Lado B
COMIDA NEGRA
Ingrid Solana
Por Lado B @ladobemx
22 de junio, 2014
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Ingrid Solana

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Mi abuelo murió en mayo. Estaba enfermo de cáncer. Le dio un infarto respiratorio. Mi abuela intentó revivirlo mientras expiraba. Fue inútil, llevaba un mes enfermo. Con mi abuelo terminó la memoria de mi infancia. La casa se vació. El Istmo de Tehuantepec quedó hueco, también la fronda de mangos, el altavoz de las noticias del pueblo, la calle polvosa del barrio Santa María: todo fue sepultado por la muerte. Persistieron los crisantemos blancos, la oquedad de un féretro en medio de la sala, los rezos de las mujeres que acompañaron al difunto. Mi abuelo estaba en la caja con un gesto sereno, su camisa azul y sus anteojos. Le toqué la mano al despedirme, estaba flácida; el cadáver tardó en endurecer. En la calle acomodaron sillas y una orquesta tocó con trombones y saxos hasta que el ataúd fue lanzado adentro de la tierra. Al mediodía dieron de comer pescado, café y galletas; es la costumbre del pueblo. Estuve en la hamaca gran parte del tiempo escuchando a distancia el dolor y la explosión de la orquesta. Extenuada por el viaje y la fatiga de sentir la muerte, me doblegaba ante los ojos hinchados y los pies a punto de reventar. A las cinco de la tarde, se dio misa en la iglesia del barrio. La iglesia tenía muchas veladoras y su acostumbrado olor a cera y a agua bendita. El cura habló de la resurrección, mientras mi abuela dejaba caer el velo negro sobre sus ojos tristes; estuvo flaca y desganada junto a mi madre. Ella la sostenía del brazo con delicadeza y pesadumbre; eran dos figuras negras apostadas junto al féretro.

Mamá también tenía los ojos inflamados: había perdido al padre. Cuando terminaron las oraciones, el párroco comenzó a cantar en zapoteco. Mi padre, que no vestía de negro —hacía demasiado calor—, permanecía extasiado ante la belleza de aquello: los ángeles rondaron la muerte de mi abuelo y cantaron en lengua extraña. La paradoja del asunto dio como resultado un funeral sublime. La mezcla de ritos —el catolicismo con cierta idiosincrasia popular— expulsó un festejo.

Yo no lloré en la iglesia, me deleite con el canto. Pensé con alivio en el abuelo: su último mes de vida fue tortuoso; casi no comía y su ceguera, provocada por el glaucoma, le producía alucinaciones mezcladas con dolorosos espasmos. Estaba bien allí, en su ataúd rodeado de orquestas y cantos. Sin tristeza y dolor descansaba de la vejez, de los murciélagos de cada tarde.

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Mi abuelo está en la hamaca. Permanece allí muchas horas lidiando con sus espectros. Desde que enfermó de cáncer tiene la costumbre de hurgarse la piel como hacen los monos. Busca algo adentro. Mi abuela explica: dice que tiene fierritos enterrados y que se los saca. Mi madre lo mira con ternura, se acerca y musita: papá, ¿qué haces? Mi abuelo no la reconoce. La toma del brazo y murmura algo incomprensible. La visión de un ser amado enfermo, me sobrecoge. Me meto a la cocina y me siento debajo del ventilador para enfriarme. Estoy extenuada; el calor, el viaje largo, el impacto de la enfermedad, me han quebrado. Sé que tendré que despedirme, pero lo aplazo deseando que sea un mal sueño. La casa respira pesadamente, también tiene desconsuelo. Miro la pintura destazada de los muros, las plantas secas, el descuido del tiempo en cada rincón. Mi abuelo hacía todas esas cosas; ahora está enfermo en la hamaca y morirá dentro de un mes. Mi madre, mi hermana y yo hemos venido a despedirnos, a decirle que esto pasará, que pronto estará en otra parte. A mi madre se le rompen los ojos cuando mira a mi abuelo. Mi abuelo no sabe cómo se nos trituran los ojos cada vez que lo observamos con tanta fatiga; está ciego y no puede vernos: quizá está en otro lado ya. Mi abuela anda de un lado a otro, enérgica; trata de no pensar en los cincuenta y tantos años que estuvo al lado de ese hombre, que una vida entera será sepultada por la muerte, que todo acabará y seguirá renaciendo con su adolorida paciencia. Bajo el ventilador deseo que algo me haga reír tan fuerte que sacuda el cansancio; pero el tiempo se estanca en mis mejillas y la vida para mí, en este instante, es la escena demorada de un hombre meciéndose imperceptiblemente en ensoñaciones mudas.

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El cortejo fúnebre va por las calles. Adelante, mi madre con mi abuela del brazo. En medio, el ataúd del abuelo entre la gente. Yo voy al costado; mi falda negra recoge el polvo de esta tarde. La gente camina en silencio mientras la orquesta nos persigue como en Underground. Algunos vecinos de los barrios se asoman por sus ventanas diminutas y se enteran de nuevo —el altavoz lo anunció desde el amanecer— de quién estará en unos instantes bajo tierra. Nadie llora. Las mujeres se cansaron de llorar. En la iglesia mis manos fueron estrechadas por muchas manos. Manos desconocidas, manos de pésame. Estoy fatigada. A lo lejos, miro el cementerio amarillo como esta tarde, como este polvo, como estas calles repentinamente ocres manchando mi paisaje interior.

En la puerta están los enterradores, ya tienen listas las palas. La orquesta continúa su letanía de tren viejo. Mi padre y yo nos apartamos: miramos a distancia a los enterradores y a la gente agolpada alrededor del hueco en el que terminará el cuerpo del abuelo. Sabemos que los hombres de las palas están borrachos. Los olimos a distancia, vimos sus ojos enrojecidos, su andar torvo. Hace demasiado calor. Comentamos la perspectiva de ser cremados y no enterrados. Mi padre, que es médico, opina que conservar los cadáveres bajo la tierra es completamente absurdo y antihigiénico. Observo las tumbas. Se agolpan unas contra otras. Las partículas de los muertos deben yacer combinadas, mezcladas unas con otras: polvo eres y en polvo te convertirás. Niños, ancianos, abuelos y madres: todos allí, tratando de ocupar el menor espacio. También cada día hay más muertos. El tiempo se distiende. No he dormido. Siento la presión del cansancio en las sienes. Por segundos deseo que todo termine, pero la muerte nunca acaba, ejerce su derecho a la aparición, está encima de las lápidas y las flores, afuera del cementerio, en el aire.

La operación de bajar el ataúd comienza con un grito indignado. Los enterradores borrachos lo han dejado caer. Ahora el ataúd está chueco en el hoyo. ¿Quién lo sacará?, ¿será que se resiste a ser enterrado? Mi padre me mira sobrecogido y quizá por el cansancio y por la fiebre de esta tarde, el incidente nos da risa. Y la risa me produce un alivio interior que aligera este pesaroso día. Al cuerpo de mi abuelo debemos dejarlo ir. Como pueden, los borrachos acomodan el desastre. El féretro no queda derecho, pero ni hablar, hay que completar la tarea, la orquesta está contratada hasta las 7:30. Después, la tierra comienza a nadar adentro, polvo, polvo encima de ti, miro tu rostro y lo guardo esta última vez; estamos tú y yo juntos, en mi carne. Las personas toman un puño de tierra y lo lanzan; creen que así mi abuelo se los llevará a alguna parte. Ante la mirada reprobatoria de mi padre, me abstengo de tomar un poco para aventarla. Prefiero ahorrarme el sermón de los gérmenes, así que cierro los ojos y recuerdo la última imagen de mi abuelo vivo. Miro a mi madre. Está agotada, permanece junto a mi abuela y a sus hermanos. Los hermanos de mi madre lloran. Mi madre está demasiado fatigada para llorar. Mi madre no nos mira, está en su familia ahora, es lo único que reclama su atención. Quizá como a mí, se le ha destrozado la infancia, tal vez también su cuerpo reclama el calor de mi abuelo que siempre fue un hombre afectuoso que nos palpaba la cabeza con un gesto blando y utilizaba diminutivos al hablar. Al final la tumba queda bien. Mi abuela coloca los últimos crisantemos sobre el sepulcro. Ahora se ha ido. Su cuerpo es polvo de carne y de huesos.

*

Ha llegado el momento. Mi abuelo pide hablar con algunas personas que recuerda repentinamente. Toda la mañana estuvo sobre la silla mirando hacia arriba. Su gesto asusta; parece que escucha un dictado singular. Tiene la boca abierta y sus ojos ciegos se encuentran en un perpetuo gesto doloroso. Paso muchas horas delante de él. ¿Sabrá que estoy aquí? ¿A quién escuchas hablar tanto silencio? Mi abuelo ladea la cabeza y trata de alcanzar lo que se resiste. Contempla hacia arriba sin mirar, parece oír algún llamado. ¿Qué crees que hay arriba, abuelo? Son sólo nubes, gases, atmósfera, el universo vacío. No hay Dios, abuelo. Arriba, no hay nada. Tan sólo el veneno de nuestra muerte. Sus brazos flacos, se palpan a veces, se quitan el frío, luego arremeten contra los fierritos. Y continúa esa escucha atenta; el oído de mi abuelo es el oído de Dios.

Uno a uno, mis parientes se acercan y escuchan una letanía incomprensible. Habla tan bajo que hay que esforzarse por crear el sentido. Mi abuelo sabe que morirá, ya comenzó a despedirse. ¿Sentirá la muerte dentro, le dolerá? Nadie lo sabe. Mi abuelo dejó hace mucho de hablar de sí. Perdió su yo: ya no le importa. Ahora tan sólo escucha esos susurros desconocidos; también a nosotros, poco a poco, nos olvida. Le quedan trazos nuestros por eso nos habla por última vez; antes de perderse. Nos olvidará por completo, podrá dormir tranquilo. Mi madre, mi hermana y yo, esperamos nuestro turno. Nos atiende por separado mientras se incorpora por momentos para hablar. Con mamá conversa bastante. Mi madre se quiebra, se llena de llanto y finge para que mi abuelo no lo perciba. Esto es. Una vida entera para llegar a esto. Por momentos todo se agolpa ante mí; su sonrisa, el olor de su pañuelo, su mano gruesa, el tono de su voz; las palabras que no significan absolutamente nada hasta que nos trituran cuando perdemos lo que parecía nunca extinguirse. A mi hermana le acaricia el brazo, la cabeza, la llama por su nombre en diminutivo; nadie llama a mi hermana así ya. Mi abuelo le dice tantas palabras cariñosas que ella, que a veces es fría, se deja querer. Se despiden con un beso. Mi hermana también llora. Me acerco al abuelo sin saber qué decirle. Él me toma fuertemente del brazo. Por segundos me asusta. Susurro, él escucha y parece comprender. Musita palabras afectuosas mezcladas con recomendaciones incomprensibles. Mientras murmura observo que en mi brazo repite la operación de sacar los fierritos. ¿Qué lees en mí, abuelo?  Mi abuelo afanoso me despoja de las partículas imaginarias; me deja ir así, sacándome las espinas invisibles.

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El regreso a la casa de mis abuelos después del funeral es indiferente. La casa permanece en pie pero ha sufrido un incendio; reposa en medio de la calle sin ser. A la salida del cementerio me trepo con varias personas en una pick-up. No puedo caminar más. El viento caluroso me recorre la cara. Estoy sola. Mi falda negra está manchada de polvo. Tengo polvo en las pestañas y mis manos sucias huelen a cementerio. Las calles del pueblo, la tierra y las palmeras, siguen igual. Comienza a oscurecer. Los vecinos se asoman para vernos pasar en los vehículos. Les da lo mismo, se asoman porque viven en este pueblo, en esta tierra. Son el mundo, es todo. Arriba, los murciélagos planean la noche. Yo tomo mi paracaídas y me dejo caer. Las iguanas recorren los muros, impasibles, como cada día.

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Al día siguiente del funeral, hacemos las maletas como todas las veces que venimos. Siempre me costó trabajo empacar. De niña me resistía; mamá terminaba recogiendo los objetos. Yo no quería partir. En la ciudad se trataba de otra cosa. Aquí estaban ellos, con sus voces cantadas y su olor tan particular. Lugar santo. Guardo los pedazos de infancia en la maleta, se perderán, los borrará el tiempo. Caigo en la cuenta de que esta vez casi no comí. Recuerdo otras ocasiones adornadas por el alimento. La barriga a punto de reventar. Esta vez algo se rompió y no fue necesario comer. Nos vamos, es todo. Mi abuela no quiere irse con nosotros ni con nadie; dice que debe guardar luto un año. Se queda en la casa vacía, aguardando el momento de ir con él a quién sabe dónde. La miro desde lejos; su vestido no es verde como cuando yo era niña sino negro, el velo le tapa los ojos. Recorro este recuerdo antes de que se evapore, repito a mi abuelo una y otra vez en mi pensamiento. Mi abuela mueve su brazo flaco de un lado a otro. Dice adiós. Me dio un beso profundo momentos antes.

Lejos, al cerrar los ojos, miro la casa derrumbándose lentamente; caen los pedazos, la pintura, los ladrillos, el cemento de una vida que no volverá. Mi abuela está en el centro del patio junto al árbol de chicozapotes. Tiene las manos juntas y reza. El ocaso deja su estela amarilla en cada palabra: rumor sin límites.

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En el centro de la mesa están las cazuelas con los siete moles oaxaqueños. Estofado, amarillo, coloradito, rojo, verde, chichilo. Mole negro. Cada mole se prueba con un vino distinto. Los saboreo todos con su respectivo maridaje. Reservo el mole negro para el final. Pido un plato limpio para degustarlo. Coloco una porción en el plato blanco. Lo observo. Es uno de los alimentos más negros que probaré; brilla como una cabellera maldita. De cuerpo espeso, permanece en mi plato jugando a la sombra. Respiro su olor fuerte. Su consistencia penetra: es perfecto, único; perla negra. Me concentro en desearlo lo suficiente. Diamante negro. Negrísimo. Ópalo y caverna. Hace destellar el plato neutro. Lo colorea de forma inaudita. Mirarlo me produce bienestar. Sé que al comer, la soledad de este momento se volverá una encrucijada. Junto a mí, mi familia prueba los platos. Ríen. Siempre que se come con otros, reímos con la boca que come, la boca que habla, la boca que besa. ¿Qué sería de nosotros si nos cansáramos de sufrir y no tuviéramos lengua en que expresar la emoción? La abuela, vestida de negro —no se ha cumplido el año luctuoso—, sólo puede comer algunas cosas, apenas si prueba los platos. Pero al mole negro lo probará. También la negrura se incrusta en su albor. Está silenciosa, pero sonriente y vital. También ella se ha ido curando aunque cada vez es más vieja. Esta navidad no estamos en su casa. El Istmo de Tehuantepec se ha quedado lejos y solo. La casa con su pintura troceada también. Estamos reunidos en la ciudad de Oaxaca; un sitio neutral después de la desaparición del abuelo.

Mi tenedor se hunde en el mole. Lo pruebo lentamente. La lengua explota: chile chilhuaque negro, chile chilhuaque rojo, chile mulato, chile pasilla mexicano, plátano, cebolla, manteca de cerdo, pan de yema, ajonjolí tostado, tortilla, cacahuates, nueces, almendras, pepitas, pasitas, jitomate, nuez, canela, orégano, tomillo, anís, comino, clavos de olor, pimienta, azúcar, hojas de aguacate, chocolate y sal. Todos permanecen en silencio degustando la oscuridad. Hemos dejado de hablar, de reír. En silencio terminamos el plato. Fuegos artificiales. Atravesamos el túnel. Estamos aquí: vivos. En la pausa, miro a mi madre y a mi abuela conversar. Ya no comen mole negro. Ahora reposan y hablan: una mesa es para comer, para hablar, para gozar la insoportable distancia de estar cerca de los otros, unidos por el alimento y lo que perece.

De postre se pide zapote negro. Tiene una consistencia distinta a la del mole pero comparten el mismo color; esplendor de vertiginosa oscuridad. Cada quien encaja la cuchara que navega en la fruta negrísima. El primer bocado es sumamente peculiar; qué fruta más extraña, su sabor es único, tan dulce que contrasta con su aspecto duro. Huipil negro. Cuando terminamos, volvemos a hablar. Esta tarde hemos vencido a la muerte, —dice mi padre—, salud y feliz año nuevo.

 

Ingrid Solana (Oaxaca, 1980). Estudió la carrera y la maestría en Letras en la UNAM. Publicó los libros de poesía De tiranos (2007, Limón Partido) y Contramundos (2009, Instituto Mexiquense de Cultura). Ha publicado cuentos, reseñas, artículos y poemas en Contrapuntopliego16, Punto de Partida, Andamios, Literal, Casa del Tiempo, El Jolgorio Cultural,  etc. En 2007 ganó el segundo lugar en el concurso de crónica de la revista Punto de Partida con “Tehuantepec”. Ha dado clases en diversas universidades mexicanas como la UNAM, el ITAM y la Universidad Panamericana. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a 2011 en el género de ensayo. Ha trabajado en el guionismo educativo, en la edición y en la investigación. Actualmente estudia el doctorado en la UNAM y escribe una novela.

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