Lado B
No es cualquier cosa ser El Increíble Samurái
Miguel Martínez empezó en el mundo sonidero en 1990, hoy es una leyenda viva. Es el increíble y su sonido es “el más sabroso”, es una estrella. La gente se le avienta. Todos quieren escuchar sus nombres, todos quieren los salude, que los reconozca.
Por Aranzazú Ayala Martínez @aranhera
29 de agosto, 2014
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Miguel Martínez empezó en el mundo sonidero en 1990, hoy es una leyenda viva. Es el increíble y su sonido es “el más sabroso”, es una estrella. La gente se le avienta. Todos quieren escuchar sus nombres, todos quieren los salude, que los reconozca.

Aranzazú Ayala Martínez

@aranhera

Desde la jaula todo parece fragmentado. Los barrotes dejan ver sólo retazos de brazos, ojos, bocas que gritan y sobre todo manos que se estiran. Los gritos, los gritos desesperados y eufóricos: “¡Miguel, Miguel, mándame saludos Miguel!”. Los muchachos se dirigen con familiaridad a Miguel, pero él no los escucha, no los voltea a ver porque está concentrado leyendo los saludos que sus fans escriben en papeles que su ayudante, un joven que no rebasa los 25 años, le va pasando. Él toma el micrófono y con la otra mano mueve los botones de la consola que le tapa el rostro; parecen dos bocinas rectangulares, negras, con luces naranjas que dan hacia la cara de Miguel Martínez. A su derecha, inamovible y serio, está “el Uva”, alto y gordo, encargado de poner todo el equipo de audio del Sonido Samurái. Dentro de la jaula está también otro chico, más joven, de unos 20 años, casi todo el tiempo pegado al celular; una que otra vez atiende a los gritos de algunos que lo llaman por su nombre para darle hojas o pasarle sus teléfonos con mensajes, para que entonces Miguel los diga en el micrófono y las 300 personas que están dentro de la bodega lo escuchen.

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Miguel es una leyenda viva. Es el increíble y su sonido es “el más sabroso”. Su voz y su gusto por la cumbia son sólo la punta del iceberg de un grupo de alrededor de 18 personas que ya dependen económicamente de un negocio familiar, que se ha extendido desde hace 24 años desde una tocada en la puerta de su casa, en San Baltazar Campeche, Puebla, hasta alcanzar toda una producción con luces y sonido que llegó a Estados Unidos este 2014.

Miguel Martínez empezó en el mundo de los sonidos en 1990, pero escucha la música tropical desde que iba en la secundaria. Tiene bien claro cuándo fue la primera vez del Sonido Samurái: el 18 de noviembre de 1990.

El lunes 4 de agosto tocó con motivo de las fiestas en Momoxpan, dentro de la ciudad de Puebla, la cuarta más grande de México. Su agenda está llena, tiene eventos al menos tres días a la semana y eso implica transportar equipo, desvelarse, estar al pendiente de todos los que trabajan con él y sobre todo estar entero para el espectáculo. Él no es simplemente un DJ que mezcla canciones tropicales –principalmente de cumbia–: él es una voz, una voz con la que se identifican personas en varios estados de la República y ya en otros países. Gran parte de su éxito se debe, además de al trabajo duro y constancia por más de veinte años, a su cercanía con la gente. El Samurái reconoce a sus fans, los saluda, es cercano, y su fama no lo ha alejado del público sino al contrario, sigue haciendo esfuerzos cada vez que toma el micrófono para mencionar a todos los que se desgarran la voz a gritos pidiéndole que les mande saludos, por escuchar sus nombres y los de sus amigos o familiares en la voz de su ídolo, el Increíble Sonido Samurái.

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El Samurái es una estrella. La gente se le avienta, literalmente. Todos quieren escuchar sus nombres, todos quieren que Miguel los salude, que los reconozca. Los que no están abalanzados sobre la cabina donde mezcla canciones tropicales, bailan. Aunque es lunes a la gente no le importa desvelarse ni empezar la semana con fiesta, ni a los adolescentes que no rebasan los 18 años ni a las familias, incluso a la señora que trae a su bebé de meses en una carreola, a pesar del ruido que hacen las más de 40 bocinas acomodadas en dos de las cuatro paredes de la bodega.

Miguel entra por atrás, como un rockstar, y su cabina está protegida con barrotes cerrados con un candado del que sólo tiene la llave el muchacho que le ayuda. También está cubierta por arriba, con un techo de plástico, como puesto de feria. El metal se cimbra y la música entra como una serpiente veloz hasta el fondo de los oídos, los bajos de la cumbia, el bzzz, bzzz bzzz bzzz, bzzz bzzz bzzz, el pasito marcado con el que saltan en la pista de baile hombres con mujeres y hombres con hombres.

En los bailes nadie dice nada de que hombres, casados y con novias, quieran sacar a bailar a otros hombres, es normal. En la bodega de techo alto y anguloso que es el salón social de Momoxpan, un pueblito al que se lo tragó la ciudad y ahora está en medio de vías rápidas y de toda la modernidad urbana, se hacen dos círculos para bailar. Uno es el de adultos y otro el de los más jóvenes; en el primero la estrella es un muchacho de unos 18 o 19 años, muy flaco, con el cabello parado como en picos, guantes negros que sólo le cubren la mitad de los dedos, pantalón color mostaza, ajustadísimo, playera rayada y chaleco. Suda y suda, brinca y brinca, no pierde el paso sin importar el cambio de pareja cada cinco o diez minutos. En el otro círculo está un travesti, lleva jeans, sandalias de tacón y una playera blanca sin mangas. Tiene el cabello pintado de rubio, se ve forzado el tinte, como queriendo sacarle brillo a esa melena para que todos lo vean cuando entra (y funciona). Un señor de chamarra militar quiere sacarlo a bailar, pero la pareja que está en medio del círculo no lo suelta. El hombre está algo encorvado, mueve la mirada sin perder de vista los pasos de los danzantes, acechando: está en una cacería, es su momento de saltar y ser ahora el rey de los bailarines.

Del otro lado del recinto, el Samurái sigue protegido en su búnker, flanqueado por dos muros de bocinas que llegan a la mitad del muro de concreto.

El sonido es una vorágine oscura con luces parpadeantes que se traga a los danzantes. Los jala hacia un vórtex donde resuenan los bajos de las cumbias y los pies son revoltijo de saltos, de vueltas que marean, de personas empujándose para poder ver a la pareja que está en el centro del círculo, como un ritual de grandeza, como compitiendo para adueñarse por un momento de todo el baile y dejarse marear por el sonido que aturde y los colores de las cincuenta robóticas que cuelgan del gran soporte, como campanas que caen y suenan entre gotas que reflejan, en azul y verde, la música que sale de la jaula donde está Miguel.

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Los bailes sonideros tienen mala fama de arrabal, de peleas, de navajazos, de drogas. Pero son muchos los sonidos que han hecho esfuerzos para que la gente deje esas prácticas fuera de los bailes, para quitar esa imagen peligrosa y marginal. El Samurái lo dice y con orgullo, porque han logrado que se peleen menos. Por ejemplo en el baile de la feria de El Carmen, en el centro de Puebla, donde tocó en junio, este año no hubo muertos. Don Carlitos, el sonido Son Bucanero, dice que en esa fiesta en particular siempre había heridos o algún muerto pero ahora ya no.

La cumbia es música popular. Se generaliza y se asocia con ambientes violentos, con golpes, con el bajo mundo. Pero desde hace algunos años, con el boom de una nueva ola de músicos latinoamericanos que mezclan sonidos tradicionales y populares con ritmos modernos y electrónicos –como Calle 13 o Bomba Estéreo–, esta música originaria de Colombia que ha sido adaptada a su modo según cada país de Latinoamérica (en la mayoría se escucha la cumbia y tiene su variante peculiar y distintiva, como la argentina), se ha vuelto más “comercial”, aceptada y hasta un gusto ya no culposo de amantes del pop y del rock. La prueba es que en festivales internacionales como el Vive Latino han estado ya no sólo agrupaciones legendarias de cumbia, en su versión orquesta, sino sonideros. El señor Ramón Rojo, don Ramón Rojo, mejor conocido como La Changa, referente nacional y el primer sonidero de México, dicen muchos, se presentó en el escenario por donde han pasado los Caifanes, el Tri, Molotov y los Fabulosos Cadillacs.

Pero muy aparte de la emoción, desde antes del boom, ya había bailes cada semana en Puebla y en la Ciudad de México. Hay carteles cada dos o tres calles, pegados sobre todo en los postes de luz –nadie sabe a qué hora aparecen los avisos coloridos con los logotipos de grupos y sonideros–, que anuncian eventos sobre todo por festividades religiosas de algún barrio, colonia o pueblo, ferias y otros organizados por promotores particulares, hasta eventos patrocinados por algunos gobiernos.

Miguel Martínez es uno de los sonidos más solicitados; a veces hasta se queda ronco pero aun así llega a tiempo a su presentación. Y no es cualquiera: es el increíble. El increíble porque el sonidero Ariel Pérez le dijo hace años que era increíble que con el poco equipo que tenía se escuchara bien.

Para él lo más importante es que la música te haga bailar. No pone una canción que no lo haga bailar. Cuando está solo en su despacho, lleno de reconocimientos que sus fans le han regalado, pone las canciones que le mandan y a veces baila solo. No le da pena, el baile es también parte esencial, es de donde se desprende todo. El Sonido Samurái nació de los bailes a los que él iba, de brincar, de tomar la mano de su pareja y guiarla en círculos y saltos rítmicos, casi tribales, en una sonata de tambores tropicales que evolucionan como cyborgs para ser una misma versión de ellos, que se desliza entre cables y percusiones sintéticas, brotando de consolas desde el fondo de las noches y los bailes.

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La noche se evapora.

La música no se desvanecerá. En algún momento acabará, se apagarán todas las bocinas, llegarán los seis u ocho muchachos a levantar todo durante otras cuatro o cinco horas, y el Samurái se desvelará hasta las cinco de la mañana para pagarles, para verificar que todos hayan llegado bien y todo esté en orden. Aunque sus fans quizás seguirán con los pensamientos en la pista de baile, contando el tiempo para volver a verlo, Miguel tendrá todavía mucho trabajo, muchas fechas, mucha música que escuchar, muchas cosas que preparar. No es cualquier cosa ser El Increíble Samurái.

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Autor Lado B
Aranzazú Ayala Martínez
Periodista en constante formación. Reportera de día, raver de noche. Segundo lugar en categoría Crónica. Premio Cuauhtémoc Moctezuma al Periodismo Puebla 2014. Tercer lugar en el concurso “Género y Justicia” de SCJN, ONU Mujeres y Periodistas de a Pie. Octubre 2014. Segundo lugar Premio Rostros de la Discriminación categoría multimedia 2017. Premio Gabo 2019 por “México, el país de las 2 mil fosas”, con Quinto Elemento Lab. Becaria ICFJ programa de entrenamiento digital 2019. Colaboradora de “A dónde van los desaparecidos”
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