Reza el cartel que se lee en la fotografía de una manifestación que exige el cese del maltrato a las mujeres indígenas, dice: Ser mujer, indígena y pobre, no es un delito.

Efectivamente, pareciera que es un delito que debe ser castigado con discriminación y abusos. Sin duda, los indígenas y especialmente las mujeres son uno de los grupos sociales más vulnerables.

Recordamos el caso de Jacinta, una indígena otomí que fue acusada de secuestrar sola a seis agentes de la AFI (Agencia Federal de Investigación). ¿Usted puede creerlo? Pues así fue. En el juicio, la indígena no se enteraba de lo que decían, ya que no hablaba español. ¿Es justo un juicio, cuando la acusada o acusado no se entera de cuáles son los cargos en su contra?

Ernestina Ascencio fue también una anciana abusada por militares y que murió, de acuerdo con las autoridades de una enfermedad gastrointestinal, cuando ella fue golpeada, violada y nunca se atendió la denuncia.

También en este país, en 2002, Inés Fernández y Valentina Rosendo fueron violadas por militares en el estado de Guerrero. Tuvieron que pasar 10 años y que un organismo internacional, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, interviniera para decirle al gobierno mexicano que reconociera la violación de las dos indígenas por parte de militares, ya que todas las instancias de justicia en el país habían sido agotadas y la justicia nunca hizo caso de la denuncia de las dos mujeres.

Ahora se reconoce el hecho, mas no la recomendación completa de la Corte Interamericana.

Los culpables están libres. Es inadmisible que una institución que dice defenderá con todo a la población, actúe contra dos mujeres indefensas de esa manera. ¿Hasta cuándo tendremos que documentar estas historias?