Lado B
Chibanis, la vejez del inmigrante en Francia
 
Por Lado B @ladobemx
27 de noviembre, 2013
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Diana Mandiá | Periodismo Humano

Marsella. “¿Fuga de capitales? ¿Evasión fiscal? Es él. Nombre: Chibani [anciano en árabe]. Nacido en 1935. Reclutado en un pueblucho. Jubilado de la reconstrucción francesa. Bolsillos llenos con la pensión mínima. Analfabeto. Utiliza la carretera para evitar los controles».

Foto tomada de www.periodismohumano.com

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Esta descripción jocosa, extraída de una viñeta sobre la vejez de los inmigrantes en Francia, habla de gente como Djilali (nombre supuesto), argelino de 78 años y obrero retirado de los ferrocarriles galos. Comprende el francés pero le cuesta mantener una conversación que no sea en árabe. “Me las arreglo para hacer la compra y esas cosas”, dice. Vive en los nueve metros cuadrados, lavabo incluido, que paga en un albergue para inmigrantes de Toulouse, con cocina y ducha compartida con los vecinos de su pasillo y un trasiego agotador de escaleras para su edad. No tiene amigos en Francia. Su mujer y sus hijos lo esperan cada seis meses en un pueblo cerca de Orán, en Argelia, de donde se marchó en 1959, con 17 años y solo, buscando remedio contra el paro y la pobreza. El país magrebí era entonces un departamento francés – ya sumido por aquellas fechas en un traumático conflicto colonial – mientras que al norte de los Pirineos la metrópolis clamaba por mano de obra barata para la reconstrucción de su posguerra. Los que como Djilali dejaron el norte de África en aquellos años son ahora chibanis (cabellos grises, ancianos) en Francia, la primera gran generación de jubilados extranjeros. En total, según un informe de la Assemblée Nationale, son unas 800.000 personas mayores de 55 años, de las que 350.000 han alcanzado ya los 65, y a las que la jubilación ha vuelto invisibles.

El apelativo cariñoso –chibani- no permite ni de lejos adivinar el aislamiento, la soledad, las pensiones mínimas, las condiciones precarias de vivienda y los rígidos controles administrativos del día a día, más difíciles de sobrellevar para los ancianos que como Djilali están solos en Francia porque nunca pudieron acceder al reagrupamiento familiar. Para traer a la esposa y a los hijos el Estado francés exige una vivienda mucho más grande que la habitación de un albergue e ingresos muy superiores a la pensión de jubilación que perciben estos viejos obreros sometidos durante su vida laboral a la precariedad, el paro o el trabajo sin contrato. La mayoría no llega a los 700 euros mensuales, lo que en Francia significa estar por debajo del umbral de la pobreza (977 euros para una persona sola).

Djilali deja cada jueves su habitación en el barrio de Saint Cyprien para reunirse con otros ancianos magrebís necesitados como él de compañía y orientación. El lugar de encuentro de estos antiguos obreros está en la Case de la Santé, la asociación que en 2009 levantó la voz ante el recrudecimiento de los controles a los ancianos por parte de la Administración francesa. El colectivo fundado entonces, Justice et Dignité pour les Chibanis, llegó a ocupar los locales de la Carsat Midi-Pyrinées (Caisse Assurance Retraite et Santé Au Travail ) para protestar contra el acoso al que la seguridad social sometía a estos chibanis, muchos de ellos analfabetos e incapaces de desenvolverse en francés.

La disciplina en las visitas al país de origen debe ser férrea. Los chibanis están jubilados, pero la ley los obliga a vivir en Francia la mitad de año bajo amenaza de tener que reembolsar sus prestaciones. Esta exigencia tuvo su punto álgido en 2009 y 2010 con controles puerta a puerta en las habitaciones de los albergues de inmigrantes, como en el de Fronton de Toulouse, donde viven 197 personas. Las seguridad social quería comprobar que los jubilados cumplían las condiciones para cobrar una ayuda suplementaria – la ASPA, conocida popularmente como minimun vieilleuse – solo percibida por los que no alcanzan los 700 euros de pensión. Las multas para los que habían estado más de seis meses con sus familias en el Magreb se sucedieron y algunos tuvieron que devolver cuantías de cerca de 22.000 euros bajo acusaciones de fraude que los trabajadores sociales de la Case de la Santé consideran discriminatorias, puesto que afectan ex profeso a los inmigrantes.

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