Lado B
El montaje en la política
Aunque parecieran cuestiones pertenecientes a distintos ámbitos del quehacer humano, la cuestión el tema del montaje como un elemento de las relaciones sociopolíticas es uno sobre el cual se ha teorizado mucho ya desde los años en que tomaba auge del pensamiento marxista; cuando se comenzaba a desmontar la aparente naturalidad de las relaciones de producción entre obreros y propietarios.
Por Lado B @ladobemx
08 de abril, 2012
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Arquímedes Neza

Aunque parecieran cuestiones pertenecientes a distintos ámbitos del quehacer humano, la cuestión el tema del montaje como un elemento de las relaciones sociopolíticas es uno sobre el cual se ha teorizado mucho ya desde los años en que tomaba auge del pensamiento marxista; cuando se comenzaba a desmontar la aparente naturalidad de las relaciones de producción entre obreros y propietarios. Luego, durante la segunda guerra mundial, donde el uso de los montajes publicitarios tomó un papel preponderante en la creación de adepciones a las ideologías de ambos bandos, el pensamiento de las implicaciones del montaje en las relaciones humanas tomó mayor fuerza. Hoy en día es ya muy difícil pensar una teoría político-social que no considere de una u otra manera la intervención del montaje en nuestras vidas.

Entre otras definiciones, y para no complicarnos, retomemos éstas del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Montaje: Aquello que solo aparentemente corresponde a la verdad. En el cine, ordenación del material ya filmado para constituir la versión definitiva de una película. En el teatro, ajuste y coordinación de todos los elementos de la representación, sometiéndolos al plan artístico del director del espectáculo. En pocas palabras la idea de montaje implica, por un lado, un ajuste de la realidad a la óptica de un sujeto y, por el otro, un engaño.

En un sentido muy estricto podríamos decir que las meras acciones de observar o de pensar se llevan a cabo como un montaje (en el primer sentido de la definición), pues siempre uno agrega algo de sí mismo, acomoda lo que observa o analiza, hace presupuestos, simplifica, recorta, etc. Este tipo de montaje, más que relacionarse con una falsedad o con una mentira, se relaciona con una performancia; es decir, con la manera en que nos movemos en el mundo. Así nos relacionamos los unos con los otros y con las cosas, llevando a cabo montajes continuos de la realidad cuando nos comunicamos o cuando opinamos sobre un evento, por ejemplo. Y, si aceptamos que esto es así, que la vida es montaje, pues podemos adelantar la conclusión de que la política no es sino la profesionalización de estos montajes, es la cúspide de la pirámide. En esta práctica humana no solo se obvian los montajes sino que, actualmente, la creación y manipulación de imágenes de la “realidad” se han vuelto una herramienta básica e importante para acceder al poder público, así como el fin principal del discurso político.

A veces este montaje de la política es tan obvio y agobiante que ya somos muchos los que no resistimos la necesidad de apagar radio o tele cada vez que los comerciales de las campañas políticas o del IFE aparecen. Lo desesperante de las campañas políticas no solo radica en la infinita repetición de spot (que al haberse regulado por el IFE, se esperaba fuera más moderada), sino que también desesperan por su inverosimilitud, por su abuso de montaje, el vacío de realidad de los discursos comerciales ya es tal que, literalmente, lo único que se escucha es bla bla bla.

Pero a veces también el montaje es tan profundo y tan elaborado que es muy difícil discernirlo y nos cuesta tomar distancia frente a él. Éste es el caso del montaje de la democracia, hoy aceptado, democráticamente hablando (valga la redundancia), como el sistema de gobierno más justo y libre que puede establecerse, y es muy probable que lo sea. La pregunta es si realmente existe tal, o si en la práctica sí se realiza. Obviamente, si entendemos por democracia la elección de autoridades a partir del voto ciudadano, pues no hay mucho que debatir (aunque en nuestro país hay fuertes elementos aún para dudar de que siquiera así se lleve a cabo); pero si consideramos la democracia desde los ideales y contenidos profundos que pretende enarbolar, el debate sobre sus posibilidades se complica y el círculo de aquellos sistemas políticos o gobiernos que la practican se hace muy, pero muy, estrecho.

Inicié la columna diciendo que la vida es montaje y por ello no tendría que sorprendernos que la política también lo sea. Lo que intento no es desecharla por ser un montaje, pero sí señalar la necesidad de establecer una diferencia entre lo que es el montaje como parte inevitable de las relaciones sociales y la creación de ideas (es decir, siempre habrá una distancia entre la democracia utópica y su práctica) y lo que es el montaje como un farsa (hacer pasar gato por liebre).

Recordemos que la democracia representativa es solo una y la más básica de las formas de democracia desarrolladas históricamente. Antiguamente, en la Grecia clásica, por ejemplo, pero también en sociedades religiosas establecidas tempranamente en Estados Unidos, se practicó, con sus propias limitaciones, una democracia llamada activa o directa. Pero no nos tenemos que ir tan lejos en el tiempo ni el espacio, aquí y ahora, en nuestro país y en nuestro continente se desarrollan prácticas de participación ciudadana directa. A la cabeza de estas prácticas, se encuentran los siempre despreciados pueblos indígenas, al igual que muchas comunidades campesinas mestizas. Si bien la misma utilización política, exagerada en montajes y exaltaciones a favor de un pasado prehispánico utópico, se ha encargado de desvalorar lo profundo de esta realidad, tampoco hemos de negar su existencia, pues es un hecho que aún hay muchas comunidades en México, no solo indígenas, donde las decisiones se toman en asamblea y esta participación de los “ciudadanos” no se considera ni una obligación ni un derecho, sino una forma de entender la política.

A qué quiero ir con esto, básicamente a distinguir dos formas de practicar la democracia. Una donde el voto es el culmen de la práctica (la que nos venden todas las publicidades) y la otra, muy menospreciada, en el mejor de los casos tachada de utópica y muy criminalizada también. Esta última comienza por el voto, como una opción que no tiene porque ser obligatoria o moralmente aprobable como se pretende (es solo un acto simbólico, ritual, digamos), pero que radica en la participación directa, en el involucramiento o interés al respecto de los problemas del otro. No se trata específicamente de hacer asambleas, sino y, simplemente, de hacer aquello que te sugieren no hacer, no dejarle la responsabilidad total al representante y entender las razones de quien demanda alguna necesidad, lo que implica hacer un esfuerzo honesto y autocrítico por entender cómo y dónde nos situamos en la sociedad y dónde los otros; intentar entender antes que prejuiciar. Para lograrlo es necesario buscar información completa y profunda. Esto sería solo sería el inicio.

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