La Semana de... Wachita
Historias que se escriben escuchando canciones
Por Lado B @ladobemx
01 de abril, 2012
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Cada momento que se ha vivido conlleva sonidos, aromas, texturas y sentimientos que te permiten volver a imaginarlos. La Semana de Wachita es un viaje por la historia del autor,  recorrido entre líneas por quienes han leído algunos textos de La Tía Eulogia, con aquellas canciones que forman parte de la historia relatada.

Foto: Xavier Rosas.

Xavier Rosas

@wachangel

-¿Cómo recuperas un amor?- Se necesitan tres pastillas de olvido mezcladas con dos gotas de tiempo, se deja reposar aquella mezcla y se debe esperar que el recuerdo de aquel amor en cuestión, vaya desvaneciéndose poco a poco.

-¿Pero cómo te quitas la esencia de ese amor?-, preguntaba. -Ésa nunca se acaba, nunca te abandona. La sensación de querer estrechar con todas las fuerzas a aquel amor nunca desaparece del cuerpo. Es más, mientras más tiempo transcurre, algunos cuentan que, contrario a lo esperado,  comienza a añorarse poco a poco a la persona que ya no está. También se dice que con más gotas de tiempo aquella sensación va disminuyendo; sin embargo, no puede olvidarse por completo y mucho menos se borra aquel sentimiento que la acompaña, ya que  siempre estarán presentes cuando se sabe que el corazón ha quedado maltrecho por los ajetreos de una emoción-.

Papá me decía estas palabras todas las mañanas cuando observaba el retrato de mamá. Se quedaba  un largo rato contemplando  aquella fotografía que a mí me resultaba muy vieja, ya que parecía que el tiempo se había dado a la tarea de destrozarle las esquinas, como queriendo que aquella imagen se perdiera y quedara, únicamente, en la cabeza de papá.

Los días transcurrían y conforme iban y venían aquellos momentos, siempre me quedaba con la extraña sensación de cuestionarme, una y otra vez, ¿por qué papá mantenía aquella fotografía en la cabecera de su cama? De mamá nunca conocí su voz,  es más, me parecía que aquella imagen era sólo un pretexto de papá para quedarse recostado en cama, ya que la peculiaridad de nacer y morir al mismo tiempo, resultaban  cosa peculiar en la familia.

Mi abuela, es decir, la mamá de mi papá,  falleció cuando él nació; mi tía Eulogia había fallecido de la misma forma, justo cuando nació mi primo Ricardo. Y resultaba que si me iba un poco más atrás en la historia de la familia, la mamá de mi abuelo Roberto había fallecido de la misma forma. Debo decir que cuando quise indagar un poco más, papá me cortó las intenciones diciéndome que aquello de la muerte era cosa de grandes y que dejara de andar de chismoso y me dedicara a hacer la tarea.

Sinceramente después de aquellas muertes, lo único que podía pensar era que Don Jesús Martínez y Vetoza, el médico de la familia, seguramente había sido el culpable. Con toda franqueza les diré, que no confiaría mi vida a un doctor tan viejito, ya que cuando me abrazaba cada que íbamos a consulta, el olor a lavanda y Pomada de la Campana me dejaban una extraña sensación a libros viejos. Viendo sus arrugas podía entender cómo es que había atendido desde la mamá de mi abuelo hasta mi madre.

Pero aquellas  preguntas que tanto me inquietaban iban siempre a razón de mi madre. Papá contaba que tenía una dulce voz, que su piel era blanca, tan blanca, que parecía que una estrella había bajado a cegar la mirada de todos los que vivimos en éste mundo. Cuando hablaba de sus ojos, se perdía un largo rato contándome cómo le recordaban aquellos ríos de la Sierra Norte de Puebla, los que atravezaban San Miguel Jojupango o Altica; que tenían un verde que lo mantenía despierto por las noches, como si fuera un susurro que lo hacía olvidar lo pesado del día.

Papá se perdía largas horas mirando el retrato de mamá, sin embargo, por más que yo veía la foto, no lograba entender los suspiros que papá dejaba en la habitación. En realidad la foto no le ayudaba mucho a mamá, ya que eso del tiempo y el amarillo que deja cuando pasa, hacen que un retrato se vaya perdiendo y se transforme en otra cosa. Es como mirar un diario viejo, tiene mucho olor y carga con letras que se van alargando al igual que el tiempo. Las fotos que ahí se observan, se parecen a la foto de mamá. Algunas deformadas, otras casi invisibles, pero todas muy luidas por el tiempo.

Papá siempre terminaba diciéndome que no entendería aquellos suspiros, ya que que me hacía falta crecer y que seguramente, cuando tuviera bigote, podría saber el por qué de ellos. Mientras el bigote no aparecía, todas las mañanas me levantaba velózmente y corría al espejo del baño buscando que alguna sombra se asomara por encima de mis labios; sin embargo,  aquel bigote que tanto me hacía falta para entender a papá, tan sólo no aparecía.

Claro que todos los remedios caseros probé, desde la caca de gato untada, hasta ponerme de cabeza y agitar la choya -como me habían contado mis amigos-; a pesar de ellos, el bigote no salía y con el paso de los días la desesperación se fue incrementando. Incluso un día probé con pintarme el bigote, pero cuando entré a la habitación de papá, en lugar de lograr aquellos suspiros que dejaba cuando veía el retrato de mamá, soltó un gran carcajada que me dejó más confundido que de costumbre.

La jornada diaria era la misma. Todas las mañanas de  colegio, papá se quedaba observándome desde la entrada, decía que mi mirada le recordaba a mamá, que siempre andaba con “mis cosas” como ella. Sinceramente, por más que me veía al espejo y trataba de encontrar el parecido con mamá, no lo hallaba. Podría ser que el amarillo del retrato lo tuviera, pero no eran mis ojos, era lo blanquito que tenemos antes de llegar a los ojos. Por ello, todas las tardes pasaba largas horas mirándome al espejo, tratando de encontrar a mamá en lo profundo y negro de las niñas o pupilas, cosa que aún no lograba comprender en su totalidad, sin encontrar cual era mi parecido con mamá.

De “mis cosas”, sólo sabía que me gustaban las tortas de mermelada de chabacano con pavo, cosa que a mamá le deleitaban, según contaba papá. Cuando era navidad, papá siempre traía el pavo a la casa y lo acompañaba de un gran frasco de mermelada de chabacano; -¡Como de costumbre me recuerdas a tu madre!-me decía soltando una gran sonrisa, mientras yo comenzaba a comer  con un gusto asombroso mi suculenta torta.

También busqué dentro de las tortas de mermelada con pavo, pensé que mamá me hubiera dejado algún recado en su interior, que pudiera escuchar cuando le diera la primera mordida. Sin embargo, a pesar que me quedaba callado cuando empezaba a devorar mi torta, nunca escuché algún recado de mamá y deben saber que los intentos fueron numerosos. Es más, revisé en el migajón, en la tapa, bajo la torta, pero nada, siempre era lo mismo: la torta era solamente de pavo con mermelada de chabacano, sin algún rastro que encontrar de mamá.

Por esa misma razón cuando llegaba el frasco de mermelada, siempre terminaba con él. No es que fuera un feroz devorador de aquel suculento platillo, era que pensaba que al final del frasco, tal vez mamá me hubiera dejado un susurro. Cuando se acababa el contenido de chabacano, acercaba al oído la boquilla del frasco, me quedaba escuchando y embarrándome un poco de mermelada en la oreja, a lo que papá decía que ciertamente era igualito a mi madre. Al parecer ella también acostumbraba hacer esas cosas y, por lo que papá decía, mamá terminaba con las orejas llenas de mermelada de chabacano.

Saber tantos detalles de mamá sin haberla conocido me dejaban una sensación muy rara. Siempre quería conocer más, quería devorar todo lo que papá me contaba de mamá. Algo muy extraño ocurría con la mirada de papá cuando me hablaba de ella. Sus ojos se iban perdiendo poco a poco y lentamente acercaba sus manos entrelazándolas. Parecía que estuviera sosteniendo la mano de alguien más, al tiempo de coenzar a jugar con el anillo que cargaba siempre en su mano izquierda. Lo recorría lentamente, enredaba los aros que lo conformaban. En realidad, todas aquellas cosas que ocurrían cuando papá me platicaba, no eran algo que me desconcertara en exceso, sin embargo, había una cuestión que todos los días papá repetía una y otra vez. Se quitaba el anillo y observaba en su interior, para después sonreír y dejar la habitación inundada con un suspiro.

Debo ser franco al decirles que, con los pocos años que tenía y la falta del bigote, por más que miraba el anillo de cerca y veía en su interior, no lograba encontrar algo que me diera una sonrisa o un suspiro. Ver a través de un anillo no me dejaba alguna sensación especial, lo único que tenía era que el nombre de mamá y papá estaban escritos en su interior, un poco oxidados en realidad, pero esas letras no lograban darme el efecto que en papá producían. Resultaba un artefacto interesante, ya que se entrelazaban lo nombres y se mezclaban las letras, como si estuvieran jugando eternamente a alcanzarse.

En verdad me hubiera gustado conocer a mamá, parece ser que era una “gran tipa”, como papá siempre le contaba a sus amigos. En aquellas tardes que encontraba en la sala a Raúl, nuestro vecino que vivía a tres casas de distancia y por cierto, gran amigo de papá, escuchaba atento las andanzas de ella. Al parecer mamá siempre andaba con la sonrisa en el rostro, queriendo devorarse el mundo y pensando en las cosas que hacían falta para el día siguiente, según decía papá. Contaba que se vestía con faldas largas, que usaba por lo general aquellas blusas que se habían traído de la sierra y que por más pesado que resultara  el día, siempre mantenía aquella sonrisa en el rostro que hacía olvidar a papá lo pesado del día.

Cuando salían al parque, caminaban de la mano entre los jardines y papá, por lo general, decía que le gustaba hacerla reír. Su sonrisa era algo que extrañaba papá, al parecer tanto extrañaba esos sonidos que, cuando le contaba a Raúl, era común que se le quebraba la voz. Un día contó que si algo le podía fascinara a mamá, era que le soplaran en la panza, cosa que no logré entender muy bien. Sinceramente no encontraba lindo o divertido que alguien te sople  en la panza, digo, ya que alguien se pusiera cerca del ombligo, para mi representaba que hundiera el estomago y me sintiera extraño, con miedo en realidad; pero papá volaba con esas historias, decía que la panza de mamá hacía un sonido peculiar que sólo él y ella entendían.

El otro día le pedí a Ximena, mi amiga del colegio, que me soplara en la panza, sin embargo no fue una gran idea, ya que la directora me regañó mucho cuando me llamaron a la dirección. Dijeron que estaba intentando hacer cosas de grandes y la verdad es que aquello era cierto: quería entender la sonrisa que papá le regalaba a mamá por su panza y el aire en su panza, cosas que ellos, como grandes hacían. Cuando papá llegó a la dirección para hablar con la directora -porque deben saber que lo hicieron venir-, sólo me miró con esa expresión en el rostro que me decía que no había problema; es más, se sonrió un poco en la dirección,  razón por la cual la directora se enfadó y le advirtió que nunca más quería que se repitiera aquel asunto.

Papá en el coche, de regreso a casa, sólo mencionó que era tal cual como mi madre, siempre con mis cosas. Y la verdad es que no sentí que pedirle a Ximena que me soplara en la panza pudiera desatar tal hecatombe. Les diré que ni me castigaron, sólo papá se fue riendo todo el trayecto de la escuela a la casa y es más, a mitad del camino, pasamos por un helado de mango, con fresa y limón.

El helado se tambaleaba en el coche, sé que aquellas peripecias de comer helado mientras se va de copiloto no son un asunto sencillo. Papá, en cambio, parecía manejar aquella situación como todo un experto. Resultaba que a mamá le encantaba el mismo helado que a mí: el de fresa con mango y limón.

En el trayecto a casa miraba emocionado como todo iba cobrando colores, formas y dimensiones que realmente desconocía; mientras tanto,  el dulce sabor del helado me dejaba con la sensación de adormecimiento en la lengua, y lograban que me perdiera en aquellos dulcísimos sabores que me llevaban a imaginar a mamá comiendo el mismo helado que yo. Papá decía que siempre había oportunidad para disfrutar el día del helado, una extraña tradición que ellos mantenían y que, por extraño que pareciera, había logrado colarme con el paso de los años.

El día del helado resultaba ser cualquier día, sólo se necesitaba que hiciera mucho calor y que el sol quemara la piel. El día del helado era un momento que papá y yo disfrutábamos siempre camino a casa. Me contaba como la primera vez que descubrieron aquella fiesta, mamá se había quedado con los ojos muy abiertos, con “la mirada muy grande”; al parecer papá había logrado sorprenderla con la creación de aquella festividad que se le había ocurrido inventar. Aquel día -me contó-, ella sólo reia mientras le indicaba a la señorita que atendía la heladería el sabor de tan perfecto festejo: el helado de mango, con fresa y limón.

Grandes días del helado festejábamos, sobre todo porque se podía repetir dos o tres veces por semana. Sólo era cuestión que papá y yo nos miráramos a los ojos, para que papá entendiera la festividad y me indicara con la mirada que nos subiéramos al coche para ir a celebrar. Un día, me contó que a mamá se le había ocurrido que tal vez podrían acompañar al día del helado, con San Pay, un personaje que había sido beatificado cuando no se encontraba con qué acompañar al helado. Papá rió en aquella ocasión, me dijo que la miró a los ojos y que San Pay nació. Bueno, en realidad me contó que antes que naciera, se habían dado un beso, pero que aquellas eran cosas de grandes.

San Pay y el día del helado llegaron a la familia, que en esos momentos sólo eran papá y mamá. La verdad es que nunca se me hubiera ocurrido que las fiestas podrían llegar a ser algo tan delicioso. Papá se alegraba mucho cuando festejábamos él y yo, aunque a decir verdad, creo que ellos sabían que aquellas fiestas no existían en realidad. Un día llegué del colegio muy enojado, la maestra y todos mis compañeros se habían reído de mí, ninguno de ellos conocía a San Pay, “santo patrono de los pays” y mucho menos habían disfrutado el día del helado. La maestra estaba empecinada en decirme que aquellas cosas no existían y, por si fuera poco, comenzó a preguntarles a todos los demás compañeros si ellos las conocían. Claro que esto causo risas, lo que menos esperaba es que me pusieran en evidencia, pero bueno, hay personas que desconocen las fiestas más importantes que existen.

Creo que mamá y papá eran muy felices antes que yo llegara a la familia. Por lo menos eso puedo pensar, ya que hay días en que papá, simplemente, no quiere levantarse de la cama. Pareciera que le pesaran demasiado los ojos, ya que cuando llego a verlo a su habitación, tan sólo no quiere abrirlos. Esos días me dice que extraña las palabras de mamá, que en ocasiones se ha sentido perdido y no encuentra cómo abrir los ojos y descubrir que sólo está el retrato de ella en su cabecera.

Por eso siempre le digo que lo quite, que no le hace bien tenerlo ahí si no lo deja levantarse; pero siempre responde que lo bueno de esos días es que cuando abre los ojos, ahí estoy yo, diciéndole que quite el retrato de mamá.

Una tarde en la que el viento azotaba fuertemente las ventanas, papá salió rápidamente al jardín y se quedó parado en completo silencio, sintiendo como el viento frio le pegaba de frente en el rostro, mientras mantenía los ojos cerrados y senía como el aire frío lo recorría. No pude comprender qué era lo que papá hacía, estaba ahí en el jardín, inmóvil, con los brazos estrechando su cuerpo; parecía que abrazaba algo, sólo que por más que yo buscaba qué era aquello, no encontraba ni veía algo entre sus brazos. Sólo era él y el viento quiénes se habían jurado amor eterno, o al menos eso era lo que me contestaba cuando lo veía correr al jardín y quedarse un largo rato disfrutando esa costumbre.

Siempre me dijo que, algún día, sabría exactamente cómo es que el viento te trae la esencia de lo que tanto buscas. Y en efecto, tuvieron que pasar muchos años para que lograra entender esa situación. Al inicio debo confesarles que  salía corriendo junto a papá cuando el viento azotaba las ventanas, llevando una sonrisa en el rostro y toda la intención por saber aquello de la esencia. La primera vez me resultó  muy aburrido estar parado en el jardín acompañando a papá, sobre todo porque nada pasaba, sólo era viento y más viento, nada de esencias o cosas que uno quisiera.

Supuse que debía ser perseverante, que con más tiempo percibiría  alguna esencia; por ello de vez en cuando que el viento se asomaba por la casa y azotaba las ventanas, ahí estuvimos papá y yo parados, respirando y sintiéndo el atardecer con las hojas de los aires que golpeaban nuestros rostros, sólo que tuvieron que venir algunos años para que por primera vez pudiera entender aquello de la esencia y sentir que no me aburría cuando la costumbre de papá se asomaba.

Recuerdo que fue una mañana cuando dejaba detrás de mí cientos y miles de gardenias. La bicicleta se dirigía frenéticamente por aquella ladera, mis pies hacian varios metros atrás que no ayudaban en nada a pedalear. Veía pasar las gardenias de un lado a otro, sentía como me golpeaban la cara y me dejaban un aroma que se mezclaba entre el pasto y tierra húmeda, desprendiendo una esencia dulce que se confunde con el olor a la miel. La velocidad ya no importaba, lo más extraño de todo resultó cuando bajando y tomando mayor velocidad, mis ojos se fueron cerrando lentamente mientras el aire me recorría por completo el cuerpo y me quedaba soñando por unos instantes.

Esa fue la primera ocasión que entendí aquello de la esencia, claro que desperté de aquel sueño con moretones, un brazo fracturado y el regaño de papá. En fin, la esencia de las gardenias, el viento, las sensaciones encontradas, todo estaba ahí, justo frente a mí. No me importó perderme el campeonato de fut bol, tampoco que Cecilia, la niña más bonita del salón, , no me firmara el yeso de mi brazo izquierdo, cosa que todos los del salón hicieron. Por fin estaba entendiendo algunas cosas de papá y lo mejor de todo era que el bigote aún ni se asomaba.

Con el tiempo salía a acompañar a papá al jardín, nos quedábamos sintiendo aquel aire y recordábamos aquellos olores, la ladera empinada de aquel parque, el viento que me pegaba de frente en el rostro y las gardenias que salían despedidas a ambos lados de mi bicicleta. Cada instante que pasaba al lado de papá, también me llevaba a imaginar lo que pudiera estar sintiendo y pensando él, ya que al parecer siempre recordaba a mamá mientras estrechaba los brazos como imaginando a su acompañante, sintiendo que estábamos los tres ahí, juntitos, dejándonos recorrer por la esencia de las cosas.

Muchas tardes tuvieron que pasar para que lograra encontrarle el sabor al viento, a aquella esencia en realidad. Ya no era necesaria la charla de todas las mañanas en las que papá me explicaba lo que ocurría. El bigote nunca se asomó, por lo que no fue necesaria su presencia para entender aquellas viejas costumbres de papá.

Pasaron los días, los años se fueron recorriendo y papá se perdió muchas veces en aquellos suspiros que siempre inundaban la habitación. Cuando decidí escribir éstas líneas, sólo la esencia de aquellos detalles, los suspiros de papá, los días festivos del helado y San Pay, así como el viento que azota ventanas y que ahora me hace correr al jardín para disfrutarlo, todo ello, me recuerda las gotas de tiempo y las pastillas de olvido, cosas que guardo en aquellos retratos que ahora inundan las habitaciones de mi corazón.

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Autor Lado B
Lado B
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