Lado B
El hombre que apenas duerme pero sueña con edificios orgánicos
Michel Rojkind pasó de rockstar a star architect, esta es su historia
Por Lado B @ladobemx
25 de enero, 2013
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¿Puede un baterista rockstar dejar las luces y el escenario y lanzarse a diseñar y construir casas, restaurantes, plazas comerciales y hasta salas de cine vanguardistas? Michel Rojkind dice que sí, que si se puede cambiar de área de trabajo sin ni el estrellato ni el carisma.

Diana Amador*

@unadiana

Michel Rojkind no tiene tiempo para feriados. Es una tarde de septiembre en la ciudad de México y el arquitecto ha convocado a un equipo de quince personas para trabajar. Veinticinco millones de defeños se han tomado el día libre y las calles de esta ciudad, acostumbrada al estruendo, lucen desiertas. El edificio de la calle Tamaulipas, al sur del DF, es una nave vacía excepto en el piso doce, donde el arquitecto Rojkind comanda un murmullo de concentración. Antes, cuando era el baterista de una banda de rock pop, reunía a miles de seguidores para bailar. Hoy es el director de un ensamble de diseñadores y arquitectos que miran en silencio las pantallas de sus computadoras.

Los muros y las mesas son blancos y simples, como para no distraerlos. Sólo se escucha la voz intensa de Rojkind: que el proyecto debe entregarse esa semana. Que él debe supervisarlo esa misma noche. Que no hay tiempo. Durante un año entero Rojkind Arquitectos no tuvo ni un cliente. Hoy tienen trece y el gobierno les ha encargado remodelar la Cineteca Nacional, un aburrido edificio gris construido en los años setenta, al que tiene que convertir en una estructura vanguardista con salas para proyectar el cine más novedoso y el archivo fílmico del país.

Michel Rojkind no es un capataz disfrazado de arquitecto sino un rockstar que ha convertido a la ciudad de México en su escenario. La revista Architectural Record en 2005 dijo que el despacho que encabeza es uno de los 10 más vanguardistas en el mundo, cinco años después Los Angeles Times lo ubicó en su lista de «Faces to watch» de ese año, mientras que la revista especializada en arquitectura y diseño, Wallpaper, en 2011 lo consideró uno de los 150 creativos que han influenciado al mundo en los últimos 15 años.

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Cuando me saluda advierto que es demasiado buen mozo para ser tan cortés y parece demasiado cortés para ser un jefe. Pero ahora lo es. Sigue vistiéndose como cuando era el baterista de Aleks Syntek y la gente normal, un trío de moda de los años noventa: pulseras de cuentas negras, jeans deslavados y perforaciones en la ceja. Pero el atuendo de Rojkind no es el disfraz de un nostálgico cuarentón, sino el reflejo de una personalidad inconforme. Hace veinte años dividía su tiempo entre el restirador y los escenarios de toda Latinoamérica.

Dibujaba planos de día y de noche se soltaba la melena para cantarle a «niñas bonitas, lindas criaturitas». Hasta que dejó los tambores. Recuerda que tuvo desacuerdos con Aleks Syntek porque quería intervenir en la mercadotecnia, los videos musicales y publicidad de la banda. «Llegó un punto en que me dijo ‘Basta. Concéntrate en la música, es todo lo que tienes que hacer’». Pero se dice incapaz de trabajar cuando le dicen qué hacer. Así que se marchó. Terry Chimes, baterista original de The Clash dejó el punk para convertirse en quiropráctico. Álex James, el bajista de la banda de brit pop Blur fue colaborador de política y economía en de The Independent y The Observer. Bill Berry, baterista de R.E.M abandonó la música para cosechar calabazas en su granja. Rojkind sigue demostrando que puede tener los reflectores en más de un escenario.

Foto: archdaily.mx

Foto: archdaily.mx

Los edificios de Rojkind son shows de colores intensos, esculturas de ángulos zigzagueantes o construcciones de curvas apacibles con espacios interiores inundados de luz natural. Cuando Nestlé le pidió que diseñara un puente para los visitantes a su fábrica, el arquitecto desobediente determinó que la vieja planta «arruinaría» el puente que él quería construir. Su puente. Así terminó convirtiendo aquel proyecto en todo un museo del chocolate. La estructura parece una figura de origami a medio armar de un rojo resplandeciente cuyo interior es una serie de giros y vueltas que desembocan en la antigua fábrica.

La idea y la construcción le tomaron dos meses y medio. No todos han sido partidarios de su trabajo. Ricardo Legorreta, el arquitecto más reconocido en México en las últimas cuatro décadas y el único mexicano que ha recibido el Premio Imperial que otorga el gobierno japonés, dijo alguna vez que «los arquitectos estrella consideran que todo lo que representa al pasado no tiene valor y, por tanto, tiene que ser destruido». Nunca pronunció el nombre de Rojkind, pero así lo llamaba la prensa cuando lo único que se sabía de él era su pasado de rockstar.

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Aunque Michel Rojkind fue a más conciertos que a clases durante su carrera universitaria, sus profesores aún lo recuerdan. José María Nava Townsend, profesor de la Universidad Iberoamericana, se llevó una de las «mejores sorpresas» de su carrera pedagógica a mediados de los años noventa.

El arquitecto de voz suave, paciencia oriental y ascendencia británica, dice que aquel día el baterista llegó a clase con una grabadora que parecía guardar una orquesta completa dentro de sus bocinas.

La asignatura era mostrar la relación entre la arquitectura y la música. El resto de sus compañeros había presentado fotografías de edificios cuyas formas tenían repeticiones, ritmo, cadencia. Tareas que Nava Townsend había visto una y otra vez. Cuando fue el turno del estudiante músico, el antiguo mentor vio su potencial, supo que haría cosas distintas. Rojkind pulsó play y el aula se llenó de Pink Floyd y Led Zeppelin mientras proyectaba imágenes abstractas de líneas y figuras que imitaban el ritmo de la música. El baterista-arquitecto recuerda ese mismo día por distintos motivos.

Otro profesor se había negado a recibirle una tarea tardía. Un rockstar no merecía titularse. «Estaba muy serio diciéndome que no le quitara más el tiempo, que lo dejara trabajar con los que sí tenían oportunidad de graduarse». Así que el joven de melena rubia se lo tomó como un desafío personal.

«La sociedad dicta que no puedes hacer dos cosas al mismo tiempo y que si las haces alguna te va a salir mal. Yo demostré que estaban equivocados», me dice convencido cuando explica los saltos en su carrera. Rojkind se graduó a los 25 años. Hoy el arquitecto de peinado esculpido lo cuenta en su oficina donde cientos de libros se acoplan en los rincones como si nadie los tocara nunca.

Michel Rojkind tiene por escritorio una mesa tapizada de planos, fotografías y papeles, donde trabaja cuando encuentra el espacio necesario. En frente, un muro repleto de imágenes de las entrañas de la Cineteca lo vigilan. A veces se detiene frente a ellas y las observa con la curiosidad que tal vez heredó de su padre, el médico Marcos Rojkind Matluk, Premio Nacional de Ciencias y Artes en 1985, y experto en el estudio de la cirrosis. De él dice que no aprendió la disciplina científica, pero sí la tosudez y convicción de comprobar que está en lo correcto.

Explica que trabaja tranquilo en medio del caos, sin miedo a los errores y dispuesto a sorprenderse. Aunque siempre encuentra algo: una pista para su siguiente proyecto, otra que le resuelva uno que tenía abandonado o el simple placer del intento. Rojkind ha hecho de la arquitectura un ejercicio del interrogatorio. Lo llama Diseño Diagnóstico Adaptativo, un juego de iniciales con las del Déficit de Atención. Antes que preguntar de cuántos metros cuadrados dispone un terreno, el arquitecto quiere saber otros detalles de sus clientes: que si los niños son caprichosos, que cómo se conocieron, que si en las peleas es él quien se va de casa, que si organizan grandes fiestas, que si les gusta bailar, que si piensan tener más hijos. «Es porque los clientes creen que quieren algo, pero en verdad quieren otra cosa». Los muros para él son accesorios en la creación de sensaciones íntimas.

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Michel Rojkind terminó la universidad porque le dijeron que un músico no podría hacerlo. Dejó la música cuando le pidieron que se concentrara sólo en tocar los tambores. Se separó del despacho Adriá+Broid+Rojkind Arquitectos, porque no le gusta que le digan qué hacer o que limiten su espíritu creativo a sólo diseñar. Y cuando puso su propia firma estuvo sin trabajar un año, viviendo de sus ahorros de la música, porque todos los clientes que lo buscaron querían obligarlo a construir una idea predeterminada. «Nosotros nunca hacemos lo que nos dicen», dice con la misma sonrisa que consigue que la secretaria le traiga un café un día en que todos los locales en dos kilómetros a la redonda están cerrados. Dejó de rechazar clientes cuando llegó un miembro de la comunidad judía a pedirle que remodelara su casa para que su hija, una joven bailarina, tuviera un departamento independiente dentro de ella. Lo dejó hacer y Rojkind aceptó el primer proyecto que lo catapultó. Las revistas especializadas voltearon a ver ese par de rectángulos rojos que parecen entrelazarse como dos figuras danzando.

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La arquitectura de autor ha tomado por asalto la ciudad de México. En unos cuantos años, edificios antiguos en las colonias más viejas se han transformado para convertirse en los lugares más populares entre la clase media alta. Los arquitectos Ori y Dani Izbitzki convirtieron una casona antigua en un moderno restaurante de comida japonesa con colección privada de bonsáis.

El despacho DCPP transformó un gran predio con una casa considerada patrimonio arquitectónico de la ciudad, en Teotihuacán 4, un antro de tres pisos con un jardín central abierto al público. Productora DF transformó una barranca en tres lujosos condominios insertados entre la vegetación y con varios jardines interiores. Como si la naturaleza fuera a ser la única habitante. A Rojkind no lo limita el cielo abierto, ni el material utilizado, ni el entorno ni el objetivo final de sus diseños.

«Yo no soy constructor de habitaciones, ni de oficinas, ni de hoteles». Es un artista que aparece en la publicidad de Johnie Walker diciendo, con la mirada al cielo, que lo más difícil de su carrera fue convencerse a sí mismo de que el músico también podía ser un gran arquitecto. También ha hecho un anuncio para HP, hablando de la importancia de seguir con tus sueños aunque el mundo diga que no puedes hacerlo. Pero cuando una popular revista del corazón lo invitó a participar en la lista de «Los 12 hombres más sexys de 2012», él no aceptó. «No soy mi cara», dice, «no soy mi abdomen. Ya no soy una estrella de rock». Le gusta repetir que cuando diseña su ego desaparece.

Treinta y siete arquitectos concursaron para diseñar un monumento que conmemoraría el aniversario de la independencia de México. Había un presupuesto millonario para «Los arcos del Bicentenario» y la posibilidad de pasar a la historia arquitectónica del país. Era una suerte de concurso de popularidad para diseñadores: unos propusieron un aro gigante que cruzara alguno de los grandes monumentos sobre la avenida Reforma, otros que emulaban los Arcos del Triunfo parisinos, pero finalmente ganó una gran torre de luz que parece más una galleta que un arco.

A Rojkind le pareció que la suma de dinero era ridícula y presentó una propuesta perdedora: propuso unos arcos formados por cinco mil casas de interés social. Quería decir que el festejo no valía ese gasto ni el esfuerzo. «¿Festejamos los baches de las calles o que podemos perder dos horas al día en el tráfico?», dijo enfurecido en una entrevista posterior al anuncio del veredicto. Pero Rojkind no es un desobediente caprichoso. Cuando la presidenta de Consejo Nacional para la Cultura y las Artes lo llamó para pedirle que renovara la Cineteca con un presupuesto de casi cuarenta millones de dólares, aceptó. Convirtió el viejo edifico en una colmena gigante que guarda la luz del sol en cada rincón. El arquitecto prefiere las formas orgánicas. «Cuando se te acaben las ideas», dice, «tienes que voltear a ver la naturaleza». Esas reglas sí las obedece.

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A mediados de los sesenta un monstruo comenzó a crecer en las orillas de la ciudad de México. Se trataba de Satélite, que entonces eran los suburbios donde las familias de clase alta encontraban un refugio ante el caos de la ciudad. Ahí, entre condominios y edificios que apenas se levantaban, nació el hombre que quiere cambiar la forma de construir. «Veinticuatro horas al día, todos los días y hasta en mis sueños. Nunca dejo de construir, diseñar, crear y planear. El tiempo no me dura», dice el menor de cuatro hermanos que desde pequeño se acostumbró a no dormir más de cuatro horas por el temor de que la vida siguiera sin él.

Dormir es distraerse del mundo, escribió Jorge Luis Borges, o es una pérdida de tiempo, como creía Leonardo da Vinci. Para Rojkind dormir es un millón de oportunidades perdidas. «No puedo con la ansiedad de saber que mientras yo duermo, el mundo ya está cambiando», dice quien despierta a las cinco de la mañana para ir al gimnasio a correr entre 10 y 12 kilómetros y duerme después de medianoche mientras escucha los relatos cotidianos de su novia. Rojkind dice que nunca soñó con ser estrella de rock o arquitecto. Asegura que lo único que siempre ha querido es ser un «alma libre».

Pero en el despacho de este romántico arquitecto no hay tanta libertad. Nadie puede llegar después de las nueve ni salir antes de las ocho. El tiempo se acaba. Aquí el calendario está dos meses adelantado y saturado en cada cuadro con promesas y proyectos. «El problema es seguirle el paso a Michel. Cuando tú estás festejando porque al fin terminamos un proyecto, él ya está planeando veinte más», dice con sonrisa fatigada su socio Gerardo Salinas. Él tiene también esos ojos y esos músculos, pero no la soltura y el encanto de Rojkind.

Él es el rostro más sobrio y formal de este despacho, el que puede concentrarse en un sólo proyecto hasta terminarlo. En los despachos donde Salinas trabajaba antes, en Estados Unidos, era conocido por romper las reglas y llevar tequila a su oficina,  pero aquí tiene la misión de ponerle un alto a su socio. «Nadie puede ponerle un alto a Michel. Pero yo trato de darle una estructura a ese torbellino», dice con la calma de quien se ha resignado.

Rojkind acepta con picardía que es un jefe difícil, que no cualquiera le aguanta el ritmo. Pero a Cynthia Cárdenas, la encargada de su agenda, no le causa tanta hilaridad tener que vivir dos meses adelante para prever lo que el arquitecto pueda necesitar y así sortear los malos días. «Lo mejor de esta tormenta, es poder verla desde dentro», dice. Esta tormenta ambulante encuentra la poesía en el caos de esta ciudad, en las banquetas dañadas, en la calles cerradas, en la informalidad. «Todo el DF es un gran lienzo», dice, y es que si es éste rebelde tiene una causa, es la de enriquecer los espacios públicos, como lo hace con la Cineteca rescatando sus jardines y reduciendo el espacio para los autos en una ciudad donde encontrar estacionamiento siempre es un problema.

No lo hizo porque sea fanático del transporte público, sino porque descubrió que sólo 30 por ciento de los cinéfilos llega en auto. Rojkind va contra la corriente, cuando sabe que su dirección es la correcta. Igual que hace diez años, es él quien lleva el ritmo. No con una baqueta, sino con las sentencias que guían el trabajo de su despacho.

*Dizque periodista, cartógrafa experta en extraviarse, pesimista profesional y aprendiz de ornitorrinco.El texto fue publicado originalmente en enero de 2013 en la revista tijuanense Diez4, se reproduce con autorización de la autora.

 

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