Lado B
Un dilema, un modo de vida
Tú y yo coincidimos en la noche terrible, las historias de los 127 periodistas asesinados de 2000 a la fecha
Por Lado B @ladobemx
13 de noviembre, 2012
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A diez años del fallecimiento del periodista veracruzano José Miranda Virgen, familiares, colegas y amigos recuerdan su carrera, celebran lecciones de vida y rebaten el expediente que asienta las circunstancias de su muerte

Dulce Liz Moreno

@dulcelizm

Llamado a contar historias, José Miranda Virgen inició carrera en el El Sol de México en la capital del país. Era 1968. La historia pasó de tensa a ruda y sangrienta en medio año y la política de ese diario se consolidó del lado del presidente Gustavo Díaz Ordaz hasta arrinconar al nuevo reportero en una contradicción: las páginas del periódico no tenían nada que ver con lo que ocurría ante sus ojos.

La confrontación de esas dos versiones de los sucesos lo siguió cada día, desde entonces. Lectores, colegas y amigos creen que esa fue también la causa de su muerte hace diez años, aunque el caso 851/2002/II, archivado en la Procuraduría General de Justicia del estado de Veracruz, asienta que un accidente doméstico le cercenó la vida.

Dos hermanos del periodista recuerdan las escenas de varias noches idénticas en aquel año de convulsión social, marcado por la matanza de estudiantes en Tlatelolco. Escucharon al joven dolerse de la incongruencia de tener prohibida la narración de lo que atestiguaba y a don José Miranda González, el padre del cronista exasperado, advertirle dos opciones de trabajo, que equivalen a modos de vida: correr el riesgo de sufrir represalias por parte de quienes ostentan el poder o negar el dictado de los sentidos hasta cauterizarlos para evitar el remordimiento.

El hombre mayor no encontraba, entonces, el modo de combatir la impunidad de los que abusan sistemáticamente del poder. Los colegas del periodista ven el mismo panorama medio siglo después.

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—¡Miranda, Miranda!, ¿me dejas bailar con tu hermana? —A Pepe no le simpatizaba del todo la pregunta, pero encaraba a los estudiantes peinados con brillantina, se enderezaba bien, hacía el gesto de hermano mayor y dejaba que la pequeña Guadalupe, de tobilleras con encajes, luciera a mitad de la pista los pasos entrenados en la sala y el patio de la casa.

¡Cómo olía a cuñado en las jamaicadas de la Escuela Nacional de Maestros! Su compañera de baile era un imán con crinolina a punto de merengón, entre las orquestas de Carlos Campos, Pablo Beltrán Ruiz, el show de la Santanera y Los rebeldes del rock.

El normalista se hacía lugar en la capital del país, que para entonces se traducía en ocho y hasta diez horas de camino en autobuses  desde casa, un ritmo de vida complicado y unas calles sin brisa ni neblina ni notas de café o gardenias. Copiaba la ruta a su padre, profesor de secundaria.

Estudiaba duro y muchas horas, pero Palma Sola, Veracruz, lo hizo nacer en 1942 con fuerte propensión a la salsa y al danzón, así que los fines de semana y las horas libres se destinaban a giros, pasos y cadencias. El eslabón de las décadas 50 y 60 que revolucionó  la moda, el aguzado oído para los idiomas y la sincronía natural con los ritmos lo hicieron también aficionado a otro estilo, tanto, que en el Teatro Iris del Distrito Federal fue campeón de rock & roll.

Cuarenta años después, Guadalupe contestó el teléfono a las 10:30 de la noche.

—¿Quieres ver en vivo a Óscar D’León?

En un tris, ella cambió la piyama por el mejor de sus vestidos y los zapatos altos. En el salón Barlovento de Xalapa, capital veracruzana, volvió a ser reina de la pista, como la vez el campeonato, como en los bailes de la Normal: con la cadencia bien aprendida, nunca olvidada, marcada por el hermano. Y frente al salsero venezolano.

La madrugada del 11 de octubre de 2002, doña Guadalupe despertó de súbito por otro timbrazo. Escuchó la peor noticia de su vida. Pepe estaba grave: una explosión incendió su departamento en Boca del Río. La angustia hizo de esos 112 kilómetros una tortura.

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Vuelto al estado de  Veracruz, tras ejercer en el Distrito Federal, José Miranda Virgen fue jefe de prensa del gobernador Rafael Hernández Ochoa (1974-1980). Se topó con el mismo dilema del 68. Luis Velázquez Rivero asegura que Miranda se ciñó a los hechos contra el subsecretario de Gobernación Carlos Brito, quien lo desplazó.

De ese cargo, José Antonio Herrera Cerezo tiene buena memoria. El profesor de arte hoy jubilado era invitado a examinar piezas concursantes por el Premio de Periodismo. «Era exigente pero muy transparente. No le conocí tendencias ni políticas ni de clase, o ideológicas», indica.

Miranda se volcó en la profesión desde los diarios. Organizó en Xalapa, capital de Veracruz, la Unión de Periodistas Democráticos (UPD) que dirigió en el país Eduardo Valle El Búho, líder del 68. Decenas le aprendieron la confección de géneros periodísticos y formas narrativas, afirma la periodista y actual vocera del gobierno de Xalapa, Vicky Hernández Rodríguez.

Fundó una cooperativa para echar a andar El periódico La Crónica de Veracruz. Ahí cuajaron sus aspiraciones: informadores-dueños, profesionalización, salarios que evitaran corrupción e investigaciones que ganaran respeto y confianza de los lectores. Publicó encuestas con solidez metodológica y especializó a sus reporteros.

 “Perfeccionista y demandante”, describe Isaelda González Conde al jefe y sus empeños: ortografía, gramática y calidad de información. “Redactar sin dominio del idioma era desinformar”. De traje y corbata, “con gran conocimiento y cultura, insistía en cuánto pesaba nuestra forma de vestir, el dominio de temas y hasta vocabulario” al plantarse frente a funcionarios y personajes destacados. Él entrevistaba a extranjeros en inglés, materia que enseñaba en aula con pizarrón. Hoy, Isaelda vive de hablar y escribir en ese, el idioma oficial de Estados Unidos.

En casa del director, aquel equipo comió acamayas en todas las sazones durante fiestas tan luminosas como las navidades de hermanos, en la casa mexiquense de Luzma con los clanes de Felipe, Esther, Cecilia, Jorge, Elizabeth y Guadalupe, siempre contraparte en salsa y rock & roll. A esa mesa convocaba Pepe, igual que de niños cuando cocinaba por doña Gloria, la mamá trabajadora: con un tintín de cuchara en sartén.

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El hombre de la guayabera clara se disculpa. Aclara que citó a la reportera en el café del malecón para evitarle extravíos en el puerto de Veracruz, «pero aquí no podemos hablar». Prefiere caminar hasta el sitio que más frecuenta, donde a esta hora de la tarde se encuentran ocupadas únicamente dos de once mesas. Elige la más alejada de los ventanales y de la gente.

Desde el apretón de manos inicial, las preguntas las ha hecho él: por qué hablar de su amigo Pepe Miranda, quién encomendó el trabajo, dónde se publicará, para qué recordar el caso, qué interés personal hay en esta tarea y, sobre todo, quién es la persona que le siguió el paso en la acera y ahora lo escucha en el fondo del local; pide credenciales, publicaciones recientes y cuando calcula que tiene suficientes pruebas, remarca los pliegues del entrecejo y explica: «Esto es algo muy serio» y «aquí no se puede confiar en nadie».

El tono de la sentencia es similar al de otras voces anónimas, recogidas por la organización mexicana Periodistas de a pie, en 2011, tras una serie de ataques ocurridos en este puerto y el municipio contiguo, Boca del Río: el 20 de junio fueron asesinados Miguel Ángel López Velasco, subdirector y columnista policiaco del periódico Notiver, y su hijo Misael, fotógrafo del mismo rotativo. Un comando los acribilló en su casa; también a la esposa del periodista. El 24 de julio siguiente, la reportera más allegada a López Velasco, Yolanda Ordaz de la Cruz, no regresó a casa; sus cadáver fue abandonado en la calle, dos días después.

«La psicosis se ha apoderado del periodismo en Veracruz», afirma uno de los informadores que alertó sobre la situación que enfrentaba el gremio de trabajadores de los medios de comunicación en esta entidad. «Desde entonces, los compañeros tanto de la fuente policiaca como de información general no quieren cubrir ni siquiera las protestas que estudiantes de la Universidad Veracruzana realizaron para condenar el asesinato del catedrático José Luis Martínez Aguilar», en ese mismo año.

«Luego de la muerte de Milo Vela y Yolanda reinó un caos. La amenaza al gremio se sintió real, cercana. La fuga de aquellos que cubrían la fuente policiaca fue casi tan rápida como llena de rumores. Ante el éxodo masivo de reporteros policiacos, las mesas de redacción se quedaron con el problema de cómo llenar esa sección por muchos leída, pero que ahora no tenía a nadie que se atreviera a escribirla».

«Luego sucedió lo de los 35 cuerpos (abandonados en el bulevar más importante de Boca del Río, el 21 septiembre del mismo 2011), y a mí me tocó tomar fotografías, habíamos pocos medios», narra uno de los fotorreporteros que reseña el repliegue de los periodistas en esta región.

Para entonces, el entorno de los informadores se había enturbiado con crímenes que la fiscalía del estado de Veracruz abordó con argumentos tambaleantes, a juicio del gremio y de los familiares de las víctimas: la desaparición de Jesús Mejía Lechuga el 13 de julio de 2003, los asesinatos de Raúl Gibb Guerrero en agosto de 2005 en Poza Rica y Hugo Barragán Ortiz en Xalapa, de Roberto Marcos García (Boca del Río) y Adolfo Sánchez Guzmán (Río Blanco) en 2006; Luis Daniel Méndez Hernández fue baleado en Tuxpan (2009).

En 2011, en marzo fue secuestrado Noel López Olguín y su cadáver fue descubierto el 1 de junio. Después de los asesinatos de los tres informadores de Notiver, Manuel Fonseca Hernández, reportero principiante de 17 años, fue desaparecido en Acayucan el 19 de septiembre.

Este año, Veracruz se oscureció aún más: Regina Martínez Pérez, corresponsal del semanario Proceso, fue asesinada en su casa, en Xalapa, el 28 de abril. Cinco días después, los fotógrafos Gabriel Huge Córdova –quien también había trabajado en la sección policiaca de Notiver–, Guillermo Luna Varela y Esteban Rodríguez fueron abandonados en un paraje del puerto. Al mes siguiente, el 14 de junio, el cadáver de Víctor Manuel Báez Chino fue arrojado a las calles del centro de Xalapa. Una treintena de fotógrafos, reporteros, cartonistas y editores han huído de esta entidad o abandonado el oficio.

El hombre de la guayabera color hueso se disculpa de nuevo. Ha expuesto durante dos horas algunas instantáneas que le dejó en la memoria la charla y la convivencia con José Miranda Virgen, con quien compartió el pasatiempo más frecuente del periodista: las partidas de dominó. Pero lo agobia la rabia: no se identificará públicamente, ni siquiera para hablar bien de un amigo a quien admiró y que, siente, le aprendió lecciones de vida. Este momento es tan adverso y negro, que no se arriesgará.

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La Crónica de Veracruz, el semanario fundado por José Miranda Virgen, incomodó a los gobernadores Dante Delgado y Patricio Chirinos. Los ejemplares archivados revelan casos de corrupción. Delgado retiró la plaza magisterial a Miranda y los alumnos protestaron en el centro de Xalapa. Chirinos boicoteó la publicidad, refieren reporteros y articulistas que tripularon la nave.

Sin proyecto propio, Miranda decidió aplicar su trabajo de modernización y profesionalización en otros medios de comunicación. Fue subdirector regional en Xalapa, luego subdirector editorial y vicepresidente de Sur de Veracruz; impulsó un rediseño y cimentó lo que hoy es Imagen de Veracruz.

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Sólo la Procuraduría de Justicia estatal cree lo que dice el expediente del caso. El 11 de octubre de 2002, una explosión hirió a Miranda. Murió el siguiente día 16. Colegas, lectores críticos y amigos enlistan las circunstancias por las que rechazan la versión policial:

Que el agudísimo olfato del periodista pasara por alto el hedor de gas en su casa, resulta imposible. Que se esfumara quien vio al tipo que lanzó un objeto segundos antes del estallido, sospechoso. Que la computadora personal del periodista desapareciera, irregular.

«No tuve mucha libertad para escudriñar en los laberintos de la política. Fue una muerte extraña, confusa», sintetiza José Antonio Herrera Cerezo el dicho de los entrevistados que consideran el anonimato como el único modo de preservar la vida en el oscurecido panorama veracruzano para los informadores.

Coinciden con la opinión vertida décadas atrás: donde abuso e impunidad dominan, hay riesgo a la hora de narrar lo que contraviene el interés de los poderosos. En la que fue última entrega de su columna “El espejo del poder”, Pepe Miranda inició una serie informativa sobre el asentamiento del narcotráfico en Veracruz —a la vista de funcionarios y policías— durante el gobernador, en funciones ese fatal 2002, Miguel Alemán.

NOTA 1

Una versión de esta biografía se encuentra en la antología Tú y yo coincidimos en la noche terrible, que se presentará en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara,  el 29 de noviembre a las 16:00. En esas páginas se conservan las historias de vida de los 127 trabajadores de la información asesinados o desaparecidos en territorio mexicano durante los dos primeros sexenios de la alternancia. No sólo los que murieron o desaparecieron a causa de lo que que estaban escribiendo sobre narcotráfico o corrupción, sino de los que murieron o desaparecieron por el clima de violencia e impunidad que azota al país.

NOTA 2

Reflexiones de la autora: Me ha dolido ver que el gremio tiene poca memoria. La generación actual de reporteros en Xalapa y el puerto de Veracruz desconoce la trayectoria de quien es reconocido por sus aportaciones en la profesionalización de los informadores y por haber exigido rigor a sus equipos de trabajo. He recurrido a los contemporáneos y alumnos del periodista para conocer su carrera y he hallado desesperanza por la falta de transparencia de las investigaciones, por la debilidad de los argumentos de la versión oficial de la muerte del comunicador. Sin embargo, los entrevistados coinciden en que la semblanza es un vehículo para evitar el olvido, para valorar a quienes creyeron en el derecho a informar y les cercenaron la vida en el intento.

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