercan hombres, mujeres, niños… la comunidad. Mientras compran y comen pupusas ante un cadáver, los vecinos hacen catarsis de sus dramas de violencia o recuerdan con nostalgia a los asesinados. ¿Por qué siempre hay gente al otro lado de la cinta amarilla? Y, sobre todo, ¿qué le queda en la cabeza a una sociedad que se acerca tanto y tantas veces a la cinta amarilla?

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Edu Ponces / RUIDO Photo. Tomada de: salanegra.elfaro.net

Daniel Valencia Caravantes | El Faro

@_ElFaro_

Llueve sobre el techo de plástico y los que estamos abajo (hombres, mujeres y niños) nos refugiamos, apretujados, alrededor de una caliente y aceitosa plancha de metal. Han pasado más de tres horas, y hoy que estoy a punto de largarme, sé que los 30 que seguimos en pie nos iremos a casa convencidos de dos verdades irrefutables, de la misma manera que se convencieron todos aquellos que también estuvieron esta noche, en esta pupusería, junto a nosotros.

La primera es que la Señora Pupusera prepara un manjar. No hay ninguna verdad científica, pero se dice que las mejores pupusas del país alcanzan esa distinción –completamente subjetiva- gracias a la mano de quienes las preparan. La Señora Pupusera tiene manos delicadas, y mientras toma la masa, mezcla los ingredientes, palmea y lanza esos discos rellenos hacia la plancha, al otro lado de la calle está ocurriendo la segunda verdad irrefutable. Una que sin lugar a dudas explica que somos uno de los pedazos de tierra más violentos del mundo. Al otro lado de la calle, cuestión de 15 metros, hay un muerto. Estos son los peores tiempos. Estos son tiempos violentos. Estamos tan acostumbrados a la violencia que la muerte se disfraza de espectáculo. En el cine las películas van mejor con palomitas. En una comunidad de El Salvador la muerte se digiere mejor con algunas pupusas revoloteándonos en la barriga.

* * *

[quote_right]…lo que ocurre aquí se explica mejor si imaginamos esto: a medio partido caen acribillados los 11 jugadores de la selección de Argentina, Messi incluido. Una bala se lleva también al árbitro. La FIFA se indignaría, en el estadio ya no habría olas. El mundo entero se consternaría.[/quote_right]

No es casual que esta tarde haya llamado a El Postero. Le he llamado varios días de madrugada, bien de mañana, a media mañana, al mediodía, en la tarde, al caer el sol… “Déjeme ver… Hoy hay un doble…”. Así dijo esta tarde El Postero, al otro lado del teléfono. “¡Sí! ¡Ha caído un doble!”

El Postero se sienta todos los días detrás de un escritorio y un teléfono para esperar las convocatorias que hace la muerte en este país de 12 asesinatos diarios. En junio hemos regresado a los 12 muertos diarios. Hoy que el planeta está en clave #MundialBrasil2014, lo que ocurre aquí se explica mejor si imaginamos esto: a medio partido caen acribillados los 11 jugadores de la selección de Argentina, Messi incluido. Una bala se lleva también al árbitro. La FIFA se indignaría, en el estadio ya no habría olas. El mundo entero se consternaría. ESPN no hablaría de otra cosa, el Mundial se suspendería… o quizá se reforzarían las medidas de seguridad para que continúe el espectáculo. Eso ocurriría si las cosas pasaran en clave mundialista. Pero este país es tan pequeño, sobrepoblado, mal cuidado, desprotegido, tan extraño, que 12 muertos diarios se nos han vuelto algo tan cotidiano, tan normal, que a falta de mundiales y de Selecta, en las escenas de homicidios están nuestros equipos, nuestro espectáculo.

En las calles, después de que los victimarios han desaparecido -“con rumbo desconocido”, como dice la Policía, como repiten los periodistas- alrededor del muerto se arma un espectáculo. Uno que dura lo que duran los levantamientos forenses, que duran entre tres y cinco horas, entre el descubrimiento del cadáver, la llegada de los policías, los fiscales, la “inspección ocular” de la escena y la llamada que un fiscal -cualquier fiscal- le hace a El Postero de Clínica Forense del Instituto de Medicina Legal de El Salvador. Clínica Forense es la unidad que se encarga de ir a levantar a los 11 jugadores, más el árbitro, que El Salvador está matando a diario.

De día el trabajo de El Postero pasa inadvertido. En Clínica Forense hay vida de hospital. Una docena de forenses pasean sus gabachas por dos pasillos amplios, llegan a sus cubículos y cada quien a lo suyo. Llenan informes, atienden casos, viven de nuestra muerte diaria. A Clínica Forense también llegan policías, que llevan de la mano a víctimas de la violencia para que sean examinadas. Allí van mujeres golpeadas, hombres asaltados con cuchillo, niños y niñas violados. Muchos niños y muchas niñas violados. Los médicos de Clínica Forense atienden a los vivos y a los muertos. Pero de noche todo cambia y el trabajo de El Postero es un desvelo solitario y angustioso.

Clínica Forense se vacía y solo lo acompañan un par de médicos de turno. Las horas pasan y la somnolencia se rompe siempre que suena un timbre. Es la muerte que convoca a sus espectáculos. A veces tiene voz de hombre, casi siempre tosca y seria. Pero El Postero cree que la muerte le habla gentil al oído cuando se disfraza de fiscal-mujer. Las convocatorias siempre son iguales. “Tenemos un simple”, habrán dicho alguna vez los fiscales, cuando se refieren al asesinato de una sola persona. “Un doble”, “un triple”, “una masacre”. Luego vendrán las coordenadas, y es ahí, en esa pequeña cápsula informativa, donde esta historia comienza a cobrar sentido.

“Sí, solo eso ha caído: un doble”, dijo El Postero esta tarde. Es curioso, pero él y yo sabíamos que la muerte no iba a defraudarnos. No en este mes mundialista. No en estas noches en las que he tenido un triste afán: esperar a los muertos, como un buitre, para auscultar a los vivos que espían desde el otro lado de la cinta amarilla.

* * *

Esta noche 29 personas están comprando pupusas frente a la escena de un crimen. Quizá porque El Salvador es un país de pupusas y de muertos. Si en algo hemos sido campeones es en esas dos categorías. En la cantidad de muertos que producimos y en la cantidad de pupusas que devoramos. La pupusa, ese disco de masa de maíz relleno con carne de cerdo molida, frijoles o queso, es la comida del pobre y también la de todos. Los ricos también comen. Incluso hay restaurantes en los que se pagan pupusas de dos dólares porque alguien cree que el queso suizo y la yerbabuena saben bien mezclados con maseca.

Pero muy lejos de las excentricidades, en las comunidades donde comprar una hamburguesa de cinco dólares equivale a un sueldo diario de papá o de mamá, cuatro pupusas por menos de un dólar es el banquete con el cual se celebra el fin de semana. Las pupusas, en comunidades como esta, con pupuserías en cada esquina, se comen en la mañana, a la hora del almuerzo y a la hora de la cena. Los siete días de la semana, pero como dice la Señora Pupusera, los fines de semana es cuando más. Por eso aquí está lleno, porque hoy es sábado, y porque esta avenida y esta comunidad explican a este país densamente poblado y violento.

A la avenida La Protesta desembocan, desde la izquierda y desde la derecha, un centenar de pasajes largos rellenos de casas pequeñas que a su vez están rellenas con cinco personas por familia, porque de eso están rellenas las familias, en todas partes, según el censo de población. Y en estas casas-pupusa también caben perros y los gritos de la familia rellena que está a un lado, y al otro, porque en los sectores populares, rellenos de familias obreras, la vida se cuece pegadita a la otra. Allá donde se dé vuelta una familia están los dramas de la familia vecina.

Esta noche, frente al negocio de la Señora Pupusera, el drama cayó en la familia de la vecina. Una tienda en la última casa de un pasaje, la casa que desemboca en la avenida. Se llamaba, lo dice una pintada en la pared de la tienda, “Rosita”. La Señora Pupusera me deja claro que no le pregunte nada sobre el crimen. “De eso no sé”, dice. En este barrio hay una pandilla «con garra». Así lo dice el Jefe de Turno. Este sector es de ellos. Hace unas horas, cuando les dije que quería venir a ver la escena del crimen, el Jefe de Turno pegó un grito. “¡Ahí no me entran solos!”, dijo. “Si ni nosotros vamos sin refuerzos”, añadió. “Allá adentro tienen muchas armas largas”, advirtió. Luego pidió autorización al Jefe de la Delegación y el Jefe de la Delegación le pidió apoyo a un carropatrulla de la subdelegación más cercana. Una escolta hasta la escena del crimen. Seis policías armados con fusiles, con gorros pasamontañas, en la cama del pick-up. Otros cuatro en la cabina.

Tres horas después la escena sigue al otro lado de la calle, al otro lado de la cinta amarilla, bajo un frondoso almendro, en la casa-tienda “Rosita”. De este lado está la Señora Pupusera, 30 personas, y unos niños en bicicletas, mientras otros policías, detectives con gorros navarone, siguen tomando notas y recogiendo casquillos de bala en la acera.

No alcanzo a escuchar qué les dicen unas jovencitas, allá a lo lejos, pero creo que los niños en bicicleta están jugando a las adivinanzas. Se turnan y uno por uno llega a la cinta amarilla, observan, dan media vuelta y luego bajan por la calle, a toda velocidad, gritando: “¡Unooo! ¡Dooos! ¡Nooo, treees!”

De repente escucho otro grito.

“¡Mamiii!», grita una jovencita. «¡Cuatro de queso, una de frijol con queso y dos revueltas!” La Señora Pupusera asiente, mientras sumerge una mano en un volcán de masa blanca. Un viejo obrero, cuarentón, quita la mirada de la tienda Rosita y regresa los ojos a la plancha. Al otro lado de la calle un investigador alumbra con una lámpara hacia el interior de la casa. Luego llama a alguien a través de un walkie-talkie. Los doctores de Clínica Forense y la ambulancia de Medicina Legal todavía no han llegado.

—Aquí le llamamos La Paciencia –dice el viejo obrero-. Hay que encargarlas a las 5 para que se las den a las 8.

—¿Vale la pena la espera?

[quote_right]En El Salvador se mata mucho y muy cerca de la comunidad. Entre 2001 y 2009, Doctor 4, el doctor que sistematiza los datos que recoge Clínica Forense, ha descubierto que en El Salvador te matan en tu casa propia o en la casa de uno de tus conocidos.[/quote_right]

—¿¡No, pues!? ¡Son buenas! Hoy he venido a esperarlas aquí porque a mi hija le tocó salir tarde del trabajo. Y como aquí para el microbús, mientras la espero las espero. ¿Me entiende?

—¿Y a quién habrán matado en la tienda? –pregunto.

—A la señora quizá. Ahí vivía una señora.

* * *

En El Salvador se mata mucho y muy cerca de la comunidad. Entre 2001 y 2009, Doctor 4, el doctor que sistematiza los datos que recoge Clínica Forense, ha descubierto que en El Salvador te matan en tu casa propia o en la casa de uno de tus conocidos, en los pasajes de tu barrio o tu colonia, en el parque, en el parqueo, en la cancha de basquetbol y en las canchas de fútbol. Otra clave mundialista: El Salvador, el pulgarcito de América (20 mil kilómetros cuadrados), tiene la mayor densidad poblacional de la región. Cinco personas por familia, 349 habitantes por kilómetro cuadrado… Pero eso no quita que en los sectores más populosos haya al menos una maltrecha cancha de fútbol. Cero grama, pura tierra. Doctor 4, que se dedica a leer los datos de sus colegas, ha descubierto que entre 2001 y 2012, en 603 ocasiones, Clínica Forense ha levantado cadáveres de jóvenes que cayeron “mientras jugaba fútbol… fue baleado en cancha ubicada en la comunidad…”. Así lo ha escrito él en sus compilados estadísticos. A veces Doctor 4 sueña despierto. Él desea que sus estadísticas “le ayuden a las autoridades a crear planes efectivos que ayuden a reducir la violencia”. Un sueño nada más, porque aparte de él, su asistente y sus jefes, serán pocos los que revisen con ojos interesados sus muertómetros.

Doctor 4 también ha descubierto que te matan en el cafetín a la hora del almuerzo, en la cafetería (en medio de la plática y un café) o, también, en una pupusería (60 levantamientos en 11 años). En el restaurante, mientras hacés la compra en un supermercado, mientras vas por una Pilsener alchupadero o por aguardiente a la cantina. En la sala de billar o en pleno baile en la discoteca. Y aunque también te pueden matar en quebradas, ríos, cañales, matorrales, en espacios inhóspitos y desolados, como que la muerte tiene predilección por el espacio público en el que siempre habrá una comunidad a la expectativa. O quizá la muerte no tenga de otra en este país densamente poblado. Aquí sus performances siempre tendrán mucho público.

De las más de 26 mil escenas de homicidios registrados entre 2001 y 2009, Doctor 4 ha descubierto que más de 15 mil han sido procesadas en espacios invariablemente concurridos: el barrio, la colonia, la comunidad… la vía pública. Doctor 4 explica que una carretera, un barranco, un cañal, lugares más inhóspitos, poco transitados, con menos población a la redonda, son distintos a una vía pública. “La vía pública entendámosla como la calle con vida. Hay comercio, edificaciones, gente viviendo o trabajando o transitando”, dice Doctor 4.

Entre 2010 y 2012, de 10,621 escenas de homicidios, las montadas en vías públicas han sido más de la mitad: 5,553. Una duda matemática y existencial: si en El Salvador hay 349 habitantes por kilómetro cuadrado, ¿cuál es la probabilidad de que ninguna de las otras 348 personas se dé cuenta que ha caído un vecino? Doctor 4 se arriesga: “Cuando los muertos aparecen en una quebrada o en el cañal o en el río, ¿quién cree que avisa a la Policía de que en la quebrada hay un muerto? La gente”, dice.

Las personas que llegan a la escena de un crimen no son -y no quieren ser vistas- como testigos de un crimen, pero son seducidas por los cadáveres ensangrentados baleados con los sesos desparramados las caras desfiguradas las panzas rajadas las tripas de fuera los ojos bien abiertos o bien cerrados y las bocas bien abiertas o bien cerradas. Personas atraídas por el morbo o la sangre, o tal vez no por eso o no solo por eso… Al final qué importa por qué llegan. Importa cómo se van de la escena. Algo le queda a esa gente en la cabeza. Y no parecerá grave, pero tal vez sí lo sea. Por eso interesa saber cómo digiere la comunidad la escena de un crimen, porque Doctor 4 ha comprobado que la mayoría de los crímenes siempre ocurren cerca de una comunidad.

A finales de junio, en el XXVIII Congreso Centroamericano de Psiquiatría, celebrado en República Dominicana, los siquiatras de la región hicieron un llamado a los gobiernos para que se invierta más fondos en la salud mental de las sociedades centroamericanas, las más violentas del mundo según Naciones Unidas. En síntesis los expertos concluyeron que los espectáculos de la muerte provocan desequilibrios, sociedades traumatizadas y enfermas. Sociedades adaptadas a lo desadaptado.

* * *

Dos muchachos encargan 20 pupusas y luego miran hacia el otro lado de la cinta amarilla. “¡Jueeela! ¡Otro, mirá!”, le dice uno al otro. El otro, con su celular, hace como que chatea. “Está yuca”, dice, sin despegar la vista del aparato. Y siempre con la vista abajo, agrega: “¡Hey! ¿’Tuvo bueno el partido, v’a?”. “La cagó Runi”, le contesta el primero, que no despega la mirada de la escena. Hoy, en Brasil, Italia venció 2-1 a Inglaterra. Se dijo que fue el mejor partido de la primera ronda del mundial.

Al otro lado de la calle los investigadores contemplan un cuerpo tirado a la entrada de una casa-tienda. Un charco de sangre que baja por las gradas. Es la sangre de Rosita junto a la sangre de otra víctima. Otra mujer, nadie sabe quién era.

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Edu Ponces / RUIDO Photo. Tomada de: salanegra.elfaro.net

Los médicos de Clínica Forense comparten mis sospechas. Ellos, espectadores privilegiados, quizá sean los mejor preparados para lanzarse al vacío y buscar alguna conjetura. Ellos siempre cruzan la frontera que marca la cinta amarilla.

***

“Quizá lo más evidente sea la curiosidad”, dice uno de ellos. El Doctor 1 tiene 23 años como médico forense. Millares de cadáveres y levantamientos y escenas y autopsias han pasado por sus manos, pero para nada lo tienen curtido, acostumbrado, insensible. Él lo aclara. Es lo primero que aclara. Desde su primera presentación quiso enfatizar ese punto:

—El forense que le diga que está acostumbrado o que se ha vuelto inmune es un pajero –dice Doctor 1-. A mí me dicen: «Yo a usted lo veo que está curtido, que le gusta su trabajo». ¡No! Ni nosotros. Yo incluso quisiera que me trasladen, pero me dice mi jefe: «Yo pensé que le gustaba». ¿Cree que a alguien le puede gustar esto? El día que me guste me voy a pasar consulta con el siquiatra.

A este doctor lo he visto con una sierra en la mano y la tapa de un cráneo en la otra en la sala de autopsias. Los guantes ensangrentados. La vista obsesionada sobre el cráneo y el cuerpo que acaba de mutilar. Pandillero. Asesinado a balas. Estos días también lo vi también en el parqueo de una unidad de salud en San Martín, otro de los municipios más violentos del departamento de San Salvador. La víctima murió sobre la cama de un pick-up de la Policía que lo había trasladado de urgencia desde la escena del crimen, en otra comunidad como la de Rosita y la Señora Pupusera.

Aquella noche había pocos pacientes en la unidad de salud, pero dos mujeres, con sus bebés en brazos, abandonaron la fila de la consulta y se asomaron curiosas a la puerta. Contemplaban en silencio el levantamiento del cadáver.

—¿Por qué la gente llega a ver la escena?

—¿Por qué salen? Para ver y para oír –dice Doctor 1-. ¿Y qué opinan? No nos gusta pensar realmente qué opino en un momento como ese. Ahora, si me preguntan qué opino probablemente aproveche la oportunidad para hacer una catarsis y para expresar la mezcla de sentimientos que tengo en ese momento. Entrevístame a mí, un día que hagamos 23 autopsias sábado y domingo, y probablemente mi opinión sea de tristeza, frustración, negativa.

—¿Cree que la gente lo ve como algo normal?

—Es indudable que el hecho genera algo. Pero es importante quién está a la par tuya. Si es una persona positiva, el hecho probablemente no te genere algo grave. Pero puede estar a la par tuya alguien totalmente nefasto, que te hable al oído y te envenene. Prácticamente podés salir de ahí hasta paranoide.

—¿Pero por qué van a la escena? ¿Qué los mueve? ¿Solo la curiosidad?

—La escena es un evento social. Eso es: un evento social. Yo no quiero ir a esa reunión pero sé que no puedo perdérmela, porque los días siguientes al crimen, la escena será el tema de conversación. Uno quiere seguir conviviendo con los demás. Uno no quiere quedarse atrás.

* * *

El doble homicidio en la avenida La Protesta ha provocado un caos. La Policía ha cerrado el paso a 20 metros a la redonda. Desde las 6 de la tarde mucha gente ha llegado hasta la línea amarilla porque quiere cruzar al otro lado. Se han bajado de los microbuses que no tienen otra más que interrumpir el trayecto y dar media vuelta. La gente, en lo que averigua si pueden cruzar la cinta amarilla o no, porque sus casas están al otro lado de la frontera, se han detenido a contemplar la escena. A Rosita no la pueden ver porque su cuerpo ha quedado a la puerta de la tienda, elevada sobre unas gradas, cubierta por un muro. No la pueden ver pero la imaginan.

“¿Mataron a la señora?”, preguntó otra señora más temprano, y luego pidió permiso a un agente. El agente, al percatarse del tumulto que se estaba formando, abrió el paso a la orilla del andén, el andén de la pupusería. Si el agente no hubiera hecho eso ahora tendríamos a unas 300 personas alrededor de la escena. Pero desde que el agente abrió el camino la gente que se ha bajado de los microbuses, ha curioseado cerca de la línea amarilla y se ha marchado cuando por fin descubren el paso abierto.

Grupos de siete, 10 personas cruzando la línea amarilla cada 15 minutos, bajo la lluvia, con pequeñas correntadas bajando por la calle, mirando de reojo a unos policías y unos médicos forenses que por fin han llegado y allá detrás del muro conversan y se agachan y se paran alrededor de un bulto. Por alguna razón se me viene a la mente la imagen de las manadas de cebras que cruzan los ríos infestados de cocodrilos. Allá en África esos animales cruzan el peligro en grupo, siempre alertas, pendientes del peligro con el rabillo del ojo, grandes, negros, dilatados. La mayoría pasa el río, pero siempre hay una que se queda en el camino, devorada con total violencia, sin auxilio, en completa impunidad.

Llueve terrible. Un grupo se refugia bajo el toldo de un puesto de verduras, que en esta noche ya está cerrado. En el grupo hay cinco mujeres, vestidas con faldas largas, hasta los tobillos. En las cabezas llevan mantos blancos de crochet. Los tres hombres que las acompañan van de pantalón sastre y corbata. Todos llevan biblias. Vienen de un culto evangélico celebrado en el centro de la ciudad. Los «hermanos» ya saben que al otro lado de la línea hay un muerto, pero como no saben cuántos son en realidad, piden a Dios por varias víctimas. Uno de los hermanos dice que solo el Creador puede traer paz, sosiego, justicia. «¡Te lo pedimos, Señor!», dice. «Te pedimos que traigas paz a esas familias, a esas víctimas. ¡Reconfórtalos, oh, Padre!»

Los hermanos también piden por los victimarios. «¡Perdónalos, Señor! Toca sus corazones, aléjalos del Maligno, haz que vuelvan a tu camino redentor, Señor…».

[quote_box_left]Extracto del texto originalmente publicado en Sala Negra de El Faro el 6 de julio de 2014. Click aquí para seguir leyendo [/quote_box_left]

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Autor Lado B
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