Lado B
¡Aviéntales el cerillo, son secuestradores!
Dos muchachos y un buen hombre mueren linchados. Ninguno tenía que ver con robos o raptos. Eran inocentes.
Por Lado B @ladobemx
25 de octubre, 2013
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Un rumor se esparce como flama tras un chispazo: tres hombres querían secuestrar a unas jóvenes. Ya es demasiado. Hace poco mataron en el panteón a tres muchachos y luego a otros dos.

“¡Agárrenlos y llévenlos a la cárcel!”.

Gente del pueblo lo hace. Ahí los guardan hasta que alguien grita: “Los van a soltar”. Hay decenas de habitantes que no están dispuestos a tolerarlo, sea o no cierto. Así que sacan a los acusados: los jalan, los insultan, les pegan, les gritan, los patean.

Los receptores de tanta furia no entienden por qué. No importa. De una persona a otra se pasan un garrafón azul y una botella de Coca Cola. Ambos con gasolina.

La turba ruge, enloquecida. “¡Pinches secuestradores!”. Los amenazan, los apalean, los empapan de combustible. Una mano hace lo impensable: presiona un cerillo contra la lija de la cajita, los dedos lo lanzan al aire y éste viaja, inexorablemente, hacia los cuerpos en el suelo. La noche se enciende durante un instante. Arde el fuego en silencio.

Dos muchachos y un buen hombre mueren linchados. Ninguno tenía que ver con robos o raptos. Eran inocentes.

 

Humberto Padgett / emeequis

@HumbertoPadgett

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Chalco, Estado de México.- Una mano sacude el empaque de cartón para constatar que, en su interior, existen suficientes cerillos. El minúsculo cajón se desliza hacia afuera y, en su interior, prevalece el desorden entre las varitas de papel encerado de tres centímetros y medio de largo con punta inflamable. Es la noche del viernes 10 de febrero de 2012 y aquí, en San Mateo Huitzilzingo, esos pabilos son un arma mortal.

El índice y el pulgar de la otra mano escogen un fósforo, lo extraen y cierran la cajita. La multitud contiene el aire. Espera. Vibra. Exige.

“¡Ya préndanles fuego, cabrones!”, ruge “alguien”. No es una voz de alguien en particular, pero ahí está, insistente.

La cajita gira y muestra su canto de lija.

En la plaza pública de este pueblo dos hombres abatidos en el suelo se quejan. Respiran aún. Los bañan con gasolina. El tercero, casi un niño, está tendido a pocos metros. Ya ni golpean su bulto. No tiene caso, está muerto. De todas formas también lo impregnan con combustible.

“¡Ya aviéntenles el cerillo!”, demanda la turba.

La cabeza del cerillo raspa la superficie áspera de la lija. El jalón es firme. El agregado de azufre respira y traslada las partículas necesarias de oxígeno para que el compuesto de fósforo, hecho para ganar calor de inmediato, se incendie. Minúsculas explosiones ocurren en la cabeza coloreada, como una melena pelirroja sacudida por el viento.

El recubrimiento de parafina del cerillo se prende. Es una pequeña antorcha. No hace falta más.

Los dedos sacuden el pabilo, estabilizan el fuego. El codo se flexiona, lleva la mano con dirección al hombro. La multitud se repliega para asegurar sus propios cuerpos, pero se mantiene lo suficientemente cerca para ver el momento ansiado.

El brazo hace el resorte y los dedos sueltan e impulsan a la vez el cerillo para que éste viaje con la trayectoria de parábola necesaria. La flama viaja hacia uno de los cuerpos tirados; la tenue temperatura de la noche evapora la gasolina. Y la luz ardiente la toca.

***

José Manuel Mendoza Gil, a quien todos conocen como Pepe, nació el 12 de mayo de 1985 en el Distrito Federal; era el último de los cuatro hermanos que crecieron en el barrio de Peñón de los Baños, al oriente de la ciudad.

Faustino, su padre, se dedicó siempre a la albañilería. Su salario apenas daba para mitigar el hambre familiar, así que su esposa no tuvo más remedio que trabajar en un puesto callejero de comida. Por eso, porque debía pasar buena parte del día fuera de casa, la verdadera madre de crianza de José Manuel fue su hermana mayor, Verónica.

“Cuando fue la primera guerra en Irak —cuenta Verónica—, Pepe iba al kínder. Un día tuvieron una excursión a la fábrica de pan Bimbo. Él me abrazaba con mucho miedo. No se me quería apartar”.

—¡No me dejes, manita! ¡No me dejes! —suplicaba el niño.

—Pero vas a hacer pan, mi amor —le acarició la cabeza Verónica.

–No quiero ir, me van a llevar a la guerra y tengo mucho miedo. No quiero morir —lloró Pepe con pleno convencimiento de que algo malo le ocurriría.

—No, manito, ¿cómo crees? Yo aquí te voy a esperar. Cuando regreses —recuerda Verónica y se quiebra en llanto al contar la anécdota— te voy a comprar una paleta de limón, de las que te gustan —la mujer jala aire, aprieta los hombros, mira al techo—. Pero te tienes que portar bien.

—Tengo miedo de que me maten.

Poco después de que Pepe cumpliera 10 años, su padre ya no pudo pagar el alquiler de una casa. Y como tampoco tenía manera de comprar un terreno en esa zona empobrecida del DF, se internó con su familia en el Estado de México, en un pueblo de tierra y hierba del municipio de Chalco, un lugar llamado San Juan Tezompa.

Carecía de drenaje, de agua potable corriente y de energía eléctrica. Las calles no estaban pavimentadas. Era extraño que pasara el servicio de recolección de basura, pero más lo era el avistamiento de una patrulla policiaca.

Dieciséis años después, todo continúa igual.

***

No entiende nada. No hay modo de que pueda hacerlo. La marea de brazos lo saca violentamente, lo arrastra desde la reducida celda para borrachos en que ha pasado las últimas horas. Pepe intenta asirse de algo, pero no hay nada, sólo un frío piso de cemento aplanado.

Aúlla, lucha inútilmente, grita con desesperación. Pero este viernes 10 de febrero nada logrará. Alguien, un “alguien” absolutamente indeterminado, abre una botella de Coca Cola llena de gasolina y la vacía sobre su cara y su cuerpo. Pepe no entiende. Nadie le explica nada. Lo patean. Lo apalean. Un puñetazo le lastima el rostro.

Cerillo

“¡Secuestrador!”, le gritan casi a coro. No ha dejado de escuchar esa palabra durante toda la tarde. “¡Secuestrador, te vamos a matar!”.

Lo sacan y lo dejan caer a la entrada del edificio delegacional de San Mateo Huitzilzingo, en Chalco, Estado de México.

Está empapado. Imposible saber si es por el sudor frío, por su propia sangre o por la gasolina con que lo han bañado.

—¡Ya, pinche Perra, échales el cerillo!

—¡Perra, no seas maricón y préndelos! —conmina otra voz en medio de la multitud.

El Perra mira alrededor. La muchedumbre jadea, exhausta después de golpear ininterrumpidamente durante 15 minutos a Pepe, un albañil de 26 años de edad, y a Raúl y a Luis Alberto, dos jóvenes de 16 años.

La noche se incendia por un instante.

***

Pepe concluyó la primaria y estudió la escuela secundaria en Tezompa, pero no pudo continuar con la preparatoria ante el agobio de la pobreza. En los terregosos llanos del pueblo, que delimitaban con cal y en cuyos extremos colocaban tres palos para formar las porterías del campo de juego, encontró su pasión: el futbol. También ahí se enamoró.

Cuando la familia Mendoza Gil se mudó al Estado de México, los pocos vecinos le encontraron a Faustino Mendoza parecido con un jugador de futbol de la época, apellidado Gómez. Faustino se convirtió entonces en El Tío Gómez, y su hijo menor, Pepe, en El Gómez Chico.

A los 15 años Pepe conoció a Arely, una muchacha de su edad, a la que al poco tiempo “se robó”, como en la tradición pueblerina se explica el hecho de que, con la aprobación de la “robada”, pero sin el consentimiento de sus padres, ella se vaya a vivir a casa de su novio o, más precisamente, a la de sus suegros. Arely se mantuvo así los 11 años de su relación. Nunca se casaron y siempre compartieron la vivienda con los padres de él. Se llamaban entre sí, afectuosamente, Gordo y Gorda.

“De él me gustaba su forma de ser. Era buena gente, cariñoso. Se daba a querer. Me regalaba detalles. Una vez me llevó a la Villa de Guadalupe. Nos compramos un anillo, cada uno tenía escrito el nombre del otro. Eran de metal, muy sencillos. Baratos. Y yo lo quise mucho por dármelo. Me gustaban sus ojos y su boca. Su mirada… cuando platicábamos y nos veíamos”, llora Arely.

“Mi marido siempre estaba aquí, conmigo. Del trabajo a la casa. Salíamos juntos a todos lados. Siempre llegaba a dormir. Si íbamos a una fiesta o un baile, llegábamos juntos y nos salíamos juntos. No veo de dónde pudiera sacar dinero para darle atenciones a otra mujer, porque andan diciendo que pasó lo que pasó porque andaba con otra y que se la quiso robar. Eso no es cierto.

“A él siempre le gustaba que sus hijos estuvieran bien. A mi hija le hacía sus fiestas de cumpleaños. Una vez hizo el esfuerzo de traerle una botarga de Hello Kitty. Y en otra ocasión les regaló una imagen de la Virgen de Guadalupe con el nombre de la niña, y una de Cristo con el nombre del niño”.

Pepe trabajó como repartidor de cilindros de gas; aprendió el oficio de moldurero o colocador de hule en los marcos de puertas y ventanas de autos, y finalmente tomó el camino de su padre y se hizo albañil. Su vivienda no tenía losa. El techo estaba armado con láminas de cartón. Poco a poco, y para mejorar la estancia, él mismo construyó el techado.

Un año después de haberse unido a Arely, llegó su primera hija. Nació el día que el calendario de la Iglesia católica dedica a Santa Laura. Era un nombre demasiado simple, así que Pepe buscó una solución para que su hija se distinguiera: la encontró en una canción del brasileño Roberto Carlos. La bautizó “Lady Laura” y hoy tiene 10 años de edad.

Aunque Pepe estaba ilusionado con tener un hijo varón, las limitaciones económicas impedían que la pareja considerara ni por asomo un nuevo embarazo. Así que él suplía la carencia de un hijo con la amistad y cercanía que había entablado con dos muchachos vecinos, Luis Alberto y Raúl, a quienes vio crecer desde pequeños, desde que él y su familia llegaron a Tezompa.

***

En Tezompa no hay persona que no haya contratado a El Gómez Chico para colar un techo, levantar una barda o construir una casa. No se encuentra a alguien que expresa la mínima queja en su contra. El dueño de la tienda de materiales de construcción jamás tuvo un problema con él. No tenía enemigos ni le gustaba armar pleitos con nadie.

Y no era de los que abusan a la hora de cobrar. “Mi trabajo me recomienda. No necesito cobrar ni más ni menos”, le agradaba decir con orgullo y autoridad.

“Era de las personas que por un buen amigo se quitaba la camisa”, resume un vecino. “Eran buenas gentes, personas de trabajo”, comenta el delegado de San Juan Tezompa.

“Si tenía medio kilo de bisteces —ejemplifica su hermana Verónica—, me hablaba: ‘Vente carnala, vente con tus hijos’. Nunca escatimaba en ese tipo de cosas. Le gustaba que todos estuviéramos en la mesa”.

Verónica camina hacia la recámara de su hermano. Vuelve con una fotografía y se sienta en la salita de la casa. Muestra la imagen de un hombre de 1.70 metros de estatura, cercano a los 80 kilos de peso, con una evidente barriga. Moreno claro, ojos grandes y cafés. Cejas pobladas y juntas. La boca pequeña, el cabello lacio y corto, con un bigote que se dejaba crecer como una sombra sobre el labio superior.

—Tenía su porte mi hermano —dice orgullosa–. ¿Usted le ve cara de ladrón, secuestrador o violador? —pregunta con tono indignado sin esperar respuesta.

***

Del limitado vestuario de Pepe, una era su prenda favorita: la playera del Cruz Azul. Hijo de un albañil que siempre hablaba de las glorias pasadas de ese equipo de futbol, y él mismo un albañil en ciernes, no podía ser más que fan del equipo de la cementera. Cuando abandonaron el Peñón de los Baños, Faustino reunió a sus dos hijos menores y los llevó, después de más de dos años de no hacerlo, al Distrito Federal.

Atravesaron toda la ciudad para ver, en el Estadio Azul, un juego de su equipo. Ya nadie recuerda el rival ni el resultado, sólo la emoción del chavalo que para entonces había cumplido 12 años. “¡Soy Norberto Scoponi! ¡Soy El Conejo Pérez!”, anunció a voz en cuello apenas regresó del partido a Tezompa y se encontró con una pelota, buscando quién lo retara a chutar unos penaltis e invocando a quienes acababa de ver jugar.

Pepe nunca volvió al estadio, pero eso no impidió que cada dos sábados vistiera la casaca azul y una gorra blanca con la cruz azul. Religiosamente prendía la tele cada que transmitían partido de su equipo. Pronto se acostumbró a que el Cruz Azul hiciera la mejor de todas las temporadas regulares para luego quedar eliminado en la recta final del torneo.

No tuvo tiempo de ser un hombre de muchos gustos: le faltó conocer el mar, nunca llevó a su familia al cine, rara vez compraba ropa y si lo hacía, la pagaban en abonos.

“Cuando tenía trabajo, andábamos con mil pesos a la semana. Cuando no, con 50 pesos diarios debíamos comer los niños, él y yo. Cuando le iba mejor y me daba para el gasto, yo guardaba aunque fuera un poquito y lo sacaba en los tiempos difíciles. Yo vendía dulces o elotes cocidos para completar. ¿De dónde sacan que era secuestrador?”, se pregunta Arely.

***

Otra parte de la vida de Pepe se hallaba marcada por la religión. Él y su mujer fueron elegidos por sus vecinos del pueblo como mayordomos del Niño Dios durante tres años consecutivos, el último de los cuales concluyó en diciembre pasado.

Como mayordomos hospedaban en su casa la imagen del Niño Dios durante dos meses, organizaban una fiesta en su honor y lo entregaban a otra casa. Cada 12 de diciembre, día dedicado a la Virgen de Guadalupe, la pareja convocaba a otra celebración.

Además de su visita a la Villa de Guadalupe —la ocasión en que se obsequiaron los anillos—, Pepe y Arely sólo viajaron una vez más: para bailar ante el Señor de Chalma. Los miércoles de ceniza, al inicio de la Cuaresma, él subía a la bicicleta y pedaleaba durante dos o tres días enteros hasta llegar al sitio de peregrinaje. O caminaba, tres o cuatro días, cruzando entre los cerros.

Aparte de la amistad, a Pepe lo unía otro vínculo con Luis Alberto: fue su padrino de primera comunión. La ceremonia se realizó en Tezompa el 24 de julio, día de la fiesta del pueblo dedicada a San Juan Bautista. Pepe y Arely compraron el traje del niño, los zapatos, la Biblia y el rosario. Luego hicieron una fiesta, con una modesta comida a cargo de los padres del pequeño.

La cercanía de Pepe no sólo era con Luis Alberto, sino también con Raúl. La buena relación era tanta que cuando finalmente nació el hijo de Pepe, al que bautizó como José Kevin, los muchachos trataban a éste como si fuera su hermano menor, tal como Pepe había hecho con ellos.

Así que no fue nada extraño que Luis Alberto y Raúl trabajaran como ayudantes de albañilería de José Manuel, aunque Raúl pronto iba a dejarlo: dos semanas antes del linchamiento se había empleado como obrero en una fábrica papelera. Ambos jóvenes eran solteros y de ellos en Tezompa sólo hablan bien. Nadie recuerda conflicto alguno en su pueblo o en Huitzilzingo y, al igual que Pepe, no tenían antecedentes penales.

***

Huitzilzingo, un pequeño pueblo del oriente mexiquense, no se distingue demasiado de los pobres poblados que lo rodean, salvo en una cosa: los brotes de violencia criminal.

A principios de este año, el 9 de enero, tres jóvenes del pueblo fueron ejecutados a tiros mientras bebían afuera del panteón local. Nadie se explica por qué, pero la madrugada se quebró por la ráfaga de un arma automática.

Dos días después, otros dos jóvenes de ahí fueron secuestrados. Sus cadáveres aparecieron horas más tarde en un baldío del vecino municipio de Tlalmanalco. Los torturaron antes de darles el tiro de gracia.

Ninguno de los cinco homicidios ha sido aclarado. No hay sospechosos ni alguien que haya sido detenido. Nadie puede asegurar que la calma volverá a San Mateo Huitzilzingo, comunidad rural hasta hace unos años y hoy parte de la mancha urbana de la Ciudad de México.

Por eso la desconfianza ante la presencia de cualquier extraño. Por eso, cuando un grupo de hombres, supuestamente emparentados entre sí por el apellido Campa, ven circular la tarde de ese viernes 10 de febrero una

vieja camioneta color café, miran a sus tres ocupantes con recelo. Los abordan y se hacen de palabras. Se empujan. Los Campa someten a Pepe, Luis Alberto y Raúl, se los llevan a la delegación municipal, en el centro de San Mateo, junto a la iglesia del lugar, el auditorio del comisariado ejidal y la escuela primaria, la Cristóbal Colón.

Esa austera construcción es la sede de la autoridad municipal de Chalco. Se compone de dos pisos, un aula en cuyo pizarrón alguien garrapateó anotaciones de álgebra, una biblioteca habilitada en un espacio que no rebasa el tamaño de un salón escolar, la oficina del delegado y un mínimo cuarto en donde encierran a los borrachos escandalosos. La celda da a la plaza y se puede mirar de un lado al otro a través de una ventanita.

Pepe, Luis Alberto y Raúl son encerrados allí; los acusan de ser rateros. Nadie dice exactamente qué han robado, pero el delegado los recibe y los encierra.

Pocas horas más tarde —algunos testimonios dicen que cerca de las siete de la noche— los Campa regresan. Exigen que les entreguen a los prisioneros. Han dejado de ser ladrones, ahora se les atribuye ser secuestradores. El rumor de que son parte de una banda de raptores corre como luz de pólvora. De boca en boca, corren versiones cada vez más estrafalarias. “Se querían llevar a una muchacha”. “Son violadores”. “Ellos son los asesinos del panteón”. “Y también secuestraron a los muchachos muertos”.

La gente se aglomera. El barullo de las decenas de habitantes aumenta, alguien propone hacerse justicia por mano propia y evitar que sigan cometiendo asesinatos.

La turba se inquieta. Un último infundio termina de agitar el ambiente: “Los quieren soltar”.

Esto excita los ánimos de los presentes. Nadie sabe qué han hecho esos tres muchachos, pero de seguro ha sido grave. La rabia se apodera de las voces, todos gritan, se quejan, insultan a las autoridades, no van a permitir que suelten a los secuestradores. Ya están hasta la madre de los corruptos que protegen a los criminales. No van a permitir que los dejen ir. Faltaba más.

No se sabe si el delegado avisa o no a sus superiores que han llevado a tres presuntos delincuentes. Antes de las ocho de la noche, una multitud vociferante y ansiosa urge a los policías municipales a que avisen a la alcaldía de Chalco, pero nada pasa.

La exaltación crece. El enojo también. Cómo es posible que los vayan a soltar, ya se pusieron de acuerdo con los policías y el delegado. Ni madres, no lo vamos a permitir. Siempre quieren hacer lo mismo.

Transcurren decenas de minutos y el aire se ha ido enturbiando. La situación está a punto de salirse de control.

Hasta entonces, a las nueve y cuarto de la noche, los policías piden auxilio a la Secretaría de Seguridad Estatal. Las televisoras, radiodifusoras y portales de internet ya reportan desde hace un rato los hechos. Poco antes de las 10, la turba somete a los policías. Ya no habrá marcha atrás.

***

Apenas en diciembre pasado, para mejorar sus condiciones de trabajo, Pepe había podido comprar una camioneta usada —una Ford Explorer café modelo 1994— gracias a que se la vendieron con descuento y tenía el dinero que le dieron a cuenta de una obra, más un crédito aún no finiquitado.

El vehículo tenía dos detalles: carecía de tapones en las llantas, lo que poco importaba pues Pepe ni siquiera lavaba la camioneta; y sus anteriores dueños habían dejado de pagar la tenencia años atrás.

—¿Cómo lo resuelvo, cuñado? —le preguntó Pepe a Rodrigo, esposo de Verónica.

Con el número de placas, consultaron en internet si la camioneta tenía más adeudos.

No encontró nada que lo alarmara, así que siguió manejándola casi todos los días, incluido ese viernes 10 de febrero por la mañana, cuando la usó para ir a hacer un trabajo cerca del pueblo. Se fue temprano y llegó poco antes de la hora de la comida. Platicó con Arely un rato y salió de nuevo a comprar dulces para su hijo José Kevin. Regresó y tomó un baño. Se deslizó una sudadera gris, un pants negro con una raya azul a los lados y se calzó unos tenis negros con blanco.

Más tarde comieron caldo de pollo con pasta, uno de los platos favoritos de José Manuel. Hablaron sobre algo

rutinario: la escuela de los niños. Al atardecer se colocó su gorra blanca de beisbolista y salió a la calle. Debía ir hacia Huitzilzingo a cargar gasolina, pues a la mañana siguiente trabajaría desde temprano: quería cobrar el trabajo de los días anteriores.

Pero esta vez, a diferencia de la mayoría de las ocasiones, no lo acompañaron su mujer y sus hijos. Luis y Raúl lo esperaban afuera. Los tres subieron a la camioneta y tomaron camino.

***

A Vianey Óscar Vargas Medina nadie le llama así. En Huitzilzingo todos lo conocen como El Perra, un ex policía del Distrito Federal, de 33 años de edad y gesto adusto, cuyo rostro es dividido por una arruga profunda y vertical en la frente. Tiene bigote ralo, una pelusa negra rodea su mentón, se une a las patillas largas y a un cabello negro y rizado que domestica con abundante gel.

El Perra maneja una Combi blanca. Su vehículo, decorado con alerones diseñados para los autos deportivos, no tiene papeles, y el servicio de transporte de pasajeros que ofrece es irregular.

Se dirige a su casa cuando se percata de la multitud reunida y de la ira a punto de explotar: media docena de personas intentan volcar la camioneta café de Pepe. Estaciona su vehículo en casa y camina a la plaza. Se encuentra con un hombre identificado como El Güero.

—Acompáñame a comprar gasolina. Quiero quemar esa camioneta —propone El Güero y señala la Ford Explorer 1994.

—Sí, vamos —acepta El Perra y regresa a su casa por un garrafón azul de tres litros para cargar el combustible.

Pronto se les suman en la tarea dos personajes más: El Pollo y El Chirris.

El Perra va por su Combi blanca y todos suben al vehículo. Se dirigen a la gasolinera ubicada en la carretera Chalco-Mixquic. Detienen la marcha frente a la primera bomba despachadora. El Perra busca entre sus ropas y halla un billete de 50 pesos. Pide esa cantidad de combustible, poco más de cinco litros, que le despachan en dos envases: el garrafón azul y una botella de Coca Cola que contiene litro y medio. Regresan a la plaza y atraviesan la aglomeración. El Perra entrega el garrafón azul a El Güero y se queda con la botella de refresco.

***

Poco después de las ocho de la noche, Arely, Verónica y el esposo de ésta, Rodrigo, se preguntan por la ausencia de Pepe y los muchachos. Están preocupados. Encienden la televisión y se paralizan: ven la escena que ocurre en esos momentos en el pueblo vecino.

“Vecinos del pueblo de San Mateo Huitzilzingo han detenido a tres secuestradores”, transmite en vivo un reportero. Rodrigo se inquieta. Busca una computadora con internet y revisa los portales de noticias. Ya han subido una fotografía: la camioneta Ford Explorer a la que le faltaban los tapones de los rines. Rodrigo hace un esfuerzo por ver las placas de la camioneta. Sí: son las mismas que meses atrás había rastreado.

Intuyen que los tres hombres detenidos y acusados de secuestradores son Pepe, Luis Alberto y Raúl. Se dirigen a “Huitzi”.

***

A las 9:45 de la noche la decena de policías que resguardan la delegación de San Mateo Huitzilzingo ha cedido ante la multitud. José Manuel Mendoza Gil, Raúl y Luis Alberto, los dos muchachos de 16 años que toda la vida se le han pegado a Pepe como si fuera su hermano mayor, han podido ver y escuchar todo.

“¡Queremos justicia!”, protestan afuera.

La policía estatal ya recibió el aviso de lo que ocurre; sabe que la decena de oficiales uniformados están rebasados por completo. Que nada podrán hacer ante 300 vecinos furibundos. Han pasado dos horas desde que el gentío se empezó a reunir en la delegación para evitar que suelten a los de Tezompa; quieren hacerse justicia por mano propia, pero nadie, ni en el gobierno del Estado de México ni en el municipio de Chalco, hace nada.

“¡Hijos de la chingada, secuestradores!”. “¡Los quieren dejar ir!”. “¡Ya se vendieron!”. “¡Ahorita se los va a cargar la chingada!”, zumban las voces anónimas que impregnan el aire de una muy mala vibra.

Una piedra revienta la ventanita del cuarto. Están cerca. Las cabezas asoman. “¡Hijos de su pinche madre, ahorita vamos a ver si son tan chingones!”.

Otro vidrio se hace añicos. Y otro y otro. Las patadas sobre la puerta de la delegación se encadenan e integran un ruido uniforme. “¡Los vamos a matar, cabrones!”.

El gentío irrumpe en la celda. Entre 15 y 25 hombres y mujeres se encuentran en su camino con el cartel de una campaña contra la violencia: “Hay huellas que no se borran”, se lee en él.

Giran hacia la izquierda y miran, a un lado, la oficina del delegado. De la pared cuelga una fotografía del ex gobernador Enrique Peña Nieto, vestido de oscuro, con corbata roja y una sonrisa que es línea horizontal de tan amplia.

Mujeres, algunas de ellas mayores, se muestran especialmente rabiosas. Seis de ellas —según contarán las autoridades posteriormente— exigen justicia con vehemencia. Tienen la plena seguridad de que el propósito verdadero de esos “secuestradores” es robar niñas, quizá a las suyas.

“¡Justicia, queremos justicia!”, se exalta una mujer de rebozo, que no falta a misa y nunca deja de cantar en ella. “¡Justicia!”, reclama Otilia Sánchez.

La muchedumbre avanza hacia el cuarto contiguo. Pepe, Raúl y Luis se apretujan en un rincón. No hay posibilidad de escape. El cuarto no mide más de seis metros de ancho por tres de largo.

La golpiza arranca. Pepe resiste, es fuerte. Dos, tres, cuatro hombres lo someten. Le atan las manos. Cae. Lo patean y arrastran. Lo zarandean, intenta levantarse, lo llevan a rastras. Da dos o tres pasos antes de caer de nuevo. Lo alzan y decenas de manos se disputan el espacio para golpearlo. Se derrumba frente a la delegación. Está bañado en su propia sangre.

Uno de los muchachos se tropieza y cae. Intenta gatear sobre las rosadas losetas del piso y meterse al fondo del edificio. Le pegan con puños, lo patean, lo voltean bocarriba. No resiste demasiado. Sólo tiene 16 años y no es tan fuerte. El Chirris lo toma de un tobillo y lo jala hacia la plaza.

—¡Secuestradores! ¡Asesinos! ¡Perra, échales la gasolina! —grita alguien de la turba… o la turba entera—. ¡Préndeles el cerillo!

Una piedra, palo, ladrillo o tubo alcanza la cabeza de Luis Alberto y recibe un golpe contundente. Es el primero en morir.

—¡Ya, pinche Perra, aviéntales la gasolina! —rugen las voces desde la multitud.

Otro grupo de los vecinos continúa el martirio contra Pepe y Raúl. Uno queda junto al tocón del único árbol que emerge en la plazoleta. En línea recta, a unos 50 metros, es posible seguir la escena desde el altar de la iglesia. Este es un pueblo fervoroso cuyo santo patrono es San Mateo, pero también alaba a un Cristo sangrante, torturado por su pueblo, llamado Dulce Nombre de Jesús, y al Señor de la Misericordia.

No obstante, aquí no hay quien invoque a la piedad. El cura del pueblo está en la casa parroquial, a 30 metros del linchamiento. No escucha los gritos de furia o dolor, encerrado en su habitación. Se concentra en la música.

—¡Pinche secuestrador! —se oye una y otra vez.

“Alguien” destapa el envase de plástico de Coca Cola y lo vacía sobre Pepe. El líquido oloroso, medio cristalino, diluye un poco la sangre que comienza a hacerse costra en su rostro. Está empapado.

—¡Échales el cerillo!

Y “alguien” —las autoridades insisten en que una mujer de apellido Carrillo— saca la cajita de cerillos. Enciende uno y lo arroja. Hace lo mismo con los tres.

Los cuerpos arden como fogatas.

La muchedumbre se aquieta, hipnotizada por las llamas.

Al fin llega el silencio.

***

Rodrigo, el marido de la hermana de Pepe, acompaña a Arely y Verónica a Huitzilzingo. Les pide que esperen a la entrada del lugar. Ven pasar un convoy de patrullas y camiones de bomberos. No se explican por qué los bomberos.

Mantienen la necesaria distancia con la turba. Se preguntan si es conveniente aclarar que son familiares del hombre al que acusan de secuestrador, pues así se ha dicho por la televisión, y si de algo servirá decir que no es más que un pobre albañil.

La agitación es demasiada y tienen miedo de acercarse.

—Vamos a la casa. Nos dormimos y mañana vemos qué pasa —propone Rodrigo. Las mujeres están de acuerdo. Creen que si los detenidos son Pepe y los muchachos, en el peor de los casos será un asunto de golpes y ya.

Pero cuando regresan a su hogar y se sientan frente a la televisión, ven en el noticiario nocturno de Televisa imágenes de una camioneta quemada. Los reportes en vivo aseguran que dos de las tres personas han muerto y que la tercera ha sido llevada a un hospital.

“Los quemaron vivos”, insiste con asombro el conductor.

Verónica y Arely tratan de obtener datos por teléfono. Nadie les dice nada. En la madrugada se les une Faustino, padre de Pepe. Se presentan en el hospital y se enteran de que el último de los tres ha muerto apenas. Y no es Pepe.

Se dirigen a la agencia del Ministerio Público. Suplican por información, pero se las niegan. Un vendedor de servicios fúnebres les ofrece ayuda para conseguirla. A cambio, queda entendido, la familia contratará a su funeraria. El vendedor de ataúdes entra con los funcionarios públicos y al poco tiempo regresa.

—¿Quién tiene credencial de elector? —pregunta.

—Yo… aquí la tengo —se adelanta don Faustino.

Camina por pasillos iluminados con luz blanca. Lo guían a una plancha y descubren un cuerpo medio calcinado.

—Sí, sí es mi hijo —tartamudea, conmocionado, el hombre.

Pepe, al igual que Raúl, no fallece por las quemaduras. La autopsia revela algo más doloroso: se asfixió con los gases desprendidos de la combustión de su propio cuerpo.

***

Es miércoles de ceniza y El Perra está por conocer a la jueza que lleva su caso, Catalina Aparicio, quien aparece en la sala de audiencias cubierta con una toga negra; unos discretos aretes y una delgada cadena de oro aliviaban la solemnidad del atuendo.

El edificio en que se lleva a cabo el juicio se ubica a un lado de la cárcel estatal construida años atrás, justo a la orilla del propio pueblo de Huitzilzingo. En esa prisión están detenidos El Perra y 19 vecinos más. Todos van y vienen por los juzgados con una cruz tiznada en la frente.

El juicio de los presuntos linchadores ocurre bajo el novedoso formato oral. La audiencia es presidida por la jueza, cuyo ingreso al recinto hace que los asistentes automáticamente se pongan de pie. La jueza Aparicio golpea con el mazo una madera e inicia la sesión. Intervienen los fiscales y responde la defensa.

El Perra se sienta dentro de una vitrina de acrílico colocada al interior de la sala, a donde se llega por los túneles de la cárcel. Él también debe ponerse de pie ante el anuncio de la llegada de la juez Aparicio. La observa con el ceño apretado. La arruga vertical de su entrecejo se ve especialmente profunda.

—Se inicia la sesión para resolver si se somete a proceso al ciudadano Vianey Óscar Vargas Medina por el delito de homicidio triple. ¿Entiende usted de qué se le acusa? —pregunta al detenido.

El hombre, ya sentado, se reclina hacia adelante y aprieta el botón del intercomunicador para que su voz se escuche fuera de la vitrina.

—Sí, su señoría —responde el imputado.

La jueza pide a los fiscales, sentados frente a ella, exponer sus argumentos.

—Vianey Óscar Vargas Medina, El Perra, compró con su dinero 50 pesos de gasolina que le despacharon en un envase de Coca Cola y en un garrafón azul. Luego regresó al pueblo y, según su propio dicho, prendió el cerillo para provocar el fuego que terminó con las tres vidas, por lo que pedimos a usted se le procese por los delitos de homicidio —expone, básicamente, el fiscal Jesús Antonio Martínez.

Para entonces el acusado ya se ha retractado de la confesión videograbada y divulgada por la procuraduría mexiquense. Argumentó que habló bajo tortura y amenazas.

Catalina Aparicio llama entonces a que la defensa, sentada junto a la pecera transparente en la que aguarda el acusado, presente argumentos a favor de su cliente.

—Esta acusación ocurre de manera temeraria e ilógica, pues nunca, en ningún momento, la fiscalía demuestra que mi cliente haya encendido el cerillo y lo haya arrojado. Si mi cliente adquirió la gasolina fue con el único propósito de que otros sujetos incendiaran una camioneta, por lo que, suponiendo sin conceder, habría de acusársele, en todo caso, de la relación que pudiera tener con daños en propiedad ajena, por lo que pido a usted, señoría, determine su absoluta e inmediata libertad.

La jueza admite que se continúe el proceso, pero desecha los elementos presentados por la fiscalía y desbarata, específicamente, la acusación de que El Perra es el autor material del triple homicidio. Los funcionarios buscan explicar el móvil del triple homicidio, pero siempre tropiezan, se enredan, se confunden.

En realidad nadie sabe por qué inmolaron a esos dos muchachos y a un buen hombre.

***

A la fecha, 23 habitantes de Huitzilzingo han sido detenidos y sometidos a proceso penal. Veinte de ellos, mayores de edad, están presos en una cárcel construida junto a su propio pueblo. Los tres menores fueron internados en una correccional situada a las faldas del volcán Nevado de Toluca.

El procurador del Estado de México, Alfredo Castillo, ha informado a la prensa que uno de los muchachos de Tezompa —no está claro si Luis Alberto o Raúl— mantenía un romance o buscaba tenerlo con una chica de la preparatoria de Huitzilzingo. Y, según dice, un joven que también pretendía a la chica fue retado por los albañiles el día previo al linchamiento.

El joven evitó el encuentro. Antes de irse, continúa la explicación del funcionario, los tres de Tezompa lo amenazaron con regresar al día siguiente, así que los esperó… acompañado de un grupo de amigos, quienes golpearon a los forasteros, los entregaron en la delegación, para luego reclamarlos, sacarlos por la fuerza y asesinarlos.

Esta versión tiene algunos flancos débiles: no existe la joven enamorada ni tampoco el rival. Solamente es un rumor iniciado en una escuela.

La segunda hipótesis de la fiscalía mexiquense es que los albañiles efectivamente cometieron un robo el día anterior al triple asesinato. Pero los agentes del MP ni siquiera tienen idea a quién y de qué habrían despojado.

¿Y qué de las vidas de Raúl y Luis Alberto? Sus familiares no dicen una sola palabra. No hablan de puro miedo. Sus madres abren la puerta, miran con desconfianza. Procuran mostrarse amables, se disculpan por no romper el silencio durante su duelo.

En casa, Verónica aclara por qué las madres no quieren hablar: en el pueblo donde mataron a su hermano y a los hijos de sus vecinas se esparció el rumor de que ellas, familiares y vecinos planean una incursión a Huitzilzingo para secuestrar a los familiares de los supuestos asesinos, llevarlos a Tezompa, rociarlos de gasolina y prenderles fuego. Pero jura que eso no es cierto, que ni saben quiénes fueron, ni por qué lo hicieron.

“A nadie acusamos. Nada más queremos seguir con nuestras vidas, olvidar”.

***

La noche del 10 de febrero de 2012 se incendia por un instante. Los cuerpos de José Manuel, Luis Alberto y Raúl arden. La multitud, antes furiosa, se deja hipnotizar con las llamas.

Al fin, el silencio lo cubre todo.Lado B. Periodismo 3.0

Nota:

Para la elaboración de este texto fueron entrevistados el fiscal encargado del caso, Jesús Antonio Martínez; el subprocurador jurídico del Estado de México, Alejandro Gómez Sánchez, así como vecinos, policías, el párroco de Huitzilzingo, y familiares y vecinos de José Manuel Mendoza Gil.

Este trabajo fue publicado originalmente en el número 277 de la revista emeequis y fue elegido ganador del Premio Nacional de Periodismo 2012. Se reproduce con autorización del autor y de los editores.

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Autor Lado B
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