Lado B
TEMPORAL DE OCTUBRE
Vanessa Téllez
Por Lado B @ladobemx
18 de octubre, 2013
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Vanessa Téllez

 

Hasta que llegó al estacionamiento, Benjamín cayó en cuenta que había salido del consultorio. No podía recordar si habían dicho algo él o su mujer al doctor luego de que este les informara que serían padres.

Mientras caminaban hacia al automóvil recordó la única vez que conversó con Julia sobre la posibilidad de tener hijos. Aquél dialogo inesperado surgió a la mañana siguiente de celebrar su tercer aniversario.

En los dos primeros años, mencionar la idea de tener un hijo era impensable y contrario a sus deseos macerados en cierto egoísmo profesional e individualista. Más que un plan de vida, el haber conversado aquella noche sobre de la posibilidad de crear una familia, se debió a la propulsión que suelen tener las parejas jóvenes cuyos compromisos monetarios están regidos por cierta permisibilidad a razón precisamente, de aún no tener hijos.

Potenciados por un apetito comunista proveído por sus padres, Benjamín y Julia, se consideraban a sí mismos una especie de mancuerna heroica. Para Julia la política partía de una necesidad moral, era simple y casi justificado que el mundo necesitara sumergirse en la basura, apestarse un poco para salir avante cada determinado tiempo. Una especie de purgatorio que ponía sobre la mesa la calidad moral de los afectados; esta visión le permitía por ejemplo, despreciar el sistema y al mismo tiempo, participar constantemente en él manifestando inconformidades y pequeñas rencillas sin mayores consecuencias. Más que un esporádico impulso, aquellas acciones de volvieron una suerte de costumbre que se inició mientras estudiaba periodismo en la facultad. Por esta misma pasión social, para Julia más alentador que encontrarse en la cúspide del triunfo profesional, lo que motivaba sus días, era el sueño que siendo adolescente concibió de la mano de su padre, profesor que en sus poco más de 50 años trató inútilmente de derrocar al sistema que regía al sindicato magisterial. Todavía, de vez en cuando, Julia se veía a sí misma colonizando la mitad de Sudamérica con repetitivas metáforas de liberación social.

Al lado de este perfil, Julia se permitía explorar la otra parte de su personalidad, quizá en parte, para sentirse menos política de lo que se reconocía. Aunque con una preparación universitaria más que eficiente, y con un manejo perfecto del inglés, a Julia no le gustaba pregonar ninguno de sus méritos educativos; en cambio, le gustaba explorar las posibilidades de una vida solitaria, alejada de la alquimia que provee el capitalismo. Sus preferencias laborales, comulgaban con un estilo de vida empeñado en manifestar ciertas carencias. Un empleo mal pagado que apenas podía solventar sus gastos, era la necesaria remarcación de sus principios. También escribir insulsos y ridículos reportajes sobre cómo preparar compostas caseras, o embutidos desde la comodidad de una casa, era la otra herramienta para negarse a participar del todo en la sociedad de la que se mofaba a veces, más con reiterada crueldad que con necesaria filosofía.

Los sueños de Benjamín no estaban demasiados lejos de ese perímetro. Era cierto que compartía con su mujer, algunos de esos principios, pero por lo general, Benjamín entendía la necesidad de tener dinero para sobrellevar una moderada calidad de vida. Desde que conoció a Julia, y pese a aceptar que buena parte de su fascinación por ella, consistía en admirar esa serie de rarezas, supo que quien tendría que llevar cierto control matemático en la relación sería él. En cierto modo, que Julia se mantuviera exactamente igual desde el día en la conoció hasta la fecha, le parecía una suerte de triunfo.

Alentado por las particularidades de Julia, Benjamín se vio forzado a aceptar trabajos no sólo mal retribuidos, sino que por lo general, solían alejarlo bastante de su pasión por la música. Aunque enfrentaba un futuro poco menos que alentador artísticamente hablando, su felicidad cabía por así decirlo, en un cuerpo. La misma entidad a la que todas las noches buscaba con ánimo intacto pese a que en el día hubiera encontrado pequeñas minas que sólo la rutina atina a colocar en espacios reducidos y rematadamente familiares.

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Como la mayoría de las mujeres de su edad, Julia disfrutaba de su juventud y sus inesperados hábitos mundanos. No fumaba y bebía muy poco, sólo de vez en cuando prendía un poco de marihuana para prolongar el éxtasis que le hubiera provocado alguna película o una buena melodía. Le gustaba hacer el amor todavía bajo los influjos de la marihuana. Sólo pocas veces había deseado a otro hombre que no fuera su marido. Por lo demás, se permitía de vez en cuando coquetear con algún turista extraviado en los alrededores del zócalo porteño. Aquella ciudad colorida destilaba la promoción de diversos restaurantes; no muy lejos uno del otro, se enraizaban como mandrágoras sobre la extraordinaria bahía invitando a los comensales en una órbita de lujuriosos sabores.

No todo permanecía sujeto al estándar del amor correspondido, para Benjamín por ejemplo, los celos no sólo eran un zona común en el panorama de su relación, sino un sitio en el terminaba colocando todas las pequeñas molestias que los días acumulaban de su relación con Julia y su irreductible alejamiento de la música. Más de una vez pasó por su mente el que Julia lo abandonara para volver por ejemplo, con su anterior novio. Aquella idea se volvía un reclamo que despertaba en momentos extravagantes, específicamente cuando a Benjamín se le pasaban las copas y volvía a casa tan sólo para encontrar a Julia desnuda en la cama. Le gustaba ver el cuerpo de su mujer extendido en aquella armonía de curvas y corvas de exquisitas proporciones. La idea de que ese cuerpo hubiera sido de otros aun en el pasado, le colocaba un enojo a destiempo que sólo podía aplacarse cuando estacionaba sobre Julia todo el peso de su cuerpo y la penetraba hasta caer agotado sobre ella.

Muchas noches ese apasionamiento súbito fue la batuta que direccionó su relación. En torno a la rutina, eran estos desprendimientos físicos los que atizaban una pasión casi siempre tibia por el día. Julia prestaba la mayor parte de su tiempo a esa otra afición que había abrazado como estudiante, y en la que invertía el poco dinero que ganaba. Libros de toda índole sobrevivían en medio del caos de su pequeño departamento. Temáticas tan dispares que iban desde teología, narrativa o poesía, pasando por algunos tomos viejos de parasicología, magia  y principalmente, enciclopedias especializadas en Trastornos mentales.

Si en lo social, Benjamín guiaba el tono de la conversación, en lo referente a la psique, era Julia quien ponía las neuronas sobre la mesa.  En la emoción de todas esas lecturas se sintió capaz de evaluarse a sí misma y concluir que sus manías, como quitarse los pequeños vellos de las manos o piernas uno por uno con el empleo de pinzas, era producto de la tricotomía que padecía. Muchos otros trastornos de inexplicable origen fueron surgiendo; aquellas suposiciones de volvieron zona de confort, poco después de auto diagnosticarse dos o tres trastornos más, Benjamín concluyó que a Julia como a la mayoría de las mujeres, lo que le agradaba era ser el foco de atención. No tener dinero fue lo único que la abstuvo para evitar auto medicarse. Eso y la presencia de Benjamín que desestimó esa y muchos otras conclusiones médicas, en cambio, se dedicó a tapiar las fisuras por donde la baja autoestima de Julia manifestaba focos rojos.

Lejos de las medicinas y los libros científicos, el paraíso por donde deambulaba la pareja estaba más en sincronía con sus ofuscadas y a veces impertinentes opiniones y participaciones políticas en cualquier planteamiento social que requiriera un poco de su atención, que más que enriquecerles, solían dejarles con las carteras vacías y pidiendo préstamos a los amigos de confianza. Esta actividad de acudir y apoyar causas ajenas era habitual en la joven pareja. En menos de seis semanas albergaron en su pequeño departamento, lo mismo a prófugos de la justicia, perseguidos políticos o pequeños provocadores que lo más volátil que habían hecho era participar en alguna huelga de hambre con nulo éxito. Los hombres y mujeres que llegaron a su departamento poseían pese a lo distintos de sus rasgos, una nomenclatura similar. Un conjunto de facciones que los igualaba los unos con los otros. Conforme pasaban las semanas tanto para Benjamín como para Julia se fue haciendo cada vez más complicado distinguir un rostro de otro.

Había visto las nubes pero no la lluvia. Sólo cuando buscó en el horizonte el primer atisbo de humedad, se encontró con el rostro de Julia. Lucía exactamente igual a como estaba cuando recibió la noticia del bebé en el consultorio. Miraba como él hacia el frente de la carretera. Sobre el regazo sostenía su pequeño bolso. Benjamín odiaba el olor que desprendía aquella baratija, un olor que mediaba entre caucho quemado y plástico nuevo.

Vino el primer relámpago. A lo lejos, en un costado de la carretera podía verse una tienda de abarrotes. Benjamín recobró cierta cordura. El recuerdo que vino a su memoria fue cuando tenía ocho o nueve años. Entonces vivía con su madre en la casa de sus abuelos. Su padre, le había abandonado todavía siendo un nonato. No podía recordar si alguna vez lo extrañó. De hecho, apenas podía recordar algo de aquellos años. La mitad de sus memorias eran criaturas deambulando en medio de la nada, una nada que le proveía a su vez de cierto confort. Algunos de esos recuerdos más que dolor, poseen cierto hedor capaz de hundirlo en una tristeza insoportable. Todavía consistente, el recuerdo de su madre lavando ropa ajena sobre el lavadero del patio, apela un poco en los años perdidos que no puede o no quiere recordar.

Aquél olor de lejía que se desprendía de las manos de su madre y que tomaba forma física en el río de agua blanca que salía debajo del fregadero, es una de las pocas fotografías que lo persiguen con ánimo nostálgico. Esas mismas apariciones de su madre tienen su otro álbum en torno a la cocina. Aquél olor, el de las patatas peladas y la cáscara fragmentada cayendo bajo la mesa de madera es una canción de cuna que reposa sobre su cabeza.

El calor sobre la carretera recrea brasas que pintan siluetas en el asfalto. Más truenos centellan a lo lejos. La lluvia está por alcanzarlos. En los cristales del auto, el vaho configura pequeñas formas humanoides, Benjamín alcanza a distinguir el rostro demoníaco de un anciano. Echa una mirada sobre la ventanilla del lado de Julia, también ahí se han formado algunas otras figuras; un caballo parece cabalgar al unísono de la velocidad con que empieza a caer la lluvia.

Pasan de las once de la mañana. Luego de una hora, estacionados en la carretera, Benjamín enciende el automóvil.

-Patatas – dice Benjamín como quien recuerda que están anotadas en la lista del mandado.

-Nos faltan patatas- vuelve a decir Benjamín, como si insistir en la carencia de tubérculos hiciera a Julia volver en sí.

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Como si se tratara de un reflejo inmediato, Benjamín resuelve retornar sobre la carretera. Apenas unos meros después, aparecer en el horizonte la tienda. Sumida en una polaroid casi devastadora, ni Julia parece distinguir lo abandonado del lugar. El polvo levantado en pequeñas tolvaneras da cuenta del sitio situándolo más como una imagen extraordinaria que como un hecho ordinario de la vida real.

Ante la mirada impávida de Julia, Benjamín bajó del auto y enseguida se adentró en el pequeño y maloliente establecimiento. Estantes de poco menos de dos metros se erigían como segundas paredes. Había comida enlatada, bolsas de granos, y montones de cajas de cereales sin uniformidad esparcidas en torno a pequeñas columnas de más viandas. Al fondo estaban repartidas sobre cajas de cartón, las frutas y verduras. Las patatas estaban a un lado de las berenjenas y los tomates cherry. Para oler a basura el lugar estaba bien surtido.

Antes de caminar rumbo a la caja y pagar, miró sobre un par de estantes más. En un piso completo encontró diversos tipos se salsas, en uno más abajo, había comida de soja con sabor a milanesa,  chorizo y pollo. Una náusea repentina le hizo arquearse. Se acercó hasta la caja haciendo el esfuerzo por reprimir la voluntad de volver el estómago. Cuando llegó hasta el mostrador, una mujer delgada, bastante mayor de edad, estiró sus manos hasta colocar las patatas sobre una báscula. Eran todas las patatas que estaban sobre la caja de cartón, algo así como dos kilos.

-¿Son todas? –preguntó dubitativo Benjamín.

-Esas y las que todavía siguen en la bodega –dijo la mujer- mi marido aún no las ha contado para ponerlas en venta.

-¿Podría venderme esas también? –propuso Benjamín, mientras sacaba su cartera y contaba los billetes que tenía en su interior.

-Mi marido no está y no tengo quien las cargue hasta acá. Y le repito, todavía no se han contado. Venga mañana, puedo apartárselas.

Mañana era una palabra que a Benjamín le sonó igual que decir, ‘nunca’, o ‘jamás’. Tuvo la impresión de que la mujer no había sido capaz de notar su necesidad. Apoyado por la amabilidad y aparente disposición de la mujer, Benjamín volvió a insistir en su ofrecimiento.

-Si me dice dónde están, puedo ir y contarlas. Le daré el doble de lo que valen –ofertó, su cara improvisaba repentina una mueca que parecía corresponder al hombre que iba a cambiar la vida de la anciana mujer.

Benjamín no era un hombre desagradable. Aunque no muy alto y de complexión mediana, en general, tenía buen aspecto. A ello además, se sumaba una educación matriarcal que lo había vuelto un hombre educado y servil, especialmente cuando se trataba de mujeres. El tono de sus palabras casi sacro, hizo sentir cómoda a la mujer. Era una propuesta imposible de contradecir. La mujer miró hacia la puerta, afuera sólo había un automóvil y una mujer sentada en su interior. No había rastros de otros clientes, aun así, la mujer respetuosa de ciertos protocolos y dado que iba a dejar sola la tienda por unos minutos, caminó hasta la entrada donde se encontraba un rótulo que anunciaba si la tienda estaba abierta o cerrada, miró de reojo a Benjamín y volteó el letrero hacia el lado que decía ‘cerrado’. Cuando estuvo detrás de ella, Benjamín fue consciente de lo mayor que era la mujer.

Sus pasos cortos eran de una pasividad abrumadora. Debido a lo delgada que era, Benjamín podía contar las cuencas de rosario que sobresalían por encima de su vestido. Reconoció  con cierta culpa que no sabía su nombre. Salieron por una puerta trasera rumbo a la bodega. Olía profusamente a humedad. A medida que Benjamín avanzaba sobre el camino de tierra siguiendo a la mujer, notó que el olor se agudizaba. Entraron en la bodega. Recargadas en los costados de las paredes, había docenas de cajas arrumbadas sin ningún orden. Muy cercanos, al menos una decena de costales arrumbados, algunos irradiaban un olor ha descompuesto que obviaba el interior: frutas y verduras pudriéndose.

El desamparo fue una sensación que volvió a llevar a Benjamín a sus años de niño. Afuera relámpagos confirmaban la tormenta anunciada. Gruesas gotas de agua golpeaban el techo de teja que cubría a la pestilente bodega. La confusión ya no era sólo una promesa, era también certeza del tiempo. Bajo el sonido de la lluvia no hubo más intercambio de palabras entre ambos. Cercano a la mujer se encontraba un viejo banco de madera circular, Benjamín lo colocó cercano a las patatas arrumbadas entre dos cajas de madera. Sacó del bolsillo de su pantalón la cartera y enseguida estiró todos los billetes que encontró en ella hacia la mujer. Era una cantidad más que suficiente, Benjamín tranquilamente podía llevarse, de requerirlo otras verduras de la bodega o productos enlatados de la tienda. Ni siquiera tuvo tiempo la anciana de coger algunas patatas cuando Benjamín levantó un cuchillo pelador del suelo y tomando una patata, comenzó a pelar.

Mientras la conciencia del recuerdo saldaba la deuda con su pasado de niño, lejano a él, bajo el sonido de la lluvia y la espectacularidad del trueno, sumergido entre centímetros de polvo que triunfaba sobre superficies de imposible alquimia, y en medio de la opresión que su pecho sentía, Benjamín encontró un confort proporcional al número de patatas que iba pelando. Sus manos se agrietaban conforme triunfaba sobre los tubérculos, como si entonces reviviera los años de pobreza bajo el regazo materno, tan sólo recordando que los había sobrevivido, y que la lluvia, aunque estallara con toda su furia no acabaría con el futuro, ni siquiera con octubre.

Vanessa Téllez*(Guerrero, 1981) Fue locutora en radio estatal y beneficiaria del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico con la novela Signos vitales, publicada en el Fondo Editorial Tierra Adentro.

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