Lado B
Más de tres metros bajo tierra
 
Por Lado B @ladobemx
21 de abril, 2014
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 Emilio Gomagú

“Pero a pesar de todo un grillo da su conferencia
interceptando el mensaje crispado de las estrellas.”

German List.

Llegamos a Potosí con los ojos estallados y el alma renovada. Viajar es encontrarse en la belleza del mundo y reconocerse –también– en la contradicción humana. Aquí, la historia te toma del cuello sin mucha amabilidad, te sienta frente a ella para que la veas, para que la palpes, para que la vibres cuando caminas por estas calles. Pero a cuatro mil metros de altura y con vientos intensos es a veces difícil juntar dos neuronas para entender dónde estás parado.

Escondido en las faldas de la legendaria montaña Sumaj Orcko (que significa ‘Cerro Rico’ en Quechua), Potosí es el hijo de Bolivia que aún llora lágrimas de plata y ha visto partir a muchos abrazando con cariño la muerte. El continente salpica contradicciones y en esta ciudad llueve de esa agua.

Historia de una explotación interminable

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Foto: Malena Vázquez

Antes de la llegada de los españoles, Huayna Capac, onceavo rey del Perú, había escuchado sobre la belleza del Sumaj Orko y se hizo llevar hasta ahí, aprovechando su vuelta por las termas de Tarapaya. Maravillado con el esplendor del cerro y sospechando la riqueza que habitaba en sus entrañas –filones de plata y otros minerales se encontraban en la superficie–, envió una expedición de indios para extraer los metales preciosos y continuar adornando el templo del sol en el Cusco; al comenzar las excavaciones, un estruendo desde el corazón del cerro hizo huir a los indígenas y Huayna Capac volvió al Cusco con las manos vacías. Dicen los que escriben la historia que el estruendo fue un sonido similar a ‘Potojsi’, lo que dio origen al nombre de la ciudad, seguido de una voz poderosa que prohibía a los indios extraer las riquezas del cerro, ya que estaban “reservadas para otros que vendrán después”.

Curiosamente esos otros llegaron unos años más tarde gracias a una llama perdida y un compadre traicionero. La historia es así: Diego Huallpa, un indígena de la zona, buscaba en las cercanías del Cerro Rico una llama fugitiva. La noche lo sorprendió en las alturas, obligándolo a dormir a la intemperie. Para combatir el frío decidió encender una fogata, prendiendo fuego la mecha del futuro, ya que el calor de la lumbre derritió un filón de plata que se encontraba asomado a la superficie. Fascinado de ver el precioso metal correr como el agua, comenzó a explotar el Cerro Rico en secreto.

La repentina prosperidad de Diego levantó sospechas a su alrededor y, para calmar un poco las aguas, le contó el descubrimiento a Chalco, uno de sus compadres. Chalco, nadie sabe decir la razón por la que lo hizo, develó el secreto a uno de los conquistadores que ya pisaban los alrededores del pueblo. El primero de abril de 1554 los españoles tomaron posesión del Cerro Rico y fundaron la ciudad de Potosí, dando inicio a lo que hoy todavía no termina.

La explotación de indígenas, el ‘progreso’, los lujos y las fiestas llegaron a una Potosí naciente. El pueblo fue llenándose de iglesias onerosas y casas de bacanales interminables. La prosperidad no hablaba otra lengua que la castellana y los indígenas no eran más que esclavos. Por estos días se repite con voz inocente, como si fuera cualquier cosa, que con lo extraído del Cerro Rico era posible hacer un puente de plata pura desde Potosí hasta Madrid, un puente de once metros de ancho y cuatro dedos de espesor. Pero aún hay voces que buscan detrás de las cortinas y dicen con dolor que otro puente podía hacerse, uno que también uniera Potosí y Madrid (¡incluso más ancho!), realizado con los huesos de los indios muertos dentro del cerro.

¿Cambia, todo cambia?

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Foto: Malena Vázquez

Hoy, conocer las minas del Sumaj Orko es un atractivo más del turismo improvisado, una estrategia morbosa de la modernidad: “Un tour inolvidable en las entrañas del Cerro Rico”; “Sumérgete en las profundidades de la historia”; “Conoce uno de los cerros activos más ricos del continente”. Es duro pensar hasta dónde somos capaces de llegar para montar un espectáculo. El mercado es un perro voraz. Los mineros se matan –literalmente– trabajando bajo tierra, no sólo aquí sino en toda América Latina y nosotros…

Nosotros caminamos mil doscientos metros hacia el corazón del cerro, disfrazados de mineros. Falta el aire, el olor es extrañísimo pero no se puede saber qué tipo de olor es, sólo se puede respirar, meter aire a los pulmones. Intentamos subir un par de niveles dentro de la mina pero es imposible, a pesar de arrastrarnos en toboganes de piedra. Ruidos tenebrosos nos envuelven. Hombres de todas las edades pasan con la mirada fija en la luz que brota de sus cascos, empujando carros repletos de algún mineral. Nuestra presencia no es bien recibida pero es aceptada tal vez con rencor o necesidad o indiferencia. La última bocanada de aire huele a ira.

Las condiciones de explotación de antaño también brillan como vetas de oro en las entrañas de este cerro: hombres, mujeres, niños, pueblos o naciones entregan su vida por unos pesos. En este lugar oscuro, húmedo, sofocante, son alrededor de quince mil mineros trabajando bajo tierra las veinticuatro horas del día, mascando hojas de coca para matar el hambre antes que el hambre los mate a ellos. Hay familias enteras que heredan una muerte larga, una vida corta.

Familias como la de José Miguel, un niño de catorce años que nos encontramos sentado en un codo del camino, junto al altar del Señor de los Mineros, un cristo personalizado al que se le ofrenda y pide suerte bajo esa mole de tierra, piedra y huesos de otros muertos. Él está ahí, con una pequeña mochila de Mikey Mouse, ayudando a su padre como puede. Esa mochila que podría tener libros, juguetes o sueños, tiene cajitas de plástico con colecciones de los seis principales minerales que se extraen hoy del Cerro Rico.

Solo, rasgando la oscuridad con la lamparita en el casco de su cabeza, con el pelo lleno de polvo y los ojos negros, José Miguel vende esas colecciones. Alrededor suyo se sienta la excursión turística, apuntándole a la cara con las lámparas, mirándolo como se mira una mascota en un escaparate. ‘¿Qué es lo que más te gusta de estar aquí?’, pregunta un tipo de chamarra impermeable roja. José Miguel piensa y no dice nada, nos mira a todos y el aire se espesa. ‘¿No preferirías estar afuera?’, dice una chica acomodando su luz que apuntaba al cristo. Casi en un grito, el pequeño responde un profundo . Como sin haber escuchado, una voz del fondo se tira sobre el chico: ‘¿Te gusta trabajar en la mina?’. NO, es la respuesta, un no tupido y orgulloso acompañado de una pregunta libertaria: ‘¿a quién puede gustarle?’

Foto: Malena Vázquez

Foto: Malena Vázquez

La mirada de José Miguel no es la de un niño de catorce años, tampoco es la mirada de un adulto. Su mirada parece más la de un triste sin edad. La imbecilidad humana, como la insensibilidad humana no parece tener límites. Entramos para ver y salimos abrazando la mano que nos enceguece. Quizá sea necesario dejar de buscar un otro sin pies que nos permita no quejarnos más de nuestros zapatos, y volver a mirarnos a los ojos.

Caminamos hacia la salida. Nuestros pasos son torpes, temerosos. Una curva se desnuda ante el sol. La luz al final del túnel apura las pisadas. La espalda grita basta. Afuera la luz, el aire puro, el fresco de la tarde. Llenos de polvo las manos, la ropa, el alma, volvemos a nuestra realidad, cualquiera que sea. Pero adentro todo sigue como antes. El Cerro Rico sigue siendo explotado junto con los mineros. Bolivia, uno de los primeros países en acuñar moneda y hacerlo durante 376 años, hoy la recibe de Francia y Canadá.

Algunas veces la realidad se esconde, pero otras está ahí y no sólo basta con mirarla. A Oswaldo Guayasamín, artista ecuatoriano, la muerte le impidió terminar el trabajo que realizaba en la cúpula de La Capilla del Hombre, en Quito. El nombre del mural es ‘Potosí, en busca de la luz y la verdad’. Nosotros, que aún gozamos de vida, debemos escuchar esas paredes y sus palabras, porque es bien cierto que “si no tenemos la fuerza de estrechar nuestras manos con las manos de todos, si no tenemos la ternura de tomar en nuestros brazos a los niños del mundo, si no tenemos la voluntad de limpiar la tierra de todos los ejércitos; este pequeño planeta será un cuerpo seco y oscuro”, como lo será algún día el corazón de todos los Cerros Ricos del continente.

yo(Latinoamérica, 1982) Psicólogo, escritor, lector y caminante. Cursó la Maestría en Salud Mental Comunitaria en la Universidad Nacional de Lanús, Argentina (2009). Ha sido colaborador y lo seguirá siendo. Colecciona proyectos que buscan ver la luz. Alguna vez ha hecho teatro, alguna otra radio, alguna más video y foto; la música nunca se le dio, pero le sigue rogando.

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Autor Lado B
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