Lado B
El regreso a clases y la esperanza
Dicen por ahí que un pesimista es un optimista bien informado. Esta definición a pesar de su intención humorística tiene mucho sustento en la realidad. Porque por más optimista que sea uno, basta con echar un vistazo a los medios de comunicación o asomarse a la calle para encontrar una avalancha de datos negativos
Por Juan Martín López Calva @m_lopezcalva
20 de agosto, 2014
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Martín López Calva

@m_lopezcalva

            “La esperanza no es certeza. Decir que se tiene esperanza es afirmar que existen muchas razones para desesperar.”

Edgar Morin. Ética, p. 199.

[dropcap]D[/dropcap]icen por ahí que un pesimista es un optimista bien informado. Esta definición a pesar de su intención humorística tiene mucho sustento en la realidad. Porque por más optimista que sea uno, basta con echar un vistazo a los medios de comunicación o asomarse a la calle para encontrar una avalancha de datos negativos que ponen a prueba hasta derrumbar cualquier visión positiva sobre el presente y el futuro de la humanidad.

El terreno de la educación no es la excepción, puesto que como afirmaba Xabier Gorostiaga: la educación es parte del problema y no de la solución de este mundo en crisis que nos ha tocado vivir a los habitantes de este planeta en el inicio del siglo XXI. Porque en esta situación de desigualdad e injusticia crecientes el sistema educativo no solamente no contribuye a aminorar las diferencias entre los que todo lo tienen y los que carecen de lo indispensable sino que es un mecanismo –controlado desde afuera por el sistema mundo actual, según el mismo Gorostiaga- de acumulación del conocimiento en unos cuantos. De manera que en la sociedad del conocimiento o de la información, el sistema educativo contribuye a que la dinámica saber-tener-poder sea excluyente de las grandes mayorías.

La educación en el mundo está predominantemente reproduciendo la “globalización desde arriba” como la llamaba Gorostiaga, contribuyendo a la imposición de la primera hélice de la globalización basada en el dominio económico y el control político, en total desequilibrio con la segunda hélice, la de la globalización de la solidaridad, la fraternidad y la justicia, según señala Edgar Morin.

Hay pocos, muy pocos datos que permitan documentar el optimismo y evitar caer en la desmoralización que lleva a la racionalidad perezosa, que como afirma Adela Cortina, nos paraliza y nos instala en la posición de impotencia frente a una realidad que nos parece aplastante y sin posibilidad de transformación.

Sin embargo, dice Fernando Savater en El valor de educar que los que nos dedicamos a la formación de las nuevas generaciones debemos ser optimistas y si no, más nos valdría dedicarnos a otra cosa. El mismo Gorostiaga, como ya he señalado en ocasiones anteriores en esta columna calificaba a la educación como la profesión de la esperanza, la actividad responsable de organizar la esperanza para la construcción de un mundo mejor.

Aunque no es lo mismo ser optimista que tener esperanza –también he señalado aquí que hay que educar en la esperanza que trasciende la falsa disyuntiva entre optimismo y pesimismo– el sentido de ambos planteamientos es convergente: para dedicarse a la educación se necesita creer que el mundo puede transformarse en un espacio más humano, se requiere tener una dosis de confianza en que el futuro puede ser mejor aunque no haya demasiadas evidencias en las cuales cimentar esta confianza.

Este lunes 18 de agosto regresaron a clases alrededor de veintiséis millones de alumnos de preescolar, primaria y secundaria y un millón doscientos mil profesores en todo el país. Este hecho debe ser un signo de esperanza a pesar de los datos reiterados que nos hablan de las graves debilidades en cuanto a la calidad de la formación que estos alumnos están recibiendo por parte de profesores que tienen también una preparación insuficiente para responder a los desafíos educativos del mundo actual.

Recordando una idea del pedagogo colombiano Bernardo Toro, si estos veintiséis millones de alumnos que regresaron a las aulas, aprendieran todo lo que tienen que aprender, en la forma y con la calidad que lo tienen que aprender y lo aprendieran de verdad y en felicidad –disfrutando su aprendizaje- este país cambiaría radicalmente.

[quote_left]Aunque no es lo mismo ser optimista que tener esperanza el sentido de ambos planteamientos es convergente: para dedicarse a la educación se necesita creer que el mundo puede transformarse en un espacio más humano.[/quote_left]

A partir de esta semana todos estos millones de alumnos, más los jóvenes que estudian el nivel medio superior y el superior estarán diariamente frente a sus profesores empeñados con más o menos entusiasmo, con mayor o menor capacidad, con mejores o peores condiciones de infraestructura y equipamiento, con más o menos posibilidades de apoyo por su condición socioeconómica o cultural, en la tarea de autoconstruirse y de avanzar paulatinamente en la construcción de un proyecto de vida que rompa con la fatalidad de un destino al que parece condenarlos la sociedad desigual y estructuralmente excluyente en la que les ha tocado vivir.

Desde el lunes pasado este millón doscientos mil profesores acudirán a su trabajo con más o menos vocación y compromiso, con mayor o menor capacidad, con más o menos herramientas derivadas de su formación inicial y de su actualización, con mejores o peores condiciones materiales de trabajo y salariales, a intentar facilitar el crecimiento de sus educandos y contribuir a partir de la formación de los futuros ciudadanos a una transformación de la sociedad mexicana.

Si caemos en la cuenta de toda la energía vital que implica este retorno a clases, del enorme potencial de sueños y aspiraciones que representan estos millones de estudiantes reunidos hora tras hora en las aulas, del gran abanico de probabilidades intelectuales, creativas y reflexivas que significa esta conjunción de talentos distintos y de personalidades y culturas diversas, podremos comprender el regreso a clases como un claro signo de esperanza para la transformación del país.

Porque más allá de las reformas legales o laborales, más allá de los modelos o los enfoques educativos vigentes, más allá de los materiales y técnicas de enseñanza, más allá de las políticas educativas y los currículos oficiales, lo más trascendente de la educación sigue aconteciendo en el aula, en el espacio de encuentro interpersonal de un educador con un grupo de educandos, en el diálogo entre los alumnos, en la gran conversación que sostienen a pesar de los siglos de distancia los grandes autores, científicos, filósofos, historiadores, con el niño y el joven de hoy con la mediación del profesor.

Más allá de lo prescrito está la realidad cotidiana en la que es posible, si lo creemos y nos empeñamos con seriedad y responsabilidad, transformar la vida de cada uno de esos niños y adolescentes que aspiran a vivir una vida mejor a partir de lo que pueden aprender en la escuela.

No podemos, no debemos ignorar las condiciones deficientes en las que se llevan a cabo las actividades de aprendizaje en muchas escuelas. Pero no podemos, no debemos renunciar a la esperanza de que aún en esas condiciones que hay que transformar, es posible hacer que suceda la magia de la educación.

Es cuestión de renovar la esperanza, a pesar de todas las razones que tenemos para desesperar.

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Autor Lado B
Juan Martín López Calva
Doctor en Educación por la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Realizó dos estancias postdoctorales en el Lonergan Institute de Boston College. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, del Consejo Mexicano de Investigación Educativa, de la Red Nacional de Investigadores en Educación y Valores y de la Asociación Latinoamericana de Filosofía de la Educación. Trabaja en las líneas de Educación humanista, Educación y valores y Ética profesional. Actualmente es Decano de Artes y Humanidades de la UPAEP, donde coordina el Cuerpo Académico de Ética y Procesos Educativos y participa en el de Profesionalización docente..
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